CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías *
Hoy nadie se acuerda de él en este pueblo. Hoy su nombre es una hilacha 2obsesiva que sólo mi memoria se atreve a retener.
Cuando entró al grado con su cuerpo cargado de espaldas, con su cabezota rapada, el delantal humilde y cortón sobre sus pantalones largos y un impreciso pulóver, las zapatillas con marcas de gramilla en las puntas, la mirada huidiza y los ademanes torpes, caímos en cuenta de varias cosas. La primera es que no las tenía todas consigo, que era ostensiblemente mayor que todos nosotros y si hubiera una duda: el uso de "los largos" eran para chicos que pasaban los doce, y allí nadie usaba sino esos oprobiosos pantaloncitos cortos, que el delantal deshilachado disimulaba, pero los nueve años que la mayoría tenía no se podía disimular con nada.
Entró acompañado de la maestra y nos fue presentado como "el nuevo compañerito" cosa que produjo la primera hilaridad del grado y su primera humillación.
Unida a su torpeza de movimientos, llevaba como un baldón ser el último del grado, pero cuando tocaba la campana se transformaba. Corría hacia el patio donde nos trenzábamos en picados encarnizados y él siempre sobresalía gracias a esa zurda endemoniada que nadie podía parar. Tenía una gambeta que cuidaba la pelota, la protegía de modo que nadie podía siquiera rozar al enfrentarlo y, ayudado por su físico más grande que el resto dejaba rivales en el camino como abejas caídas de un panal.
Nosotros éramos felices porque lo teníamos de compañero y hasta aceptábamos los desafíos con los grandotes de sexto grado, algo impensable antes de la inclusión de Chiquito.
En realidad, su exacto "estar en el mundo", la razón primordial y, diríamos, única de su existencia, estaba basada en esa aptitud. El había nacido para jugar al fútbol, no había otra cosa que lo entusiasmara más.
Pero había una situación que me resultaba favorable para seguir jugando con él por las tardes y era su condición de vecino mío. Una confusa situación familiar suya (orfandad o abandono, no sé) los había trasladado a la casa de su abuela, a él y a su hermana que se llamaba Rosita y era ceceosa.
Venían de Venado Tuerto, estuvieron sólo un año en el pueblo, viviendo en casa de doña Margarita, matrona autoritaria del barrio. Estos chicos eran sus nietos, de un matrimonio anterior, pues con su marido actual, don Agripino Bruno no había tenido hijos.
Don Agripino Bruno era "peronista y sanpedrino", como se definía con todo orgullo.
Pasado el año escolar desaparecieron del pueblo y supe de ellos muchos años después, cuando los vi en una situación tristísima.
Lo cierto es que asumo sobre mis espaldas el triste privilegio de rescatar su figura hecha de esquirlas quietas, ya que de su vida pasada después, nada sé, ni tengo alguien que pueda ayudarme a reconstruir esa no sé por qué se me ocurre vida llena de vicisitudes y miserias.
Pero yo no quiero que esa figura se borre, queda anónima su existencia como tantas otras que se tragó el olvido irremediable y cuando ya no quede nadie sobre la faz de la tierra que se acuerde de él, yo quiero recordarlo, aún en este hoy hecho de relámpagos y ruinas.
¿Porque fue mi compañero de grado? ¿Porque era el último de la clase pero el primero en el fútbol? No. Yo quiero sacarlo vivo por un minuto de mi memoria hecha de cañamazo oscuro, de calles desiertas con su garúa solitaria. Sólo porque el único recuerdo que tengo de él es su habilidad con la zurda, sus pelotazos en profundidad, su cabezazo impecable y esa zurda que se colgó en el ángulo cuando nosotros, del Barrio del Jazmín, ganamos el campeonato de la parroquia que había organizado el cura. Y se lo ganamos al Barrio de las Ranas, archirrivales, en un sábado que hoy me sabe a gloria.
Todavía me acuerdo de los retazos de aquel partido memorable. Al equipo de siempre le agregamos al Chiquito, como un refuerzo legítimo, ya que él vivía en el barrio.
Recuerdo aquellos arquitos de caños que el cura había hecho construir para siete jugadores, en el patio de la casa parroquial. Los compañeros de esa hazaña (¡cómo olvidarlo!): el Juanca López, Ñangá Gómez, Toto Míguez, Chuchi Correa, Tago Sánchez y Chiquito Bond.
El Chuchi y Chiquito eran zurdos y nunca habían jugado juntos, pero ese día se daban los pases como si lo hubieran hecho desde su nacimiento, tan bien se entendían, que no necesitaron mirarse una sola vez para hacer esas paredes, para dejar defensores en el camino como fruta muerta, abandonada sobre el pastito ralo de la cancha.
La última vez que vi a Chiquito Bond hubiera deseado estar a mil kilómetros de allí. Hacía unos meses que yo vivía en Rosario. Un domingo fui a visitar a mi abuela Laura que estaba en el Hospital Centenario, convaleciente de una de sus múltiples operaciones a que la sometieron en su vida. Mientras cruzaba la calle Suipacha los vi: iban Chiquito Bond llevado de la mano por su hermana, ingresando al psiquiátrico. No me vieron, traté de ocultarme como pude, tras un árbol, él llevaba la mirada perdida, el paso un poco más torpe que el que yo le había conocido en la primaria.
Demudado reinicié mis pasos cuando ellos hubieron ingresado, porque yo preferí y prefiero esa imagen de Chiquito Bond cuando colgó la pelota en el ángulo de la canchita de la parroquia, ese día de gloria, en una parábola perfecta, que tiene mucho de reivindicación y de poema, con un zurdazo impecable.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux