CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano
No me siento en París, ni me da la sensación enorme de un examen, pero acá parado, con este calor, en el foyer de la pequeña sala de cine de Patio Bullrich, siento a pesar de que para mí no es una novedad un poco la ansiedad del estreno, tal vez contagiado por los verdaderos protagonistas: estoy en un lugar de público privilegiado en este pre estreno nacional y trato de no moverme más que por las partes oscuras de la sala, los rincones y los márgenes; un pequeño trabajo en la película me ha puesto aquí y estoy entonces parado, con un montón de niños alrededor que tratan de acercarse a Fito Páez que ha venido tal vez por invitación de los productores, del director, o quien sabe los distribuidores.
Carloncho Resta, premiado como mejor actor en el festival de cine de Mar del Plata, deambula entre la multitud acarreando con una habilidad sorprendente una bandeja cargada de tres cafés y varios vasos, servilletas y azucareras y atrás de él van un pelado y un cámara. A los otros actores cuando no son iluminados por los flashes y las luces de las cámaras, incluso a Norman Brisky que siempre parece tener la misma edad, indefinible, justa, precisa y adecuada para investigar, crear y descubrir, o a Natalia Oreiro que es menuda, sencilla, guapa y tiene una gracia que destaca en su breve y significativo trabajo en La Peli les veo, decía, un rictus de ansiedad que no condice con el porte aplomado y tranquilo que tuvieron en la presentación del Festival de Mar del Plata. Los críticos, sin embargo, son difíciles de reconocer para mí que soy un hombre sencillo desacostumbrado del trasiego de las grandes capitales y mientras los protagonistas dan entrevistas, Grandinetti, Calandra y Jazmin Stuart posan para los chasiretes de los diarios y revistas nacionales y el director Postiglione deambula con un paso breve cerca de la puerta, bajo por varias escaleras y compro chicles de menta; cuando vuelvo a subir, apurado por no llegar tarde, me choco con Emilia Mazer quien razonablemente no me reconoce y ahí quedo, porque la multitud de niños que deslumbrados tras Natalia, Mollo y Fito Páez, han subido desde el patio de juegos impide mi paso.
Después entro a la sala, entre los últimos: el único lugar que queda libre entre los reservados para el elenco es el asiento que sigue al de Mollo y un instante antes de que empiece la producción un mar de fotógrafos viene a retratar la sonrisa de la estrella Oreiro. De la película -que ya vi dos veces- no voy a hablar porque no sería oportuno, pero después nos iremos a comer invitados por la compañía distribuidora: "Bebamos Hamlet, -dice Aldo Oliva en algún poema- las cenizas que vuelan en el viento".
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