Dom 17.08.2014
rosario

SOCIEDAD › UNA REFLEXIóN SOBRE LA IDENTIDAD LATINOAMERICANA, TRAUMáTICA, INSATISFECHA Y SUMIDA EN LA CONSTANTE PERPLEJIDAD.

Brasil, decime que se siente

El famoso cantito que hizo furor en el Mundial, le permite al filósofo autor de este artículo, una gran metáfora sobre la cultura latinoamericana. Así parece entonces que funciona esta cultura que somos. Por préstamos excéntricos, por transfiguraciones creativas, por productividad endógena, por capacidad enjundiosa para religarnos como comunidad.

› Por Juan José Giani

Es siempre aventurado fechar con precisión el instante natalicio de una cultura. Supone inmovilizar una marea incesante de influencias, congelar en el tiempo lo que aparece como analíticamente inaprehensible, dar por concluida la pesquisa de un origen que ya no consentiría la irreverencia de una nueva exégesis.

Hecha esta salvedad, no es desatinado ubicar el punto de inicio de la cultura latinoamericana en el arribo de Cristóbal Colón a este continente inesperado. Sabido es que el navegante buscaba en su travesía un acceso al Asia a través del Océano Atlántico, y que a la hora de morir no tenía acabada conciencia de haberse topado con una insólita geografía. Paradoja primigenia entonces, la de un conquistador que aferrado a un paradigma interpretativo del que no alcanza a desprenderse, se ve impedido de advertir la radical primicia que lo ubica como principal protagonista.

Mucho se ha discutido acerca de cómo catalogar ese impresionante suceso. El término "descubrimiento", tan habitual durante un largo período, exhuma un tufillo etnocéntrico, pues supondría que el recién llegado lleva de la nada al ser a un universo de culturas carente de toda densidad propia. Más tarde, piadosamente, empezó a circular la palabra "encuentro", procurando graficar que aquel contacto fundante no se asentaba en la asimetría y una jerarquía de las significaciones sino en un espíritu dialógico y cordial. Este desplazamiento, si bien implicaba un avance en tanto admitía en los pueblos autóctonos cierta dignidad simbólica que ameritaba ser respetada, invisibilizaba a su vez la forma ultrajante en que el hispano hizo pie en estos inexplorados territorios. Se establecieron por tanto los conceptos de "encubrimiento" o "choque de culturas", para describir más justicieramente el avasallamiento que el mundo precolombino había padecido a partir del 12 de octubre de 1492.

Esta conclusión condenatoria es bien comprensible, y basta para ello recordar que la primera pregunta que le surgió al viajero europeo al pisar América fue si estos entes hallados aquí eran efectivamente hombres. "Homúnculos" u "hombrecillos" fueron las calificaciones alternativas que se utilizaron para encuadrar la radical diferencia cultural que anidaba en los pueblos imprevistamente encontrados. La antropofagia o los ritos sacrificiales eran prácticas que el Occidente, sea en clave teocéntrica sea en clave tendencialmente racionalista, exhibía como ejemplos de un salvajismo intolerable que debía ser prontamente erradicado.

Lo cual por supuesto disparaba un enorme desafío para la misión evangélica que acompañaba la extracción de ingentes riquezas materiales para el imperio. Había que incorporar con prisa a las huestes de Cristo a millones de infieles que pululaban por allí en estado de absoluta perdición. Respecto de ese punto es conocida la polémica que en la ciudad de Valladolid se desarrolla a mediados del siglo XVI, colocando frente a frente a Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. El primero (en sintonía con la prosapia aristotélica) afirma la desigualdad natural entre los hombres, y considera que la resistencia a la expansión de la impecable verdad de Dios autoriza una terapia guerrera. El segundo, convencido de que los indios también gozaban de perceptibles resquicios de racionalidad, postulaba que una práctica religiosa adecuada y condescendiente podía sumar adeptos sin ejercer violencia genocida.

En cualquier caso, es fundamental señalar que cuando el conquistador irrumpe en América, el mapa étnico mostraba un conjunto de comunidades pletóricas de vitalidad cultural, pero dispersas, inconexas y con variedad idiomática y religiosa. Un conjunto de comunidades que carecían de una conciencia unitaria que las englobara, cohabitando un espacio común pero no un continente geoculturalmente homogéneo. Lo cual introduce un elemento analítico simultáneamente irrefutable y perturbador. En un mismo gesto histórico Occidente nos totaliza y nos domina, nos constituye como identidad vertebradora imputándonos un carácter defectivo. Nuestro ser viene de aquel que al instituirlo nos denigra.

