CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Vuelvo a las cuartillas grises, pálidas, que encontré (¿por casualidad?) en el interior del ejemplar de "Los libros de Alicia" que compré en una librería de viejo. Quiero reunir esos textos escritos por Nicanor Pérez, ordenarlos de alguna manera, armar el rompecabezas de su historia y, si él me autoriza, publicarlos con el título que figura en una de las notas que acompañan su relato policial: "Los criminales eruditos". Pero, a decir verdad, a esta altura creo que a mi amigo Nicanor le interesa más que lo escuche en sus desordenados monólogos que la edición improbable de sus memorias. En la última semana me ha llamado varias veces por teléfono. Su voz se escucha siempre lejana, tapada por la música que a todo volumen suena a sus espaldas (casi siempre jazz, algo de blues o clásica), acompasada por su asmática respiración que estas mañanas de verano inauditas, otoñales, parecen empeorar. Me divierte su absoluta falta de apego al calendario: nunca sabe con exactitud qué día es, y por eso debo aclararle que no es el miércoles sino el jueves la fecha de la cita que me propone, de improviso, en medio de un comentario sobre una película francesa que ha visto la medianoche anterior.
Lo veo en una mesa cercana a la esquina, con la camisa arremangada y los pelos blancos revueltos. Me hace una seña para que me siente y pone su dedo índice izquierdo sobre los labios. Está escuchando con atención el diálogo de una pareja en la mesa vecina. Una morocha sentenciosa responde las preguntas que su compañero, un joven flaquísimo, prolijo, apenas miope, lee de una revista. A don Nicanor Pérez no le complace demasiado ese cuestionario famoso y creo que por ahora olvidado de Marcel Proust. Pero tiene su propia lista de preguntas, un sistema que las relaciona y en ocasiones no es fácil de entender. Este atardecer de jueves en que se siente de mejor ánimo que en otros, en este café donde hay sillas afuera y se puede fumar, se deleita con uno de esos cigarros dulzones que tanto le complacen y con el mismo placer toma un whisky en un vaso de trago largo, con bastante hielo y agua mineral sin gas. Alguna vez, me dice, pensé en recordar muchas de las cuestiones que me he ido preguntando desde que recuerdo que comencé a hacerme preguntas. Creo que las primeras me las hice en la casona de la calle Buenos Aires 1328 donde nací y que ahora, con pena, veo que se ha puesto en venta. Tenía una tía sorda como una tapia, en realidad una tía abuela, Carlota, que me llevaba (yo tenía menos de diez años) a dar vueltas en tranvía. ¿Qué significaba eso?, me preguntaba. Ahora creo conocer la respuesta: era algo que tenía que suceder para que yo pudiera recordarlo después y contárselo a usted, que es el único que me escucha.
Don Nicanor da una larga pitada a su cigarro, bebe un buen trago de whisky y agrega: lo mismo que los viajes en tren de Fisherton a la estación Rosario Central. Otra memoria necesaria, ineludible, posiblemente inútil y sin sentido. Pero eso, usted sabe, ya se dice en Macbeth. Más adelante, no sé si llamar adolescencia a esos años, fue cuando me agarré el gran metejón con el cine. Y con los viejos cines de barrio: el San Martín, el Belgrano, el Capitol, el Bristol, el Urquiza, el Alvear, el Sol de Mayo, el Córdoba (las matiné) y el Radar (cuando daba películas por las mañanas) y más adelante otros, pero eso pertenece a otra parte de la historia. Por ese tiempo del que siento nostalgias, fue cuando supuse que la mortadela, en uno de esos viejos pebetes de panadería que creo ya no existen, mezclada con naranja (Neuss o Crush) me provocaba algo que tenía efectos alucinógenos. Las cosas se hicieron más claras cuando leí "Las puertas de la percepción" y "Cielo e infierno" de Aldous Huxley y más transparentes aún cuando me pasaron algunas de las cosas que me pasaron y comprendí que la ingestión de un buen pebete de mortadela, acompañado por una naranja o por un gin con agua mineral, daba paso a varias intuiciones que muchas veces eran ciertas. No siempre, pero a veces me fueron muy salvadoras. (Hay una época intermedia de la cual hablaré en otra ocasión, cuando abundaron los hotdogs y las torrejitas de acelga o de espinaca que se podían comer en un largo y poco ancho local que se llamaba El Provincial y estaba cerca de la esquina de San Martín, por Santa Fe, frente al banco y casi al lado de la inolvidable librería Austral. Pero ya le dije, esa es otra historia).
Otra pregunta que me he hecho ahora y no en aquel tiempo. Antes de que terminara la Segunda Guerra Mundial (la del 39 al 45, y lo aclaro porque hay unos cuantos estudiantes que ignoran que esa guerra existió y además no tienen la menor idea de que hubo una Primera Guerra Mundial). Por esos años, le decía, me corté un dedo, y una infección posterior me produjo un reumatismo infeccioso que, si tenía efectos en el corazón, era considerado algo muy serio por aquel entonces. A mí me afectó el corazón y eso significó que la única cura era el salicilato. Este remedio, sin dudas benéfico, era insoportable tanto inyectable como por boca. A los nueve años yo no era un hombrecito muy valiente, pero no es importante: tampoco lo soy ahora. Me siguen asustando las inyecciones. Pero cuál es la pregunta a la que me refiero. Don Nicanor hace una pausa. La lógica: ¿lo que tuve modificó de manera esencial mi vida? Se me prohibió toda actividad deportiva y tampoco hacía gimnasia en el colegio. Mi vida se dividió entonces entre los libros, tocar malamente el piano de oído y al tiempo, cuando cumplí quince años, sufrir uno de mis primeros ataques de asma. Recuerdo bien esto porque un informe que un individuo parecido a una caricatura de Elliot Ness pidió (muchos años después) a los Estados Unidos me transformó en el único individuo de la provincia que había tenido asma de muy niño, lo que en realidad era falso. Pero era útil que ese informe lo dijera y lo dijo. Es decir, ¿tuve lo que tuve para que años después unos expertos deformaran de manera absoluta la verdad?
Nicanor juega con un fósforo, lo desliza sobre una servilleta con su pulgar derecho, su mano pecosa acaricia el vaso casi vacío. No lo creo, no quiero creerlo. No soy determinista, todo lo contrario. Creo que somos libres hasta en aquello que no comprendemos bien de qué manera lo somos. Un historiador inglés, H.T. Buckle, decía que "el mundo entero forma una cadena necesaria en la que cada hombre representa una parte, pero es incapaz de conocer en qué consiste ésta". Me niego, afirma don Nicanor mientras aplasta con fuerza el fin del cigarro en el cenicero (cosa que no es habitual en él), me rehúso terminantemente a ser parte de esa cadena. Me siento libre aun cuando mis prisiones sean muchas. Pero de eso hablaremos otro día.
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