El río está de bote a bote.

Marcado por el agua corre en un cauce que no es infinito.

Lleno, repleto, harto de cúmulos va enrareciendo su destino pintado a lo marrón.

Sube veleros, eleva canoas, tal vez quiera tocar alguna estrella ¿porqué no?

Dicen que en los años treinta llegó hasta la vereda del Británico, estuvo en terapia intensiva de tan crecido, que le curaron heridas y lo llenaron de suero, para después, una plomiza tarde dejar perdida su bravura y volver a lo que era.

En los marzos regresa con la carga, con litros de un Paraná extra que asusta y tapa el fondo más que nunca, angustia de plomada cortada y anzuelo ido para siempre.

Si la naturaleza fuera un camalote yo no lo abordaría en esta época; pasan enormes y se engancha a los cabos de una feroz escritura, llevan víboras de adjetivo y los predican pescadores extraños.

Suben los caracoles de mi infancia, importados de entonces por los pilotes del muelle de la Peña náutica, podría remar desde la costa e irme desprendida de tanto municipio amenazado y creciente.

Se lleva las mentiras, diluye corruptelas, da baños que divierten en las playas extintas.

El Paraná enojado se come el campo, viaja con ruedas y desprolijidades, digiere la barranca a ritmo lento.

Comentan que esta catástrofe tiene fuerza joven a pesar de ser vieja, trae charlas de arriba, de compuertas abiertas por luces generadoras que lo aman por demás en Brasil. Dicen que el río aumenta su volumen porque accedió a la lluvia y sus embauques.

Que va a crecer hasta asustarnos, hasta que en la insistencia se sepa quien gobierna. Hasta parecer mármol, hasta ahogar de un golpe la paciencia.

Y nosotros tomando un cafecito sin advertir esta rebelión de subibaja, el silencio de arcilla suspendida que habla y habla.

Agua atemorizada deja la vida agraria y transforma el mundo en líquido por los dones misteriosos de estos cuatro metros y pico.