CONTRATAPA
› Por Iván Fernández *
Los domingos, se sabe, están abocados a una gama de ritos, religiosos, familiares, y también solitarios, el diario y el fútbol de radio. Pero este domingo no hay fútbol y llovizna con cierto calor, y para quienes las misas y las familias no son un refugio, la opción es la asistencia, la constitución en bares, los diarios que insisten. La fauna mayoritaria es masculina en el bar al que yo asisto, la frase encantadora del mismo es "Comida casera", y se combina con una tropa de mozas jóvenes que atienden sonrientes. Tal vez parezca esto una especie de paraíso masculino: comida como la haría la madre y mujeres jóvenes serviciales, pero no, el clima predominante es de cierta opacidad. Algunos hombres miran hacia fuera, otros tienen los ojos indiferentes posados en cualquier estantería del bar, otros leen.
Casi todos solicitan milanesas, y luego, los postres.
En el bar que tenía mi abuelo, donde trabajaba mi madre, como moza, y conoció a mi padre, como cliente, donde mi madre y su hermana festejaron sus quince años y casamientos, concurría regularmente un hombre que pedía una lata de duraznos. Se oponía, firmemente, a las compoteras, de la lata de duraznos abierta comía, mientras jugaba al billar.
Hay sí, y además, una familia: el hombre lee el diario, la mujer cuida al niño. El niño juega con un paraguas telescópico, lo revolea, lo hace girar, lo usa como bastón y grita: "No quiero", y grita: "Quiero". El hombre lee, el niño grita, el hombre lee, el niño grita, la mujer calma.
Afuera, personas pasean perros, los perros dialogan, los dueños también, pero con menos ímpetu. Dentro, comemos los aromas caseros.
Ha ingresado una pareja un poco mayor, la moza que los atiende los conoce, les habla con cariño y coquetea con la autoridad de la patrona: ¿Qué les sirvo? ¿Lo deja tomar vino? "A esta altura...", resignación cómplice de la mujer. Los dos sonríen, hombre y mujer, y la moza también, son como una variante en los ánimos del bar.
Antes de abrir su bar, mi abuelo recorría los otros bares del pueblo, y en cada uno tomaba algo con diferentes grupos de amigos; después, y recién entonces, iba a atender su negocio. Quizá había algo en los otros bares que no se conseguía en el suyo.
Algunos hombres están sentados afuera, hay algún grupo de amigos y otros solos. Uno está tomado por la tecnología, tiene una serie de aparatitos colgados visiblemente al cinto, de uno de ellos brotan los auriculares que le trepan a los oídos. Los amigos comparten el diario y las miradas a las jóvenes adormiladas que un mediodía de domingo pasean su belleza de restos de pintura y desaliño.
Las mozas circulan, una sube y baja una escalera probablemente atendiendo gente en una planta alta que no se divisa; el niño juega con el paraguas e ingresan al hogar dos mujeres, unos cuarenta años, rubias, que agitan la calma que los hombres habían insistido en sostener hasta entonces. Casi todos voltean para verlas, y permanecen así por un rato, máxime que las mujeres dudan acerca de donde sentarse y se pasean un par de veces por el salón. Las miradas juegan con el reinado de la soledad masculina. Cuando finalmente se sientan, de a poco la agitación de las miradas va cediendo.
A la pareja un poco mayor y sonriente, se acerca un hombre que les dice: "Vamos a festejar los cincuenta años". Los tres comienzan a recordar cuándo se conocieron.
Las historias de familia, hablémoslas en casa, pero para otros.
Afuera siguen los perros precediendo a las personas, un hombre que pasa con una mochila de rasgos infantiles, otro con bolsa de pan y más jóvenes adormiladas. Dentro, hay quien busca su vianda, entra al bar, vuelve a casa, y se va.
Estamos comiendo las texturas hogareñas, están mis hermanos solos, o con un niño y una mujer; mis abuelos felices.
Luego del tiempo necesario para sortear la dificultad de llamar la atención de mis tías, pago y me aprestó a irme. Yo también compré el diario, y tal vez lo lea. En el bar quedan dos custodios, son dos jóvenes, sentados uno a cada lado de la puerta, cuidando la guarida. Me voy, abandonando el clima de cierto silencio.
En el bar de mi abuelo, de mi madre, de mi abuela, de mi tía, de mi padre, las conversaciones duraban largas horas que pasaban rápido. Y en esas conversaciones se conocieron mis padres, y mis tíos. Yo conocí ese bar cuando había pasado ya su apogeo.
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