OPINIóN
› Por Roberto Retamoso
Impresiona y conmueve ver -y escuchar- a la presidenta hablando a sus seguidores, mayoritariamente jóvenes, en los patios de la casa de gobierno. La escena que se produce resulta, por llamarla de alguna manera que no escapa a los lugares comunes, electrizante. Ella y ellos, la oradora y su auditorio, en esa especie de ágora, parecen potenciarse mutuamente. Hay un intercambio notorio de energía que los enardece recíprocamente, pero ese enardecimiento no traspasa los límites de lo razonable, de lo conveniente: ella sabe administrarlo. Quizás convenga denominarlo, entonces, enfervorizamiento, generando un neologismo escasamente agraciado, pero que tiene la utilidad de ser simétrico respecto de ese otro sustantivo derivado de un verbo como enardecer. La simetría morfológica sería, de tal modo, lo que justificaría su postulación. Habría, así, un estado compartido -el enfervorizamiento- que permitiría esa suerte de comunión laica, y -por qué no- pagana. Comunión ritual, hecha de gritos y saltos y coros y cuerpos que devienen en Uno, por paradójico o utópico que suene, por no decir imposible. Pero de esas imposibilidades está hecha, sin dudas, la pasión política, por no decir la creencia y la fe. Ella, como un imán, atrae esa energía multitudinaria, cuando no la despierta. Basta con que se asome al balcón -repárese en la figura: asomarse al balcón, con toda la prosapia que supone, pues hay un sólo linaje en la historia argentina que la posibilita y la autoriza- para que la multiplicidad de identidades personales congregadas se transformen en un mismo nombre, en una común identidad, que a todos engloba y contiene, incluso a ella misma. Así, cuando su palabra cataliza esa fusión que roza lo místico, aunque sea tan sólo en el instante efímero en que es aclamada, el magnetismo recíproco alcanza todo su esplendor. Lo mejor, para su sucesor, será no intentar emularla. No podría hacerlo, y probablemente no querría. Despertará, quizás, algunos aplausos, que serán en todo caso como los ecos tardíos y apagados de una fuerte tormenta, o como las hojas dispersas que quedan desparramadas, aquí y acullá, cuando ese temporal ha cesado.
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