SOCIEDAD
El debate de lo que hoy se concibe como América Latina tiene nuevos paradigmas. Resulta de una enorme importancia, por cierto para la ahora pulverizada autoestima de un Occidente simbólicamente consternado. De territorio portador de deficiencias a mensajero de esperanzas frente a una Europa exhausta de sentido.
› Por Juan José Giani*
A mediados del siglo XVI la localidad de Valladolid alojó un debate cuya notable envergadura cultural es unánimemente destacada. Confrontaron allí un filósofo laico, Juan Ginés de Sepúlveda, y un sacerdote domínico, Bartolomé de las Casas. El magno evento histórico que da pie a la célebre controversia es la aparición de un continente inesperado que pasará a llamarse América; y la incógnita teológica consiguiente es que ese nuevo territorio aparece poblado por millones de infieles reacios a la magnánima verdad de Cristo, y con prácticas rituales (como el canibalismo o los sacrificios humanos) inaceptables para la reprobatoria mirada del Occidente europeo.
Surge así una pregunta radical, crucial para entender el devenir posterior de la cultura latinoamericana: ¿son estos "entes" que habitan el insólito continente efectivamente hombres? Algunos dudan y prefieren denominarlos "homúnculos" u "hombrecillos", dada su alteridad absoluta respecto del modelo de sujeto creyente y racional que preconizaba en aquel tiempo el imperio de la cruz.
Lo que enfrenta por tanto a Sepúlveda y Las Casas es dirimir hasta qué punto los indígenas gozan del raciocinio suficiente para adquirir la palabra de Dios, siendo que el primero los condena a una inferioridad insalvable que autoriza la guerra evangelizadora, y el segundo detecta resquicios de inteligencia que admiten por tanto una tarea dialógica y paulatina. Desde un punto de vista teórico prevaleció Bartolomé de las Casas, cuyas denuncias de los aberrantes atropellos del colonialismo disparó el dictado de las Leyes de Indias; desde el punto de vista práctico predominó Juan Ginés de Sepúlveda, pues muchas de esas leyes fueron letra muerta y el etnocidio cultural mantuvo impertérrito sus devastadores efectos.
Impresiona entonces como se resitúa lo que hoy llamamos América Latina en la historia. En el mismo momento en que adquiere una homogeneidad cultural que le imprime la marca hispánica, esta se logra bajo la cobertura simbólica de un operativo flagrante de dominación, donde lo que define a lo recientemente hallado es su carácter defectivo, imperfecto, con una racionalidad apocada y menesterosa.
Largo tiempo después, Juan Bautista Alberdi, escribe un texto sustancial del pensamiento latinoamericano. Me refiero, claro, a "Las Bases", cuya centralidad se manifiesta en dos aspectos. El primero, más obvio, es que brinda carnadura conceptual a lo que será nuestra Constitución Nacional; y el segundo, menos mencionado pero igualmente relevante, es que galvaniza tanto una axiología nacional como una filosofía de la historia de alcance americano.
El tucumano compartía con Sarmiento dos preocupaciones medulares. Por una parte, la nociva perdurabilidad del rosismo como obstáculo para encauzar a la Argentina en el irreversible y sabroso sendero de la república y el capitalismo; y por la otra, la incapacidad de alumbrar un Ley madre que contuviese tanto la vertebradora afirmación de un poder central disciplinante como la legítima aspiración de las provincias de un margen razonable de autogobierno. Derrocado el dictador, se trata ahora de remover las bases culturales que brindaron arraigado sustento a su musculosa hegemonía y alumbrar un régimen institucional naufragado tras los torpes intentos rivadavianos de 1819 y 1826.
Lo que interesa aquí es que para ambos intelectuales nuestro país, y por extensión toda la América ubicada al sur del Río Bravo, ven retrasada su inminente participación en las mieles del progreso por una idiosincrasia que al funesto componente indígena le ha incorporado el dogmatismo teológico, el feudalismo económico y la indolencia productiva de la conquista española.
Nuevamente entonces, si en la polémica de Valladolid la desconcertante rareza americana exige indagar la manera más adecuada de imponer el supuestamente salvífico mensaje de Occidente, durante la modernidad rioplatense la barbarie que se expresa de manera apabullante en la montoneras y la mazorca requiere una inyección impetuosa de la purificante sangre anglosajona, como vehículo hacia el éxito civilizatorio que se observa nítidamente en aquellos países que funcionan como límpido ejemplo de lo que nos espera como futuro.