La identidad latinoamericana es, de acuerdo con esto, una identidad traumática, insatisfecha, sumida en la constante perplejidad de quien se sabe formateado por una influencia exógena que siempre le destina una mirada desdeñosa. Permanecemos insalvablemente amarrados a una cultura que a la vez nos explica y nos bastardea. No nos equivocamos por tanto al relevar que buena parte del pensamiento social latinoamericano se ha abocado sin descanso a resolver los efectos de esta condición enigmática. Señalemos tres corrientes que se pronunciaron canónicamente al respecto.

1) la alternativa civilizatoria, representada por la Generación del 37 y el grueso del positivismo. Ellos llamarán barbarie a la agria pervivencia del mestizaje hispano﷓indígena en nuestra cultura, obstáculo infranqueable para acceder al modelo de capitalismo pujante y republicanismo liberal que toma irreversible cuerpo en Estados Unidos o Inglaterra. Caudillismo político, indolencia productiva e intolerancia religiosa son vigorosos resabios de un pasado que debe ser extirpado mediante un enérgico lavaje de conciencias. Educación técnica y cívica, y abundante inmigración anglosajona son las estrategias elegidas para concretar la mímesis salvadora.

2) la alternativa asuntiva, que tiene entre sus principales exponentes a Ricardo Rojas, José Vasconcelos o José Martí. Para esta línea, la vida cultural latinoamericana es producto de una sedimentación progresiva, de una suma de napas que se configuran no en base al conflicto sino a la integración de un conjunto incesante de aportes. Martí llama "falsa erudición" a lo que otros optan por denominar "civilización", buscando rescatar la nutritiva gravidez de lo natural como estructurador del bienestar comunitario. Lo hispano es la piel que no podemos quitarnos y lo americano un cuerpo de ponderables linajes. La educación ya no es entonces exorcismo de lo aborigen o lo negro, sino recuperación generosa de una tradición que asimila lo europeo con hospitalidad pero sin encandilamiento.

3) la alternativa liberadora, encarnada en autores como Enrique Dussel o Rodolfo Kusch, que ligan el descubrimiento de América con la brutal mundialización del sistema capitalista y denuncian a la filosofía europea como justificación ontológica del sojuzgamiento de las cosmovisiones autóctonas. La penetración occidental en nuestra savia identitaria no sería por tanto ni una purificación de herencias ancestrales desgraciadamente retardatarias ni un aporte dialógico que se incorpora cordialmente a una idiosincrasia esponjosa, sino un ahogo simbólico que inhibe la autodeterminación plena del continente americano. La lucha revolucionaria de la otredad oprimida o la puesta en estado de conciencia de nuestro rico acervo precolombino son los únicos caminos para expurgar la perniciosa incidencia del imperialismo entrometido.

Al calor vigente de estos inacabados debates, me pareció interesante lo que aconteció durante la disputa del último mundial de fútbol. Y no me refiero en este caso al sub﷓campeonato que obtuvimos o al desempeño de Lionel Messi, sino al himno argentino conocido por su inicio ("Brasil, decime que se siente"). En esa iniciativa popular que desplegó un formidable alcance masivo, hay un detalle llamativo. La melodía que sostiene las estrofas pertenecen al grupo de rock norteamericano Creedence Clearwater Revival (de su tema "Bad Moon Rising"), puesto en circulación en épocas de apogeo de la banda (1968﷓1972).

Es decir, una música de intérpretes extranjeros (no especialmente famosa, al menos para menores de 50 años), ideada hace ya más de cuatro décadas. Una suerte de sonoridad flotante, disponible pero en aparente desuso, emancipada ya completamente de su contexto originario de enunciación. Se suscita una insólita reapropiación, en un marco inesperado, por parte de argentinos anónimos que lo convierten sin imaginarlo en una sinfonía colectiva. Inercia operativa de un lejano (y en principio ajeno) eco artístico que el pueblo toma como propio para manifestar su entusiasmo. Multitudinaria simbiosis entre lo que alguna vez se escuchó y lo que el presente habilita como intervención imprevista.

Y allí no termina la cosa, pues algo similar (aunque de mucha menor repercusión) ya habían realizado juventudes militantes para corear sus épicas consignas, ocurriendo recientemente lo propio con los organismos de derechos humanos para festejar la recuperación del nieto de Estela de Carlotto.

Así parece entonces que funciona esta cultura que somos. Por presencias impuestas pero ya indelebles, por préstamos excéntricos, por transfiguraciones creativas, por productividad endógena enclavados como parte del mundo, por capacidad enjundiosa para religarnos como comunidad. Sin exorbitancias nacionalistas, ingenuidad cosmopolita o insípido eclecticismo. Inventando desde una tradición polifónica.

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