CONTRATAPA
› Por Miguel Roig (*)
"La generación que sigue a la mía ha visto hacer el amor en una pantalla antes de practicarlo en la cama", solía decirme Félix Reinoso.
Hace algunos años, mi amigo, el fotógrafo Alejandro Lamas, de regreso de un viaje a Argentina, me comentó que en Rosario había estado en una reunión con Félix, quien le dio un mensaje para mí. Como Alejandro es sincero y vacía sus bolsillos sin ambages, me contó el encuentro pero me advirtió que había olvidado el recado. Nunca consiguió recordarlo.
El tiempo pasó, yo estuve una larga temporada sin viajar a Rosario y en ese ínterin, Félix sufrió algunos trastornos graves de salud y fiel a su única religión, el carpe diem, desoyó a los médicos, continuó con sus hábitos y un buen día dijo buenas noches para siempre a los oyentes de su programa nocturno en la radio.
Poco después, ya en Rosario, Malena Cirasa, quien fuera compañera de Félix, me sugirió que hablara con alguien que tenía las llaves del departamento, para que me llevara algún libro o escogiera algún disco de vinilo que quisiera conservar. La propuesta de Malena tenía sentido porque yo aprendí a leer y a escuchar a los diecisiete años en la biblioteca y en la discoteca de Félix.
No fui al departamento de Félix, atiborrado de cuadros, fotos, libros, discos y, seguramente, polvo y encierro.
Julio Cortázar cuenta en una carta a su amigo Fredi Guthmann que, cuando emigró a París, sólo llevaba consigo un disco con una versión de Snack O'Lee Blues, ya que había vendido su colección completa de discos y libros. No recuerdo si lo comenta en esa carta pero en alguna parte aclara que pudo desprenderse de todo menos de ese, ya que el resto los llevaba incorporados.
No afirmaré que sonaban en mí los vinilos de Félix, escuchados tantas veces en la agencia en los ratos de ocio ni que llevaba ni llevo vivas las obras de Miller, Pirandello o Ibsen leídas a la hora de la siesta. ("Una obra de teatro dura dos horas; después de la comida, elegí una y te la lees antes de volver a trabajar", me recordaba siempre.) Sólo diré que no necesitaba rescatar para mi carga sentimental algunos objetos con los que se había vinculado otro que ya no era yo. Eso era todo y por lo demás, lo que sí llevo siempre conmigo, imborrables, son las imágenes de las cientos de películas que vimos juntos.
Félix era una sola cosa: actor. Todo lo demás fue siempre una tapadera: el periodismo o la publicidad. En los sesenta había formado parte del Café Teatro Estudio de Carlos Gandolfo, donde compartió escenario con Dora Baret, Federico Luppi y Carlos Moreno.
Su escuela en la línea de Gandolfo era la del método, la que se impartía en el Actor's Studio. Su Dios, Lee Strasberg. Los apóstoles, Robert De Niro, Dustin Hoffman, Al Pacino, Jack Nicholson, Roy Scheider, coetáneos suyos, y los veteranos Marlon Brando, Rod Steiger, Jason Robards.
Hace unos días encontré El último magnate de Elía Kazan en formato DVD. La vimos con Félix en el Arteón de la calle Sarmiento; desde entonces no la volví a ver nunca más y según avanzaba el visionado en el televisor de casa, reconocía escenas y la memoria me anticipaba algunos diálogos de los actores.
El último magnate cuenta la historia de Monroe Stahr, un joven e implacable ejecutivo de un estudio de Hollywood que interpreta Robert De Niro. Stahr hace del individualismo más radical un arma para controlar toda la compañía: la elección de los actores, los directores, los guionistas. Su mundo son las películas y las hace creando con ellas una realidad que se torna maleable y dócil en sus manos. "A los guionistas les doy dinero, todo el que pidan; si se lo niegas te exigirán poder", le suelta a Jack Nicholson que interpreta a un guionista que está al frente del sindicato. El plan se complica cuando aparece Ingrid Boulting, en el rol de Kathleen Moore, en una escena cuasi onírica y Stahr se enamora perdidamente de ella.
Ver a Kathleen desnudarse parsimoniosamente frente a Stahr, verlos a ambos amarse, me trajo a este punto del relato que es un cúmulo de recuerdos y cruces de la vida que se funden unos con otros como los tramos de las distintas secuencias de una película.
No estoy muy seguro cuál es la primera generación que vio un acto sexual en la pantalla. Probablemente la nacida en los cuarenta o a mediados de los cincuenta. El protagonista de una novela de José Pablo Feinmann, La astucia de la razón, un militante de treinta y tantos años, perseguido por la dictadura, confunde los recuerdos reales de un amor adolescente llamado Mónica con el primer desnudo femenino que dice haber visto en una pantalla: Un verano con Mónica de Ingmar Bergman.
Ante aquella escena, entre Kathleen y Stahr, Félix volvió a repetir, una vez más, su consabida frase.
Habíamos visto a De Niro en Taxi Driver, a Mitchum en La Noche del Cazador, a Jeanne Moreau en Campanadas de Medianoche de Welles, a Jack Nicholson en Chinatown, siempre en el Arteón con un termo de café caliente para paliar el frío glaciar de la sala. Pero esa vez estaban todos juntos y dirigidos nada menos que por el maestro: Elia Kazan.
He visto un par de veces en estos días El último Magnate, cuyo argumento está tomado de la novela homónima e inconclusa de Francis Scott Fitzgerald. Al final, en la película, Stahr se desmorona porque recupera la relación entre el deseo y la realidad y no lo resiste: Kathleen está fuera del guión de una película, se mueve fuera de la pantalla y se vuelve etérea e inasible para él que la ve desaparecer sin comprender cómo y por qué. Como en El Gran Gatsby, la gran obra de Scott Fitzgerald, donde Jay Gatsby es capaz de alcanzarlo todo y sin embargo está condenado a la distancia que le impone Daisy, que reside con su marido al otro lado de la costa recordándole, con la luz de una boya que se divisa de manera permanente, el sueño roto.
En la película de Kazan, con guión de Harold Pinter, Stahr se va, expulsado de los estudios, ya que la crisis que le provoca el rechazo de Kathleen destroza su idea del mundo. Scott Fitzgerald en uno de los finales posibles que propone para la novela, recogidos de sus borradores, acaba con Stahr como lo hace con Gatsby: la muerte como cierre. De manera trágica y sin aspavientos, propone desenlaces lógicos con el periplo vital de sus personajes.
Me pregunto, en la distancia y tras tantos años transcurridos, si la luz de la boya que tornaba lábil a Gatsby no es la misma luz que, desde un proyector de cine, articulaba el paraíso perdido de Félix, el teatro, y construia un sentido a partir del instante en el que la sala quedaba a oscuras y empezaba la proyección.
Me pregunto si el mensaje que olvidó Alejandro no era este: "A mí lo que de verdad me hubiera gustado es hacer el amor en una película".
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