CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Estaba acodado en la recepción de mi trabajo me cuenta Fernando, recién afeitado, vestido con un saco azul y una camisa al tono, casi lustroso, mientras intentaba seducir a la telefonista que poco antes me había anunciado, burlona, que el señor Nicanor Pérez exigía de inmediato mi presencia o se vería en la penosa obligación de enviarme sus letrados para cobrar de una buena vez la deuda que yo me negaba sistemáticamente a honrar. Imaginate sonríe, le había escrito la frase completa en un papel porque no deseaba ser mal interpretado. A diez pasos de distancia ya se olía la colonia con la que se había bañado sigue Fernando pero más cerca se mezclaba con el aroma de un cigarro que seguro le habían sugerido que apagara al entrar. A los gritos, por supuesto, me pidió que si no quería pagarle lo que le debía, al menos lo invitase con un café en el bar de la esquina. Decidí que enojarme no tenía ningún sentido, así que lo tomé del brazo e intenté sentarlo en uno de los sillones negros, al costado de la puerta. Antes de que pudiese impedirlo dice Fernando, Nicanor se cruzó en el camino de una señora rubia, con cara de pocos amigos y manos de muchas joyas, que en ese momento salía y pretendió explicarle que yo era un buen muchacho, algo gruñón, eso sí, pero un buen muchacho al fin. A la señora, por supuesto, eso le importaba un bledo y se lo hizo saber con un gesto de fastidio. Sin amedrentarse, tu amigo abrió su bocota para agregar algo más y yo vi por el rabillo del ojo que el guardia de seguridad, quien antes parecía divertido, ahora lo miraba con menos tolerancia. Lo empujé con firmeza y ambos caímos sobre el sillón. Entonces empezó a protestar agrega Fernando y me recriminó que además de no creerle yo lo maltrataba y refunfuñando me pasó este sobre y me pidió que te lo trajera porque según él vos, su viejo amigo Gary, sos el único que lo entiende. Cumplo con mi promesa de entregarlo en mano y sin abrir termina Fernando con una leve inclinación de cabeza. Quién sabe qué habrá adentro. Todo tuyo.
"Borges sostiene que nada hay tan silencioso como los gatos. Ni los espejos logran ese silencio. Yo no llegué a conocer los hongos silenciosos de un desierto mejicano que conocieron Artaud, Eisenstein y Katherine Ann Porter, pero pude establecer alguna relación (la posible) con algunos testigos de la existencia de esos hongos que habían terminado (ignoro cómo) en un manicomio de las afueras de Buenos Aires. Molestaban a los médicos, a los enfermeros y a los otros pacientes con sus repetidas historias, que contaban a cualquier hora y que solamente callaban cuando les ponían esas inyecciones cada vez más fuertes que creo fueron las que terminaron matándolos. Yo estuve en ese manicomio siniestro internado por algunos miembros de mi familia a quienes les fastidiaba tener alguien medio chiflado en la casa. Es inútil que trate de explicar lo que significa que determinado tipo de una familia esté algo o medio loco. Es cierto, reconozco que tenía ciertas particularidades no del todo comunes, pero yo no estaba loco. De cualquier manera, me internaron y no opuse demasiada resistencia. Y al poco tiempo de haber llegado a ese lugar de pasillos interminables los testigos de los hongos silenciosos empezaron a obsesionarme.
Todos ellos compartían una suerte de fijación o manía esencial por las imágenes que les habían ofrecido los hongos silenciosos, que vale aclarar no son exactamente los que pudo conocer Artaud, ni los que vio un tanto de refilón Eisenstein, ni aquellos de los que escuchó muchos relatos Katherine Ann Porter. Tampoco, me parece, los conocidos por Aldous Huxley o por Henri Michaux. Lo grave es que ellos, los testigos, nunca pudieron transmitir en un lenguaje comprensible las enseñanzas de esas imágenes. Apenas si lograron, gracias a unos papeles de envolver medio grises y algunos pasteles, que alguien había regalado a uno de los internados, dibujar algunas figuras maravillosas, estremecedoras, que la sabiduría de los médicos y enfermeros arrojó al fuego, dado que eran consideradas ilustraciones pornográficas, propias de la locura. Fue a partir de allí que las inyecciones fueron más frecuentes. Pero también existieron ciertos detalles, enseñanzas que sí pudieron comunicarnos con el lenguaje. Una de ellas era el distinto grado de silencio que transmiten los vegetales y, en otros casos, algunas clases de piedras. No se trata, por cierto, del silencio que suponemos conocer nosotros sino de un silencio que mientras persiste nos permite aprender.
