CORREO
Ay Carmelo!
Carmelo y Oreste eran amigos. Amigos del barrio. Gente de trabajo y de confianza. Aunque era un tiempo sin prisas, Carmelo siempre estaba apurado, apurado para cumplir y llevar sus mármoles donde hacía falta. Era un apuro solidario. El mismo que tenía Oreste para dejar su espacio de astrónomo de relojes y acudir al silbido de Carmelo que llamaba desde la puerta. Silbido de pájaros, uno distinto cada día. Carmelo amaba los pájaros y como ellos volaba Oreste para recorrer los veinte metros que lo separaban del ingreso. Se fundían en un abrazo, intercambiaban un racimo de frases con la promesa de que la cuerda estaría reparada al día siguiente. Era una época sin "letra chica" y con palabra grande. Carmelo y Oreste eran de amores profundos. Carmelo era de Central, Oreste de Newell's. Uno bajo y el otro más alto. Uno un poco más triste que el otro. Detalles que quedaron grabados en mi rayuela de barrio Echesortu. Todavía conservo la radio Hitachi de cuero que mi abuelo ponía en su oreja de domingo para escuchar a los muchachos del parque. Carmelo a veces iba con su hijo Adrián a la casa de Oreste. Una casa vieja con camelias en el patio en una calle que entregaba el viento a la calesita de la plaza Buratovich. No sé qué diría Oreste de este recuerdo que nubla mi vista, tampoco sé qué diría Carmelo de la columna de opinión de Adrián del lunes lluvioso. Pero sé que Carmelo era un hombre sin odios y que Oreste lo hubiera felicitado por el triunfo de su equipo.
Marcela Díaz
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