CONTRATAPA
Letra y música: Eugenio Previgliano
Arreglos: Patricio Raffo
He deseado que fuera mi mujer. Lo he deseado aún creyendo y habiendo creído desde siempre que llegué tarde para eso. Desde el primer instante en el que la vi he deseado que fuera mi mujer.
He dormido a su lado y he pasado muchas horas viéndola dormir en la calma de alguna madrugada de verano. La he llevado y me he dejado llevar por unos caminos desiertos, sinuosos y polvorientos, a doscientos kilómetros por hora del sueño, tal vez soñando con sus días de gloria, esplendor y juventud. Alguna vez, no lo niego, la he visto llorar. Me ha inspirado algunos versos inciertos, un dolor ardiente, una inquietud perdurable y bastante deseo. He aprendido con ella a estar más despierto que antes y a resignificar todo el dolor de la vida que se sublima, se dispersa y colorea en el mismo instante que la conocí. También junto a ella he dudado del amor, de las buenas esperanzas y de la alegría bonachona de los amaneceres en soledad. Mirando sus delicados y precisos hombros aprendí a ver de otro modo a las mujeres que me han agradado o que me agradan, entendí de otra manera la vida, completé, tal vez, mi pobre educación sentimental: mirando sus delicados y precisos hombros pude reconocer lo injusto que fui aquella madrugada cerca de Les Halles con una coloradita que poco recuerdo y que tal vez se haya llamado Berthe al igual que la madre de Carlos Gardel. Sin embargo, debo reconocer que sólo he sido respecto de ella un amante ocasional mezclado en una larga, diversa, consentida y acaso estimulada serie.
No es que esperara algo más que los bodrios habituales que sobrevienen alrededor de una mujer interesante. No es que en mis días de madurez haya sido capaz de olvidarme de los conceptos aprendidos en la adolescencia a fuerza de picana, garrote, látigo, submarino seco, cárcel, acallamiento y represión. Tampoco es que supusiera que algo vendría a dar por tierra con los días opacos. Y si no la pensé todo el tiempo como una mujer ajena fue por el equívoco entusiasmo mío antes que porque ella fuera capaz de mentir.
Tal vez una sola sonrisa suya haya bastado para sanarme las cicatrices de a diez, haya alcanzado para borrarme las noches de luna reflejada sobre el río Coronda. Tal vez un solo gesto suyo haya calmado, saciado o vertido toda esa soledad que fui antes de atreverme a imaginarla.
Será que no esperaba, que no pensaba, que no intentaba o que no buscaba ser abrazado por la tibieza en los roces del amor, pero la vez que la vi, que la besé, la vez que la acaricié suavemente como tal vez ya no pueda volver a acariciar a nadie, esa vez y no otra, en ese exacto momento pude sentir un borde de intensidad, un destello, un micropunto en el enorme nodo de oscuridad y ahí supe también que si me tocaba morir en soledad ya podía yo hacerlo con la tranquila muerte del que conoce la felicidad, del que la palpa y en adelante sólo espera nostalgia, declinación y desdén.
Me dirán que ha sido un error, pero me pasa cada vez que me asomo al abismo, cuando subo al tanque de esos modestos rascacielos en los que me toca trabajar, cuando vuelo en helicóptero, cuando buceo en esos lagos abisales o en las pocas veces que voy a la montaña: es un grande, un enorme, un tremendo miedo, no a caerme, a resbalar, a deslizarme por error; el temor serio es a sucumbir a la tentación de zambullirme como he sabido zambullirme en ella tantas veces buceando su forma, su modo, su espacio interior, su adentro, su infinito y su ardor.
Eso tal vez haya sido: un momento de error, de equivocación, de ilusión fatua y superficial, de malentendido, de equívoco, de percepción errada, de falta de caracterización en los parámetros del problema, de desborde de las variables controladas del experimento, de confusión de los instrumentos utilizados, de impropiedad de las unidades empleadas, de una percepción contaminada de alegría y entusiasmo, de una equívoca postura corporal que hace al alma más blanda, más lábil y otra vez más y más blanda y, finalmente, presa fácil de una mujer irresistible.
¿Hubiera querido más? ¿Hubiera podido querer más? ¿Hubiera esperado entonces, antes, después, durante, algo más? ¿Tal vez un gramo más, un soplo más, un segundo más, una madrugada más, una caricia más? ¿O un viscoso devenir liviano, un lento vapor a China envuelto en la niebla que sube del agua quieta, tenue, llena de reflejos, espejada, aceitosa y espesa del otoño al borde del laguito de Vincennes?
¡Oh dioses que guían la vida y la muerte de los perdedores! Oh dioses, les pido ahora que me perdonen porque después no sé si el dolor de haberla perdido me permitirá solicitar su perdón. Oh dioses de la vida gris, del orden y del reverso entrópico de las cosas, les he entregado toda la estupidez de la que fui dueño, aún sabiendo desde el principio que esta era una batalla para ser perdida, un sacrificio sin milagros, una guerra a sangre y sufrimiento, un territorio a entregar sin haberlo poseído, un camino a desandar donde el único destino posible es el vacío, la soledad y el hartazgo.
Basta: al fin me encuentro con mi destino sudamericano, ya la lanza presiona el cuello y cada vez siento más mío este destino fatal de amores en ruinas, pero ahora tengo, además, este recuerdo que me resulta hostil y que me habrá de perseguir por el resto de mis días. Tal vez pueda olvidarla, tal vez no la añore, tal vez pueda dejar el deseo de lado y mirarla como quién mira una mujer escasamente conocida, alguien que se cruzó en el vivir y no mucho mas que eso, la Sra. dl' Dr.(1) o la fugacidad de una noche inolvidable.
Tengo para mí el horrible sino de recordar, el resto de mis días, que aunque no sea capaz de volver a conseguirlo, alcanzarlo, lograrlo, concretarlo y así poder saciar mi inmensa sed de ella una vez más, de todos modos lo sé, no lo ignoro y no puedo desentenderme: sé que un día, un segundo, un instante o en un minúsculo intervalo diferencial de tiempo fui tremendamente feliz.
(1) Dora Liliana Díaz Romero: toda otra lectura es producto de prejuicios, neurosis y convenciones vacías e inconducentes.
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