CONTRATAPA
› Por Mario Alberto Perone
Cuando menos tiempo queda para esperar, es cuando la espera es lo único que puede hacerse.
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Es su ausencia la que ensancha brutalmente el mundo.
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En este momento se me ocurre una idea para escribir un cuento breve sobre un tipo que olvidó su birome en la mesa del café, pero descubro que he olvidado mi birome en la mesa de otro café, de modo que el cuento nunca serß escrito, porque si no lo hago en el acto, lo olvido inmediatamente.
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Ella se estß yendo del bar. No advirtió que yo la miraba. No me miró. Yo sólo vi la exquisita línea de su perfil izquierdo, la punta de su nariz perfecta y las suaves colinas de sus pómulos. Intimamente, rogué que no fuera ella, tuve la esperanza de haberme confundido. Pero los dioses no me escucharon. Lo último que me llegó de su elegancia, al pasar silenciosamente cerca de mi mesa, fue su perfume, tan inconfundible como ella misma. Allí, en ese instante, mi derrumbe alcanzó su mßximo nivel. Después, nada mßs sucedió. Nada que valga la pena de ser escrito aquí.
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Recorro despaciosamente la Peatonal Córdoba camino del "Laurak" o del "Homo Sapiens", y elijo a último momento en cuál de los dos anclaré mi mañana. Casi no hay día en el que alguien me detenga bruscamente y me diga a boca de jarro: "¡Yo a vos te conozco! ¿No te acordás de mí?" Inmediatamente me retraigo mientras balbuceo: "No, disculpame." "¡Yo soy Rosales!" me dice "¿No recordás que hicimos juntos la colimba?" Yo le contesto que no hice la colimba, y él insiste: "¡Pero entonces en alguna escuela! ¿Cuál era tu nombre?" "Mi nombre era (y sigue siendo) Mario." El prosigue: "No, por ahí no te saco, pero tu apariencia es inconfundible, yo te conozco desde que éramos chicos." Yo insisto diciéndole que no tengo la menor idea sobre quién es él. "Seguramente, me estás confundiendo con otra persona." Digo esto mientras voy zafando delicadamente el brazo que me tiene agarrado. Se produce un momento especialmente crítico: él quiere seguir hablando pero yo doy un paso atrás, y me vuelvo por donde venía, musitándole un tímido adiós y pidiéndole perdón por no ser la persona que él esperaba que fuese. Estas situaciones me suceden bastante a menudo. Algo debe de haber en mi apariencia que, imprevisiblemente, desencadena estas escenas bochornosas, de las cuales tengo que huir rápidamente. De pronto, me doy cuenta de que yo soy el equivocado. Me vuelvo para tratar de localizar al tipo, y por suerte estaba sentado a una mesita de las que sacan los bares de la Peatonal, pero lo acompañaba una señorita. Eso me frena, no quisiera ampliar el absurdo protagonizado minutos antes y paso de largo, no sin advertir que él me mira mientras habla con la mujer, refiriéndose, seguramente, a mí. "¡Tenés razón!" le hubiera querido decir. "¡Yo soy esa otra persona que vos querías reconocer! ¡Es inevitable que lo sea! ¡Yo soy ese alguien que vos confundís con otro!" Pero eso ya ha dejado de importarle. Su mirada despectiva fue elocuente. Por mi parte, desde hace ya mucho tiempo he aceptado ser el responsable de estos equívocos. Yo siempre fui ese "alguien" que todos toman por otra persona, y hasta creo que debo serles de alguna oblicua utilidad. Y ese rol, a falta de otro un poco más relevante, me proporciona cierto patético placer. Sigo mi camino matinal en busca de los bares, experimentando la mezquina sensación de haber resuelto un conflicto insignificante.
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Mis manos conservan todavía la memoria de sus senos.
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Aún recuerdo aquel beso, superficial, indiferente, muchísimo peor que ningún beso, largamente esperado y magnificado por la espera. Cuánto mejor hubiera sido que nunca sucediera.
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Qué curioso. Uno se pasa años tratando de vivir de acuerdo a un programa coherente y bien organizado, y acaba zambulléndose en la improvisación permanente. Por suerte, uno no estß solo en estos fracasos invisibles. Creo que, al menos en este bar, somos amplia mayoría.
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El síndrome del hombre abandonado puede verse en cualquier bar, a cualquier hora. Sentado, solo, en una mesa para cuatro, la espalda encorvada, el saco lustroso, el diario sin abrir, el café enfriándose, el cigarrillo sin encender, la mirada vacía. Está claro, demasiado claro. Hay que estar atentos, porque ese síndrome puede incluirnos, sin que nos demos cuenta. Hasta podemos no estar solos, pero siempre habrá una o más mujeres que, más temprano que tarde, nos abandonarán. Y ése será su modo de esclavizarnos, de clavarnos en la mesa del bar, con el saco lustroso, el café enfriándose, la espalda encorvada, el diario sin abrir, el cigarrillo sin encender, y la mirada cada vez más vacía.
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