CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
La historia de la literatura, como las otras, es continuamente modificable. Seguramente los lectores de 1874, cuando El matadero apareció, treinta y seis años después de ser escrito, no lo leían como lo leemos hoy día. Puede resultar extraño que, siendo el mejor texto de Echeverría, éste decidiera no publicarlo, en su momento. La explicación es sencilla aunque pueda parecernos ingenua y bastante inusual: una obra de denuncia política no podía sostenerse en una ficción. El saber de la época que no abundaba (¿abusaba?) en la concepción del discurso, exigía, ingenuamente para nosotros, que la literatura política se basara en la realidad.
El matadero presenta un espacio real y a través de él y en él, una escena de violencia y sus consecuencias funestas, debida a una confrontación cruelmente sostenida y abundantemente representada por nuestra literatura. Sólo que en su entramado ocurre algo prácticamente increíble: un unitario que se interna en el territorio del enemigo, a expensa de lo que le ocurre. Los dramas de la verosimilitud son tan antiguos como Aristóteles; por supuesto, también la ambigüedad. Para recuperarla, basta recordar que un escrito también referencia un corpus, es decir un cuerpo y en cierto sentido, legislativo o mejor aún legislado, ya que la gramática legisla. Pues bien, este texto, texto construido, armado, cuerpo organizado, presenta relaciones bastante singulares. En particular y en el contexto, el uso del habla popular sorprende por su eficacia, por la intensidad de su crudeza, de aquello que solíamos llamar desnudes. Las relaciones establecen un circuito de diferentes cualidades, la de los habitantes del matadero en contigüidad con el mundo animal, tal vez deberíamos decir con el cuerpo animal y por otra parte con el entorno, digamos natural o sutilmente originario. Entorno o espacio informe, cenagoso, cuasi primigenio del cual, dicho sea de paso, se ocupará el expresionismo, años más tarde. En este espacio se regocijan las huestes primitivas del matadero, que el narrador "civilizado y racional" sabe diferenciar. Actualmente llamaríamos a ese espacio, "pulsional", espacio fragmentado, de pedazos, distante de una síntesis dialéctica; espacio que encuentra un correlato estrecho con la situación del país, un país también fragmentado, escindido, esbozo de una nación, mejor dicho una república, (¿una res pública?), todavía no devenida en cuerpo; sometida a un régimen y a los dictados de un amo renuente al desarrollo intelectual de una cultura. De allí, que estos hombres, representantes viscerales de un orden y un espacio degradados, lidian con el animal bravío, el toro, (la figura del toro representaba la virilidad) y de sus costumbres ganaderas extraen operatorias siniestras, escalofriantes: el degüello y la castración. Operatorias de traslados, importaciones de un mundo rural a las márgenes de la urbe; residuo primitivo activado en la periferia de la civilización, que no cesa de hacerse oír o insinuarse hasta en los nombres de los personajes: el de "Matasiete", nombre siniestro que remite a una amenaza o el de "Encarnación", Encarnación Azcurra, esposa de Rosas y patrona del matadero, que se intensifica al recordarnos, a nosotros, a los lectores, ("algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del restaurador"), su condición de fantasma. La estrategia es doble, por un lado al referirse a nosotros, nos inmiscuye en el relato con un gesto o una identificación cómplice, por el otro, la presencia del enemigo "Rosas" y la presencia "heroica" de una muerta. Sugestión de la muerte instalada en un valor trascendente que el modelo de la épica ha instalado en Occidente, así como otros parámetros religiosos o morales, que aquí como antes, el narrador sabe distinguir. Tal vez por esto, apela desde el vamos a la ironía; desliza sutilmente que la suya es historia pero que no sigue el modelo de los historiadores españoles, "por muchas razones" que quedan sin explicar.
Por ejemplo, no la empezará por narraciones mitológicas como la del "arca de Noé y la idea de genealogía", digamos por la evocación de castigos, del temor reverencial y supersticioso. Sin embargo y a pesar de la negación que sostiene el párrafo, el aguacero que evoca un poco más adelante, ironiza la incidencia del pasado en el presente, del pasado narrado desde el lugar de la creencia hasta el presente actualizando supersticiones antiguas: "felices tiempos de nuestros abuelos , que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo". Sólo que el hecho de referir al aguacero, al agua como elemento natural establece un correlato con la sangre que fluirá a borbotones. Ambos elementos, la sangre y el agua son elementos naturales pero de una diferencia específica. El agua lava, limpia, la sangre también en virtud del honor; pero ambas, el agua y la sangre son susceptibles de ser contaminadas, máxime si confluyen. Su contactación y su confluencia exasperando la cantidad, confluencia impensada, constituyen el soporte estratégico de la primera parte del relato. Catáfora de lo que advienen. Por otra parte, la estrategia del estilo destaca las estrategias del poder que acude a la superstición, a la creencia ingenua, a la ignorancia, anticipando el soporte conceptual de la barbarie. Destaca también las vinculaciones del poder religioso con el poder político "...La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del señor! Aquí el narrador cede voz a las autoridades eclesiásticas pero para mostrar su villanía; lo mismo hará con la población del matadero, "figuras humanas de tez y razas distintas" donde se destaca el carnicero cuya descripción con adjetivos ambiguos "prominente,... brazo y pecho desnudo" se torna un tanto sospechosa, en tanto insinúa algo del narrador, del que no podemos ocuparnos por la brevedad de esta nota.
