CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Al lado del alambrado tomó la pala, él, por dios, que nunca empuñó nada que concerniera al trabajo manual, abrumando sus manos de escritorio con el cabo de madera y metal que acabó hiriéndolo en las palmas, tajos, pero estaba como para pensar en lastimaduras él, haciendo un pozo que ni los peones, ni los hijos debían advertir, pero no con un "se me mandan a mudar y no aparezcan hasta la noche" que sembraría suspicacias, sino escondiéndose, él el dueño, en lo hondo del sueño ajeno, para meter en la tierra lo que había que meter, para que la tierra se lo comiese con sus dientes húmedos de tiempo y corrosión; traga unos sorbos, de whisky, sí, y que alguien venga a reprocharle falta de nacionalismo, se mide el sudor que avanza sobre los sobacos, tal como un peón, con el asco que le provocan esas manchas olorosas marca de fábrica de los braceros, ahogar en tierra lo que no debe vivir, ni respirar, esa materia vegetativa que enterrará, sofocará cuanto más rápido mejor. Un cono de luz corta la noche, los faros de un auto, algún compadre de farras que lo busca, pero él tomó la precaución de cerrar la casona con llave y dejarla a oscuras para que el auto dé la vuelta sin entrometerse. "No hay nadie", se estará diciendo el conductor, "dónde se habrá acovachado Ricardo"; la sangre le corre por las manos, los terrones oponen una resistencia desconocida y él no quiere quemar ese ser vivo y reptante sino pisotearlo, mandarlo a subsuelos profundos para que no emane siquiera olor o recuerdo, pero el auto se empecina, pega la vuelta y detona bocinazos hasta que el encargado del campo enciende el foco de su porche, sale y se coloca fuera de la profundidad oscura donde él, Ricardo, se ha sumergido para hacer lo que se propone hacer, su asunto y de ningún otro, en ese campo donde es dueño; bajo la lámpara, el empleado habla con el visitante, "sí, el señor estaba, cenó aquí; ya se retiró a dormir", explica, somnoliento, pero a él no pueden darle caza porque cava en la negrura y que digan lo que quieran, ahora que sepulta su crimen secreto, la criatura, una especie de bastardo o de monstruo que nadie debe conocer, ni anoticiarse, y que se mueve (podría decirse) dentro de las bolsas de arpilleras mientras él, Ricardo, lo putea, se putea, y riega con la sangre que le raspa la pala, algunas gotas, sin pensar siquiera en un ritual o un símbolo, whisky, se echa whisky en las heridas, en la boca, y se echa whisky en los ojos, castigándose por la fosa, el sepelio, y echa whisky sobre las bolsas, pero desiste de incendiarlas y guarda el encendedor que acababa de sacar de su camisa que se halla ya en el pasto, empapada y hecha una pieza de alfarería con la tierra a la que él quizá, ha querido, o tal vez odiado, y a la que le exige ahora función de ajusticiamiento, que ajusticie por desintegración y ocultamiento los huesos de lo que le meterá, puñal y resuello. "Ricardo, Ricardo" grita el compadre de correrías y putaneadas, aporreando la puerta de su casa, "hijo de buena madre, abrime, estás ahí", una voz turbia, borracha, que, escupiendo, se desploma. El auto queda inmóvil con sus faros encendidos, los que taladran y sacan de la nada un triángulo de árboles y yuyos, un recorte de paisaje hostil; él no cesa de meter la pala y sacarla pesada, dificultosa. Amanece y el pozo abierto, deforme, que se derrumba por la chapucería con que lo ha cavado, puede contener ya lo que él, Ricardo, arroja con y sin escrúpulos, vísceras y palpitaciones. No pronuncia palabra. Quiere olvidar como si le pusiera hora a un despertador, para que éste sonara y sobreviniera un borrón de lo hecho. Listo. Desaparecido. No mira lo que será cadáver en momentos. Patea cascotes encima, empuja tierra con las manos, con un balde, con los pies desnudos. Sucumbe al cansancio. Empina la botella, enfila hacia el amigo que habrá de atontarlo con comentarios, chismes, algún chiste subido de tono.
Él, Ricardo Güiraldes acaba de ultimar la edición prácticamente completa de su libro "El cencerro de cristal". Mientras camina, no se da vuelta ni una sola vez hacia la tierra removida que tapa el foso, tampoco cuando se detiene en el auto para desconectarle las luces, ni al llegar donde dormita su compadre. De tanto en tanto, chupa largos sorbos de alcohol. Cuando el whisky se termina, mete la botella en el bolsillo de la campera. No le gusta ver basura sobre el pasto. Ni sobre los pisos. Ni en los escritorios o en los estantes de una biblioteca. La detesta. Detesta la basura.
* Ricardo Güiraldes destruyó, enterrándola en su estancia, la edición casi completa de su libro "El cencerro de cristal", impreso por Tragant.
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