CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Hoy amaneció lloviendo. Finita la lluvia, para nada aparatosa, nada de aguacero con estrépito, ni tormenta que arrase los sembrados y desgaje árboles. Nada de eso. Esta mañana el pueblo amaneció como pollo mojado, incluso con su mismo silencio.
Protegiéndome con un viejo paraguas que encontré en la casa, encaminé mis pasos cansinamente hasta la estación de servicio de la ruta, casi cien metros de allí, a tomarme el café de rutina.
Cerrado a piedra y lodo. Miré el reloj: las ocho. Pucha, pensé, esta gente justo hoy no trabaja. Pero más bien era contrariedad y fastidio por esa molestia extra justo un día domingo.
Sin embargo había una bicicleta apoyada cerca de los surtidores. Alguien había adentro. Me acerqué al vidrio de la puerta y leí un cartelito, prolijo, pegado desde adentro: "Abierto las 24 horas". Qué mentira, pensé.
Escucho una voz de pronto, desde adentro, pero no veo a nadie.
¡Qué pasa maestro!
Es "Chinchulín", el nochero, pero él no está para vender café, me dice, sino combustible.
Me abre lo mismo la oficina y me ofrece una silla. El lugar es pequeño, hay un mostrador y detrás un escritorio. Un par de computadoras y lo mejor de todo: un ventanal desde donde el campo se adueña de todo.
En un momento viene "Juicho", me dice, ("Juicho es el encargado) y te hace todo el café que quieras.
Estaciona un auto para cargar combustible. Es "Quique" Quintana, mi amigo.
Pucha que madrugaste, en domingo le digo.
Ya estoy de vuelta, me dice.
Anoche no había tormenta y ahora mirá le comento y agrego un ademán vago que incluye la estación de servicio, el campo, el pueblo, todo.
Había me contesta pasa que no la viste. Tanta ciudad te quitó la respiración del campo y ya no reconocés lo obvio: que anoche había tormenta.
Dejé pasar el reproche porque no quería excusarme. No tenía ganas de discutir, además tenía razón y yo ya no discuto más, ni aún teniéndola, menos cuando el otro la detenta.
De todos modos era bueno estarse allí mirando el campo alrededor, con esa lluvia finita que no era lluvia, por ahora.
Presentada así, era probable que lloviera durante todo el día.
"Duro y parejo, como para guasear", diría mi viejo si estuviera vivo.
Imposible mirar el cielo, ni las nubes ni los pájaros, porque nada había, solo esa cortina finita, hecha de gotitas diminutas e invisibles que mojaban ese grupo de pinos y eucaliptos alrededor de la Feria para remates de hacienda, antiguas construcciones que ya no se usan.
Volví hacia el pueblo, es decir, hacia mi casa que se hunde entre los sauces y los fresnos como una vieja embarcación que navega por un extenso río de follajes, con sus pájaros y su ensueño de chicharras que bajo la lluvia callaron su estridencia de monotonía y estrépito, algo que a mí siempre me ha parecido sin sentido. A mí me lo parece, pero en la naturaleza todo tiene un por qué, aunque lo ignoremos. El único sin sentido de la naturaleza somos nosotros.
Sólo entrar en esa casa y comenzar con los rituales: el mate, el tabaco, la lectura de unos pocos libros queridos.
El ventanal abierto deja ver esa cortina mínima que borra los árboles, moja impiadoso el césped que ayer cortó mi hermano y se ensaña con el lomo indefenso de un sapito que salió alborozado de su cueva.
Será cuestión de buscar unos cuadernos viejos, garabatear papeles, borronear ese perfil humano huyendo siempre entre "la pasión y suplicantes".
De todos modos el agua, tan primordial, tan atávica desde que el mundo es mundo, tan dadora de vida, hoy me somete a encierro, a estar así, en silencio y soledad, tan recoleto como un fraile perdido en el desierto.
De todos modos no viene mal.
En la casa no hay televisores, ni radios, ni teléfonos, ni siquiera un timbre. No puedo no recordar aquellos versos de Baldomero Fernández Moreno: "Ay quién tuviera una casa/ sin timbres y sin teléfonos". Bueno, yo la tengo, pensé con íntima ironía.
Mientras todo esto pienso, me desconcentro y repaso la charla de minutos antes con mi amigo, que me dice viajó a Rosario por negocios y volvió temprano para no perderse el asado del domingo, que hará igual porque tiene parrilla bajo techo.
Y mientras se va alejando hacia el pueblo, cuando hunde las luces en las calles solitarias, donde el silencio cubre con su sábana invisible, con su manto fino de llovizna, miro ese monte de árboles donde funcionó la Feria que remataba hacienda y cuyas construcciones se mantuvieron en pie, incluso con esas tribunas techadas donde el público hacía sus ofertas. Un sistema de comercializar que la posmodernidad arrasó, como todo lo que oliera a reunión social, a intercambio interpersonal, entre asado con cuero, vino tinto y tabaco desflecando el aire puro y azul de aquellos tiempos.
En sus corrales hoy pastan algunas ovejas, unos terneritos y un gran toro negro que puedo verlo desde aquí levanta el morro como venteando el aire húmedo de una llovizna oscura que lo cubre casi todo.
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