Lun 22.03.2010
rosario

CORREO

El pañuelo

Unas manos desanudaron las puntas del pañuelo, lo doblaron cuidadosamente guardándolo en la cartera. Sólo un blanco pañuelo; suave y sufrida tela; hermanado con el pañal de un hijo. Estandarte de una búsqueda; identidad de un dolor; compañero inseparable de la lucha. Guarda lágrimas, sueños rotos, rostros perdidos, esperanzas.

Multiplicado en miles, tenaces e incansables, hace más de treinta años que en cada jueves, iluminan la ronda con su sencilla blancura.

A veces el cansancio lo agobia, como a ellas, pero como ellas no cede.

Añora el olor agrio de la naftalina; la profundidad del cajón de la vieja cómoda; recuperar su ingenua naturaleza, dejando de ser un símbolo. Saber que ya todo está juzgado.

Pero mañana bien temprano estará en los tribunales, como en los últimos meses y quizás un fotógrafo registre su emblemática presencia. Intuye que ya es parte de la historia, aunque se niegue a ello.

Quizás, cuando leas este mail vas a creer que estoy loca o que los años, en palabras de mis sobrinas me han "pegado mal". No puedo explicar cómo pasó, pero sucedió. Pudo ser la conjunción del lugar con el rito.

Todo se inició hace ya varios meses, un día cualquiera cruzando la Plaza 25 de Mayo, en esa hora en que la luz del atardecer se funde en cada espacio, desdibujando las siluetas.

Casi como un juego, más bien como un desafío, me decidí a desandar la ronda de pasos de los jueves. Comencé a caminar, pero al revés.

Te confieso que me atreví sola, sin la contención del dolor compartido con ellas durante tantos años. De pronto el silencio se fue poblando de voces y sonidos familiares.

Con miedo, huí por una de las escalinatas laterales. Volví el jueves siguiente, para reiniciar aquello que había interrumpido. Paso a paso y nuevamente escuché las voces y con asombro vi que la plaza se iba llenando con todas y todos los que no están desde hace tantos años. Pude ver a Inés marchar a mi lado y sentí el abrazo de Juan, su aliento en mi mejilla.

Como alucinada me detuve, todo giraba muy rápido alrededor mío, el Correo, la Catedral, el Palacio de los leones... Dos personas que pasaban ayudaron a levantarme y me quedé sentada a un costado en uno de los bancos. Es difícil creer lo que te estoy contando. Pero no te preocupes por mí, estoy tranquila, porque sé que las coordenadas permanecerán allí y algún otro día me animaré a conjurar el reencuentro, en esa hora en que las siluetas se desdibujan con la luz del atardecer.

María Graciela Galván

ggalvá[email protected]

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