PSICOLOGíA
Mientras el genio de Freud empezaba a ser reconocido universalmente, en Berlín, se quemaban públicamente todas sus obras.
› Por Mario Castenetto *
Frederick V. Grunfeld en su "Profetas Malditos", comenta, a propósito de Sigmund Freud, que cuando éste recibió el galardón literario más preciado de Alemania -el premio Goethe de la ciudad de Frankfurt-, toda Viena optó por ignorarlo. Esta actitud despreciable, que había sido consecuente, aunque cueste creerlo, se mantuvo firme hasta el fin de sus días.
Entonces era Viena la única ciudad que nunca demostró el "más mínimo interés por Freud", a tal punto que la mayoría de los psiquiatras (particularmente americanos) que llegaban hasta allí para "estudiar con el descubridor del psicoanálisis" esta nueva técnica, "se sorprendían de que los vieneses", generalmente "les dijeran: '¿El profesor Freud?' Nunca habían oído ese nombre". Sabedor de ello, Freud solía responder animadamente a sus amigos que, "un profeta nunca era reconocido en su tierra".
Esta increíble animadversión, o si se prefiere, marcada indiferencia, no dejó de manifestarse ni aún en aquellos acontecimientos más usuales e íntimos, como ser: sus cumpleaños. Hay que considerar, de todos modos, que la predisposición de Freud hacia el festejo de estos acaecimientos especialmente en su última etapa no era precisamente de lo más grata, debido a su grave enfermedad. Por ejemplo, en 1931, y con motivo de su setenta y cinco aniversario, le manifestará a Eitingon lo siguiente: "...espero que me comprenda si en las próximas semanas no tengo el humor ni las condiciones para participar en las festividades".
Cinco años después, en 1936, en las proximidades de su ochenta aniversario, y ya con Hitler en el poder, los periódicos vieneses tenían la orden oficial estricta de silenciar dicho acontecimiento, que por otra parte, era de público conocimiento en todo el mundo. Dicho evento había unido a más de doscientos escritores, encabezados por Romain Rolland, H. G. Wells, Virginia Woolf y Thomas Mann, con la firme decisión de agasajar al hombre que, según el autor de Muerte en Venecia, representaba instintivamente la "idea del futuro".
Mas, ¡cuánta cruel ironía podía entonces mostrar la inmediata realidad humana! Mientras el genio y el tesón de Freud empezaban a ser reconocidos universalmente, en Berlín, poco después, se quemaban públicamente todas sus obras, en una supuesta acción aleccionadora, por ser ellas, según la autoridad nazi, la nueva causa que alentaba a la "destrucción del alma recalcando hasta la saciedad el papel del sexo..."
Freud, al enterarse del indignante hecho aparentemente impasible y tal vez un tanto resignado exclamó: "En la Edad Media me hubieran quemado a mí; hoy se conforman con quemar mis libros". Ernest Jones comentó luego que dicho progreso era, en todo caso, solamente una mera ilusión, ya que, "diez años más tarde hubieran quemado su cuerpo" también. Recordemos, por si pudiera quedar alguna duda al respecto, que cuatro de sus ancianas hermanas murieron posteriormente en el holocausto. De todos modos, el estado de ánimo de Freud era por entonces bastante sombrío; conocía sobradamente el inevitable fin que le esperaba: iba a morir muy pronto de cáncer y la "crueldad agresiva" de los nazis tan sólo aumentaba su ya muy amarga desazón.
En esas horas previas a la conmemoración de su 80 cumpleaños, Freud ve nítidamente la inutilidad y el sin sentido final de toda cosa viviente, y en sus agrias y sabias reflexiones le planteará a Jones, tras un inquietante interrogante, su real situación: "¿Cuál es el verdadero secreto de esto de celebrar las cifras redondas de la edad avanzada? Es seguramente el triunfo sobre lo transitorio de la vida que, como nunca olvidamos, está dispuesta a devorarnos a todos... Esto es una cosa que uno puede entender y con la que se puede estar de acuerdo, pero la celebración tiene sentido solamente cuando el sobreviviente puede, a despecho de todas las heridas y cicatrices, intervenir en ella como persona sana; pierde el sentido cuando se trata de un inválido tal que de ninguna manera se puede hablar de festejos comunes con él..."
El trabajo para Freud fue durante toda su existencia, más que un ineludible compromiso, su verdadera pasión, y quizás hasta se podría afirmar, su única pasión. Durante los 16 años en que padeció su enfermedad de cáncer nunca dejó de atender a sus pacientes, excepto, se sobreentiende, en aquellos momentos en los cuales tenía que ser sometido a alguna nueva operación. El 23 de abril de 1931, tras una de sus tantas intervenciones quirúrgicas, le dijo en una carta a Arnold Zweig: "Mañana me aventuraré a hacer un primer intento por arrastrarme a trabajar. Una sesión por la mañana y otra por la tarde...".
Según él, le resultaba difícil "vivir para la salud y preservarla como un tesoro nacional". Años después, luego de otra de las tantas operaciones dolorosas a las que fuera sometido, y en medio de la cual se le oyó gritar en forma angustiante: "...ya no puedo más", asombrosamente señalará en una carta, lo siguiente: "Prosigo mi trabajo analítico mediante el recurso de poner una bolsa de agua caliente en la mejilla, que renuevo cada media hora".
Por ese entonces, al margen de los grandes dolores, Freud soportaba la muy desagradable dificultad de no poder cerrar bien la boca; y además de no poder comer normalmente y de apenas poder beber, sufría horrores para hablar, por cierto, que demasiado mal. De todos estos sufrimientos mencionados, el que menos sobrellevaba era el de no poder hablar bien. El, que tanto lo necesitaba, ya que hablar no sólo le era imprescindible para atender a sus pacientes, sino también para dar sus conferencias, ahora se sentía poco menos que un inválido. Todos quienes en su momento habían asistido a sus alocuciones, coincidían en manifestar que sus "dotes de orador" eran notables. Según los comentarios podía expresarse de corrido sin apuntes, por más de dos horas. Su memoria y coherencia eran al parecer excepcionales.
*Escritor. Texto publicado en el libro "El pecado, el dolor y la muerte", Ediciones Crusol (Mayo 2002), ensayo premiado con la Faja de Honor 2003 por la Sociedad Argentina de Escritores.
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