La obra de Alberdi interesa, decíamos, porque grafica en tres aspectos la filosofía de la historia que caracteriza al siglo XIX latinoamericano. En primer lugar, que es la lógica del progreso la que organiza el devenir de los hechos, sendero perfectivo por el cual es sólo cuestión de tiempo el paso de una sociedad aferrada a una ética de la guerra, sin ley y sin capitales, a otra movida por el deseo de desarrollarse económicamente, con estabilidad institucional y pujante productividad. En segundo lugar, que es América Latina un continente aquejado de perniciosas anomalías culturales que había que erradicar emulando el seductor testimonio que arribaba desde el centro del mundo. Y en tercer lugar, que en ese proceso de indetenible mejoramiento la técnica, esto es el conocimiento científico debidamente aplicado funge de elemento fundamental a la hora de superar el retraso cultural y logístico de los pueblos desgraciadamente conquistados por España.
Ese imaginario liberalprogresista que acaparó la conciencia de las elites gobernantes se desplomó estrepitosamente luego de la Primera Guerra Mundial. Ese espeluznante acontecimiento no sólo causó estupor por el amoral enjambre de cadáveres que se apilaron a lo largo de su transcurso, sino porque dejó reducido a escombros los tres pilares mencionados anteriormente. Para empezar, semejante carnicería no había ocurrido en alguna recóndita comarca africana sino en lo que se suponía era hasta allí la luminosa sede del mundo civilizado; para seguir, parecía ya insostenible seguir suscribiendo la tesis de un progreso indefinido siendo que en su nombre la humanidad entregaba decadentes síntomas de vocación autodestructiva; y para terminar porque quedaba demostrado que la ciencia no era exclusivamente sinónimo de bienestar y superación social sino también de sofisticación instrumental para un crimen de masas.
Este giro resulta entonces de una enorme importancia, por cierto para la ahora pulverizada autoestima de un Occidente simbólicamente consternado, pero también para una América Latina que ya deja de concebirse como el patito feo de ese mismo Occidente, para paulatinamente predicar que en su turgente vitalismo anidaban reservas morales capaces de restaurar los desgarramientos de una civilización en estado de devastación. De continente portador de deficiencias a mensajero de esperanzas frente a una Europa exhausta de sentido.
Los nacionalismos populares y la revolución cubana serán las expresiones más potentes de un largo ciclo histórico que incluso luego se hermana con los procesos de descolonización de la segunda posguerra, el maoísmo o la ontología de la negritud de Franz Fanon; emanaciones todas de una otredad disconforme con el capitalismo expoliador y aferrada a variadas formas de utopía emancipatoria. Aquel movimiento, que deja sin dudas un legado de mitos militantes, justicia social y equiparación ética, supo también toparse con sus propios límites y exabruptos. Aprovechándose de ambos, llegaron primero las dictaduras genocidas dispuestas a aniquilar todas sus más conmovedoras huellas, luego gratas democracias sin embargo impotentes para resituar con éxito las épicas recién torturadas y finalmente la furia neoliberal, que bajo la invocación de la homogeneidad globalizante procuró resucitar un progresismo tan anticuado como injusto.
En los albores del siglo XXI no ha habido universales cataclismos militares pero si la insurrección de los pueblos latinoamericanos frente a las funestas recetas de un Consenso de Washington que nos colocó al borde del precipicio económico y social. De la mano de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, el matrimonio Kirchner, el PT y el Frente Amplio revive la idea de una Patria Grande que exhibe con sensatez algún orgullo frente a la desocupación y el racismo que hoy campea en las averiadas democracias europeas.
El asunto sin embargo no es tan sencillo. Recordemos sino los festejos recientes del Bicentenario, donde miles de entusiastas compatriotas refrendaron en las calles la vigencia del gran mito de la modernidad, el concepto de nación. Paradoja por cierto la de esas celebraciones, pues en los años de la independencia la conciencia aglutinante de las aguerridas movilizaciones adquiría solo formato municipal o americano.
Tanto el cosmopolitismo vacuo de algunos intelectuales como el universalismo despótico del capital financiero procuraron dinamitar tanto la voz autónoma del continente como la dignidad estatal de cada pueblo, que ahora renacen en una convivencia que sin embargo se torna ardua y dilemática. Quiero decir, vivimos en estos tiempos, simultáneamente, el rejuvenecimiento de la hermandad latinoamericana y la ratificación plena de una metafísica de masas encolumnada detrás de la bandera de cada país. Drástica tensión simbólica y geopolítica que expresa una de las mayores dificultades para una estrategia de integración continental.
Frente al enceguecimiento ideológico o la vagancia conceptual que endilgan los conflictos recientes con la República hermana del Uruguay a la impericia diplomática de nuestra Presidenta o la genuflexión proempresarial de José Mujica, se invita a una recorrida por nuestra historia cultural, fuente sabia de consulta frente a problemas que únicamente la demagogia o la improvisación pueden imaginar de plácida solución en el más imperativo corto plazo.
*Filósofo. Miembro de Carta Abierta Rosario.
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