Cada planta, es decir cada flor o cada hoja, cada tallo, tiene su propio silencio, y no necesariamente debe tener por hábitat un desierto. Están en todo el mundo, pero sólo algunos son capaces de aprender esas enseñanzas. Yo he leído sobre el silencio de las plantas que no escuchamos. Creo haberlo hecho en libros de Robert Graves y, posiblemente, en las obras de Frazer y Herskovits. Pero nadie en su sano juicio les hace caso a los locos. Cada planta, cada flor, tiene sus silencios y cada uno de ellos está cargado de enseñanzas. Uno de los internados, me parece que fue el que murió más viejo, guardaba en su memoria una serie de poemas que yo trataba de copiar con bastante dificultad o en ocasiones intentaba memorizarlos, aunque eso me resultaba aún más difícil.
Cuando mi familia se vio obligada a sacarme del manicomio (ignoro por qué extraño enjuague económico) me trajeron a la casa de mi abuelo paterno, cerca de donde ahora escribo y donde ya conté más de una vez que había nacido, Buenos Aires 1328, y me dejaron en el último patio, que recuerdo que era de tierra, que estaba alambrado y que había unas cuantas gallinas pininas y un perro San Bernardo que curiosamente no les hacía nada salvo en ocasiones matarlas, pero eso ocurría porque las aplastaba a causa del gran amor que les tenía. En ese patio, si la memoria no me falla, había un poste de teléfono muy grande y muy alto que mi abuelo le había permitido poner a la compañía telefónica, por lo cual durante mucho tiempo jamás tuvimos que pagar la cuenta del teléfono, cuyo número creo que era el 7666 y el del consultorio de mi viejo el 7498. La comida me la llevaba tía Carlota quien estaba, dicen, más loca que yo y que era pretendida por un tal Nicanor Pérez, a quien también conocí aunque no demasiado, pero sí me impresionó por las historias que contaba. El me ayudó a copiar en un cuaderno 'Rivadavia' esos textos que había aprendido en el manicomio. Ignoro si los modificó. Ahora, al recordarlos de nuevo, poco me importa si lo hizo o no.
'La salamandra aprende de algunas hojas verdes, de un verde muy claro, que los movimientos hacia la muerte son como los de una marioneta...'
'Nada hay, dice esa flor amarilla, que no sea el reflejo de otro reflejo que a su vez es el reflejo de otro que posiblemente sea el de una flor amarilla...'
'Ciertas enredaderas tratan, en pocas ocasiones, de escabullirse del silencio y perderse, dejarse aplastar por los sonidos. Pero no se sabe por qué.'
'Los malvones tienen un silencio para cada hora del día. Y si son viejos habitantes de un patio hacia el final de una casona, tienen un silencio para cada uno que vaya a verlos, depende de la edad que ese cada uno tenga'.
'El silencio de las casuarinas tiene algo de parecido al sonido. Pero si se presta debida atención, el silencio solamente es de ellas. Los sonidos son de los pájaros o del viento'.
Al viejo Nicanor Pérez, pretendiente de la tía Carlota hasta que ella murió en un manicomio parecido al mío, le gustaba particularmente ese texto que decía que el silencio de los fresnos era como la nostalgia, el de los tilos como la tristeza, el de los abedules como el llanto de la noche.
A mi edad recuerdo bastante. Días pasados me paré frente a esa casa de mi infancia, que como alguna vez también dije está en venta, y traté de recordar la última vez que pude hablar con él. Al rato, mientras volvía caminando, me surgió una imagen de don Nicanor. Estaba parado en la puerta del cine Bristol con mi viejo, uno de sus primos Granados y dos de mis tíos maternos. Se habían trenzado en una pelea que iba para más porque discutían sobre el nazismo. Acababan de ver una película sobre la persecución de los judíos por los nazis y al salir se encontraron con unos amigos germanófilos que decían que todo eso era mentira. No terminaron a los puñetazos de casualidad. Desde aquel entonces mi odio hacia los nazis ha crecido enormemente (como el odio que siento por Franco, uno de sus socios preferidos) y estoy convencido de que aun cuando se relatan crónicas terroríficas todavía falta contar parte de la verdad. De eso, precisamente, me habló Nicanor en nuestra última conversación. Aunque a mis años es probable que se mezclen fechas, cronologías, escenas, no creo que eso importe, menos en estos tiempos en los que toda la historia parece estar falsificada. Sí recuerdo con claridad que tía Carlota ya había muerto. Don Nicanor fue a comer llevando, borgianamente, un paquete de alfajores santafesinos. Hablamos de muchas cosas, menos de Carlota. Él les pidió a mis tíos que le regalaran un broche para el pelo con el cual ella se ataba una larga trenza blanca, muy pero muy blanca."
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