CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Me he convertido, sin buscarlo del todo pero también sin resistirme demasiado, en una especie de perplejo biógrafo de don Nicanor Pérez, en un improvisado cronista de sus tribulaciones. Me sigue sorprendiendo que persista en la memoria de una época de su vida que no debe (que no puede) ser fácil de recordar. En más de una oportunidad estuve a punto de preguntarle por qué o por qué ahora o incluso para qué, pero supongo que no soy quién para cuestionarlo, que él necesita que lo escuche y no que lo interrogue. Entonces me dejo arrastrar por la correntada de su historia: leo los mensajes de sus botellas al mar, me extravío en los incontables riachuelos en los que se bifurcan sus relatos, me detienen los remansos y me asustan algunas víboras que duermen la siesta en los camalotes más cercanos, contemplo con pereza el agua a veces más cristalina y otras barrosa y pestilente, y al final vuelvo a naufragar sin remedio en mi propia pesadumbre, en la fatiga que me acecha en el aire húmedo de la ciudad que amo.
No he vuelto a tener noticias suyas desde nuestro encuentro en el bar con mesas en la vereda donde fumamos y bebimos durante un par de horas. Un módico exceso, diría don Nicanor con su sonrisa breve, ideal para dos fantasmas como nosotros. Al despedirse, intempestivamente como es su costumbre, me entregó un sobre con una carta. Mientras la transcribo no puedo resistir el impulso una deformación profesional que espero sepa perdonar de agregarle un poema que uno de los personajes de la novela Respiración artificial, de Ricardo Piglia, sueña una noche de amigos y vino chileno y recita en un club de Concordia.
Soy
el equilibrista que
en el aire camina
descalzo
sobre un alambre
de púas
Por varias razones le escribo esta carta a usted, don Nicanor Pérez, con quien no comparto muchas de sus ideas pero me gusta que las siga exponiendo, que las defienda pese a que no las pasó nada bien. Debería decir que estuvo a unos metros de terminar sus días, pero lo defendió gente que usted ni se imagina. Creo que conoció a algunos, pero no sabe sus nombres. Lo único que sé uno de ellos es primo hermano mío es que les agradeció con emoción lo que le decían y que les pidió que no contaran nada. Que era peligroso, me dicen que les dijo, que las cosas parecían haber pasado pero nadie podía estar seguro de eso. Y, además, le confesó a mi primo que usted todavía sentía un profundo cansancio (como esos del tango) pero que gracias a Dios se le habían pasado los rencores que tanto le habían dolido. Pero temía que, si empezaba a recordar, volvieran algunas heridas de esas que llegan a enfermarlo, a no dejarlo dormir. Creo que es así, no tengo dudas, pero entonces ¿por qué ha vuelto a las memorias con una especie de pasión que sorprende? Se ha puesto detallista, tristón y patético, aunque tal vez exagero. Le explico de la manera en la que a usted le gusta comprender las cosas. Me gustaba y lo sigo leyendo al Lugones de los últimos tiempos. No me gustaba el Lisandro de la Torre que sí le gustaba a usted. Pero observe, amigo Nicanor, que los dos estaban destinados a morir de la misma manera. Lo de ellos era utópico. Lugones no debe haber soportado tener un hijo torturador y de la Torre se dio cuenta de que llevó al liberalismo hasta sus últimas posibilidades y después de él "la nada". Por otra parte ¿cómo le pueden gustar tanto las poesías de Borges o seguir leyendo a esas momias que son César Tiempo o Nicolás Olivari? De Tiempo y Olivari no sé qué decirle (o ya le he dicho lo suficiente con mi calificativo), pero con respecto a Borges creo que ese insoportable y pesado diario de Bioy Casares ha colocado a ambos en el lugar que les corresponde: dos modistillas chismosas. No se ofenda, por favor, yo lo respeto y mucho. Además, como usted, no creo en la violencia, no soy como sus viejos "amigos" que utilizaron una violencia tan sofisticada que se animaron a copiar algo que Sartre decía de Paul Nizan y hasta escenificaron una pintura de Margritte. No, yo no soy de esos. Discrepo con usted en otras cuestiones, por ejemplo no soporto esa música de jazz que pasa en su programa de radio y en esto reconocerá que tengo de mi parte nada menos que a Teodoro Adorno, que sí era alguien que sabía de música. ¿Hasta dónde va a insistir, don Nicanor? Usted bien sabe creo que ya lo dijo que el tipo que mejor y más exacta información le dio, el que le señaló a los traidores inmutables, ese tipo afectuoso de ojos celestes, se murió de un cáncer que no merecía, como no se lo merece nadie. ¿A quién recurrirá llegado el caso? Esperemos que no llegue ese momento. De cualquier manera, seré sincero y le diré que yo también fui testigo de algo que me sorprendió. En Provincias Unidas y Córdoba, dentro de un auto grande y oscuro, vi como le daban un bofetón y lo dejaban en la esquina. Eran tres tipos con cara de malandra. Yo sabía lo que le andaba pasando, pero eso me confirmó ciertas dudas. Usted se merecía censuras escritas o habladas, pero un bofetón dentro de un auto me pareció humillante y excesivo. Yo no hice nada y ahora me arrepiento. Es cierto que usted no me simpatizaba, pero la escena me molestó y mucho. Es probable que hoy en día mi arrepentimiento no le sirva de nada, aunque tal vez pueda sacarle alguna carga a su espíritu. Sé que las siguió pasando mal, que se quedó sin sus instrumentos de trabajo, y también sé que ahora anda mejor. Se ha reencontrado con viejos amigos y al juego del amor lo sigue jugando y no del todo mal. Lo que me alegra especialmente, porque muchos lo dieron por muerto y alguien más cruel le dijo que era un muerto civil. Cuídese, don Nicanor. Recuerde que de los que pensamos como usted y como yo no quedamos sino unos pocos especímenes, cada vez más viejos. Deje las cosas como están. Alguna vez, como lo defendí en una reunión, me trataron bastante mal y tiempo después me llegó una tarjeta con el siguiente texto:
Analecta apócrifa
Era un benteveo, aunque más chico que los del campo, pero más amarillo. Había un poco de viento y el benteveo había decidido posarse en un cable que se movía bastante. Los movimientos con que intentaba hacerlo profundizaban su color, un amarillo que comúnmente no se ve. Eran movimientos kafkianos en la cuerda floja. Finalmente ese torbellino de amarillos logro posarse y se quedó quieto y aparentemente feliz. Rápidamente abandonó la cuerda y voló, no sé hacia dónde. Eso es todo lo que puede hacerse: lograr permanecer inmóvil en la cuerda floja y partir antes de que se ponga más y más floja.
Analecta apócrifa (2)
Sobre la vereda de los pares, y pocas veces en la de los impares, vivía un hombre joven, que dormía allí; estaba bajo la lluvia o el sol y se ganaba algunas monedas limpiando los vidrios de los autos. Asombraba su habilidad para dormir encogido en los umbrales de puertas o ventanas. Dormía y vivía con un mismo sentido del equilibrio. Es de suponer que le daban comida del restaurante de la esquina y tal vez cigarrillos de un kiosco también esquinero. Todos los que pasaban parecían sentir lástima, pero no hacían nada. Por cierto, no se daban cuenta de que, de alguna manera, ellos vivían en ese mismo precario equilibrio.
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