Por lo demás, hay "una comparsa de muchachos, de negras y mulatas, achuradores cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y, entremezclados con ellas algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa". El lenguaje soez, descarnado de la población del lugar se hace escuchar en la disputa por los restos interiores del animal, que eran desechables y que hoy es nuestra costumbre consumir: "Ahí se mete el sebo en las tetas,... Aquel lo escondió en el alzapón" las vísceras que son disputadas por depredadores y que anticipan el primer giro importante del relato. "Un animal había quedado en los corrales, de corta y ancha cerviz, de mirar fiero sobre cuyos órganos genitales nos estaban conforme los pareceres, porque tenía apariencia de toro y de novillo" Nuevamente es sospechosa la descripción de la situación y de los protagonistas, los términos utilizados: "penetraron...ñudosos palos...brazo desnudo...a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante...las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca" . Insistimos: hay un cierto regodeo del narrador en las descripciones que no parece inocente; más allá de la intencionalidad política... Hay una discusión sobre la condición del toro (¿símbolo del unitario?) que fácilmente admite la transposición a la de una identidad e incluso a la potencia en tanto correlato de la virilidad. Máxime cuando al soltarse el animal, "acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas...", un gravamen siniestro acrecienta la tensión del relato, porque el lazo, al desprenderse del asta, cercena: "una cabeza de niño, cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre" De todos modos, el animal, un toro, "cosa muy rara, y aún vedada" en el matadero, es eficaz para el siguiente giro: ¡Allí viene un unitario! "Es un cajetilla". Monta en silla como los gringos. ¡La Mazorca con él.! ¡La tijera! Es preciso sobarlo. Y en otro párrafo, una vez reducido: ...Es preciso tusarlo. Tiene buen pescuezo para el violín. Tócale el violín. Mejor es la resbalosa". Un acto de explícita intertextualidad: "La refalosa" de Hilario Ascasubi, intensifica los hábitos horrendos de un pueblo ganadero, que denotan profundas y mortíferas implicancias sexuales. Sería inútil extenderse en las imprecaciones de este tipo: "abajo los calzones a ese mentecato cajetilla, y a nalga pelada denle verga..." que el narrador repite (y yo, fiel a su estilo, repito con él) para insinuar el horror que despierta la amenaza de la turba federal, en esta escisión de "civilización y barbarie" que entreteje un extenso relato de nuestra literatura y de nuestra historia.
El unitario es desnudado y se lo amenaza con sodomizarlo. A ciertos lectores de otras épocas, ignorantes de las costumbres de los ejércitos en cualquier lugar del planeta, estas amenazas les resultaban inusuales y bastante increíbles. Hoy sabemos que rigen la esfera de cualquier soldadesca. Las relaciones del cuerpo, de la sexualidad y de la muerte, han sido las constantes de nuestras letras como de nuestros actos. La muerte por sí misma transforma en destino cualquier vivencia. No en vano Aquiles da su tema a la Ilíada con el furor que lo acomete ante la muerte de su amado Patroclo. Pero bueno, se dirá, en "El matadero" no es lo mismo, la sodomía es una acechanza siniestra porque comporta el proceso de una humillación. Por supuesto, el narrador para no involucrarse (estaba por escribir insertarse) demasiado en su escena, pone en boca del joven, "atado en cruz sobre una mesa, rugiendo de rabia": "Primero degollarme que desnudarme, infame canalla". Frase que repite antes de que "un torrente de sangre... brotara...borbolloneando de la boca y las narices..."; "Reventó de rabia el salvaje unitario, dijo uno","Tenía un río de sangre en las venas articuló otro", evitando la descripción del acto sodomita. Con la sangre, el nudo trágico de lo heroico reaparece, porque el joven elige la muerte y con ella, la reafirmación de los valores consagrados por su filiación política.
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