CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Tenés que aprender a dar la noticia más obvia como si fuera la más original. Hacela interesante, maravillosa, que quien te escuche se enamore de esa noticia obvia. ¿Hay algo más obvio que la muerte? ¿Hay algo más obvio que saber que lo único posible de todos los posibles es la muerte? No me la intelectualicés, me estarías diciendo. Te estoy diciendo que las noticias obvias pueden ser interesantes. ¿Y tu muerte?, me gustaría preguntarte. ¿A quién puede parecerle interesante? Y no me contestás. Ya sé que la muerte es lo único posible. Lo único cierto. Pero uno cree que el amor por los seres queridos inmuniza contra la parca. ¿No? No. Se ve que quisiste decirme eso el miércoles. No.
Me tocó contarle a tus oyentes que te habías muerto. Tu compañero Sergio, hecho de la misma madera que Sarmiento y Belgrano a la hora de la asistencia laboral, había faltado. ¿Por qué hoy? Aunque me acuses de filosofía barata, no creo en esa casualidad. Las chicas, tus chicas, tus maravillosas Sonia y Araceli, me llamaron de la producción y me dijeron que no habías ido. ¿Podés creer? Se hizo la rata el tipo, pensé entre maldiciones mientras me bañaba para salir corriendo a las 5 y media de la mañana. Como cada día tuyo. Correr a esa hora. Duele esa hora, me dijiste por años y años. Tu hijo, el más chico, que le contaba a sus compañeros de la primaria que su viejo trabajaba de noche, no exageraba. Es noche, maldito agosto, hace frío, parece como que va a llover y encima vos no fuiste a trabajar. Me aclaré la garganta y sentí que carraspeaba como vos. Sentí que imitaba tu sonido de excusa para que los oyentes supieran el esfuerzo de estar allí, a pesar de todo, por ellos. Te pienso y pienso en tu voz. Un susurro varonil que tu vida y el pucho transformaron en el clásico a la hora del despertador. A veces te escuchaba imaginando los radios relojes que avisan que ya son las 6 de la mañana. O el aparato puesto arriba de la mesada de la cocina en donde se calienta la leche para el desayuno. O la radio mía, colgada en una perchita del baño para seguirte escuchando mientras me baño. Así te escucho. Te escuchaba. Un milagro de encuentro irrepetible ¡Qué mierda!
Ahora me doy cuenta de cuánto te debemos todos. Quien sabe como vos recibir la nueva mañana de cada uno, así fuera de uno sólo, es el que tiene el don de ser el arquitecto de ese nuevo mundo que es cada día. Y mañana, de nuevo. Y pasado, otra vez. Abrir los ojos y escuchar es dialogar con vos, en mi mundo, cada día, a imagen y semejanza del que trabajó seis días y al séptimo descansó. Vos lo hiciste por cuarenta años. Y ahora, no me resigno, será que querrás descansar.
Ya sé que es obvio. Aprendí de vos que debía hacerlo interesante. Pero ¿cómo se cuenta tu muerte? Algunos me decían que resaltara que fue la muerte de los elegidos. Trabajando, despertando para un nuevo programa, de repente y sin sufrir. Otros que insistiera en que habías elegido la hora de tu programa. Otros que no habláramos más por todo el día y los de enfrente que siguiéramos como cada mañana porque los oyentes merecen que lo sigamos haciendo. Por vos. Miré el reloj y pensé que debería sonar la música que te hizo de todos nosotros. Pero no estaba. "Chupchurururu, diariamente los diarios". "En treinta minutos, abrirá sus puertas las tienda más importante del interior del país". Y no estaba. Supe que quería volver a ir a la escuela en el Chevrolet azul de mi viejo que tenía radio con dos perillas plateadas inmensas que servían para que yo te aclarase la voz. Pero tampoco estaba. Quizá Lucy, la gran Lucy, me ayude. O ahora, quizá, Mirta. Pero no. Y, ¿sabés qué? Justo antes de decirlo pensé en cómo lo dirías vos mismo. ¿Te imaginás, Nacho, contando tu propia muerte? Sería contado casi al oído, a tus señoras, a "mi querida", elegante, pausado, con silencios que caminarían por la cornisa del misterio y de la perturbación, con el afecto, al principio, para que no duela, con la crudeza en el nudo del relato para que no quepan dudas y con la esperanza al final para que uno crea que hay una ventana de aire puro que espera ser respirado. Afecto, crudeza, esperanza. Así nos enseñaste a contar. Aunque no lo supieras. Quisiera preguntarte de dónde saco la esperanza para contar tu muerte, Suriani. Porque no la veo. Y no te encuentro.
El peor de los defectos de los que ejercemos este oficio es adjetivar antes que sustantivar. Eso se lo dijiste a los chicos de la escuela de periodismo. Pude ver la cara de desconcierto. Y ahí vino tu silencio. Objetivo. Rotundo. ¡Qué impresionante! ¡Qué terrible! ¡Qué irresponsables! Esos son los adjetivos que usamos en radio, explicaste, frente a lo que nos conmueve. Y no está mal. Salvo que sea nuestro único recurso. Hay que dar datos de lo que pasa o vemos para que quien nos escucha sepa qué es impresionate, irresponsable o terrible. Darle la posibilidad al oyente para que conozca primero lo que sucede y luego, recién luego, lo que nosotros sentimos. Excepcionalmente debemos usar sólo los adjetivos, cuando sea extraordinario.
¿Puedo hoy? Porque lo siento terrible. Para contar tu muerte hubiera querido decir que se murió un gran tipo, fenomenal amigo, generoso hasta la exageración, amable, caballero como ya no hay más, soñador, el mejor anfitrión, charlista inigualable, elegante como sólo Gassman o Mastroianni, chinchudo como buen malcriado, peleador de no querer perder ni a las bolitas, el hombre más urbano que conocí por más que jugara a ser del campo porque nació en Roldán, melómano no dogmático, el padre de Piazzola pero el amigo de Jagger, la reencarnación deseada en Madonna y el que prefería las curvas de Julo Bocca a las de La Serra Lima, un sibarita sin petulancia, un padre de los que se envidian, hablando orgulloso de sus Abel e Ignacito hasta el punto de inventar salir a fumar para disfrutar, vergonzoso, sus lágrimas de padre baboso, vago para lo doméstico, sin cargo de conciencia, porque primero fue su madre y ahora la inmensa María Laura quienes lo consintieron, enemigo del enojo que dura más de lo necesario, metro patrón de la belleza de mujer con sólo verla caminar, seductor dueño de infinitos recursos para hacerte caer en sus brazos, discreto, hermético para los secretos que le contabas y abierto para escuchar todas tus miserias sin más gesto que el de la compresión, pausado hasta la exasperación para decir algunas cosas que mucho más tarde uno entiende merecían ese tiempo, formalmente coloquial, sincero y cuidadoso para esa sinceridad, amante de la inteligencia, perfecto traductor de la vida para que se entienda desde un café con medialunas, comunicador químicamente puro en su radio o en su mesa. Y podría seguir. Pero vos, seguro, preferirías que te dijera lo de cada mañana. Yo soy encantador.
¡Hubiera querido decirte, Nacho Suriani, tantas cosas cuando tuve que contar tu muerte en tu mismo micrófono! Pero no supe. Ni siquiera el llanto excusa. Y no puede menos que pedirte perdón. Debí haber sido fiel a lo que sentía y haber dicho, Nacho, solamente, que tu muerte, sin dudas, es una cagada. Y tampoco pude.
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