OPINIóN › ENTRE LOS PRINCIPIOS QUE NO PUEDEN ABANDONARSE Y EL RIESGO DE AFERRARSE INMUTABLEMENTE A ELLOS.
La verdad doblegada, que por alguna intransferible experticia no se deja seducir por la prebenda ni engañar por los pérfidos mensajes, permanece impertérrita, aunque severamente consternada. Las doctrinas del liberalismo conservador pasan a dirigir los destinos de la nación mediante el consentimiento popular.
› Por Juan José Giani*
Señalemos una tensión constitutiva de la vida democrática. Cada actor político se proclama portador de un bagaje de verdades evidentes, pero al colocarlo en el terreno de la deliberación pública puede perfectamente quedar en minoría. La situación resultante es por cierto embarazosa, pues si por un lado los principios que se esgrimen gozan de una universalidad normativa que no puede simplemente abandonarse por carecer del consenso suficiente, por el otro aferrarse inmutablemente a ellos condena al sujeto empecinado a una ajenidad incómoda respecto de los tiempos que acuciantemente transita.
Esta encrucijada suele entregarnos una actitud prototípica. La del derrotado en estado de desconcierto. La que ubica al contingente de opiniones discrepantes con la propia en la ciénaga de la confusión imperdonable, en la falta de una certera advertencia sobre los riesgos que acarrea aquello que acaba de decidir, en la efímera pero grave obnubilación frente a la superior calidad de las palabras que prefirió temerariamente desechar.
Esa disposición perniciosa no es, se presume, producto de un incurable déficit de humanidad, sino que deviene como efecto de aprisionamientos externos que colonizan conciencias trémulas y desvalidas. Esa maquinaria que afecta libertades ahora mal encarriladas puede ser de índole material (el colchón, el chori, o el subsidio) o estrictamente simbólica (el percutir avieso de grandes medios de comunicación que montan mundos imaginarios que nos depositan en el espejismo). La desembocadura final de esta línea de razonamiento asoma nítida. La verdad doblegada (que por alguna intransferible experticia no se deja seducir por la prebenda ni engañar por los pérfidos mensajes) permanece impertérrita, aunque severamente consternada.
El pasado 22 de noviembre ha acontecido un hecho político de una enorme relevancia para la vida argentina. Se ha elegido un nuevo Presidente y eso ya de por sí invita a la reflexión, más aún si luego de doce años y medios de hegemonía kirchnerista se da paso a una administración de un signo ideológico bien distinto.
Lo rutilante del dato, está lejos de culminar allí. Incorporemos tres aditamentos bien salientes. 1) El mandatario entrante, por primera vez en la historia democrática argentina, no es radical ni peronista. 2) Ha emergido una nueva fuerza política que, aún cuando hubiese sido vencida en el ballottagge, tendría bajo su órbita los dos principales distritos electorales del país. 3) Las doctrinas del liberalismo conservador pasan a dirigir los destinos de la nación no gracias al golpismo militar o el fraude patriótico sino a través del mucho más cálido y preferible consentimiento popular.
Es difícil de exagerar la radicalidad de las mutaciones que acaban de operarse en nuestro sistema político, lo que recomienda rehuir la rutina conceptual, el simplismo analítico y el temple exculpatorio que hemos reseñado en los inicios de estas líneas. ¿Es el ascenso del Ingeniero Macri el mero e ingrato efecto de una ensoñación colectiva, de una tara cultural súbitamente renacida? Apuntemos a una argumentación menos rudimentaria.
En primer lugar, en una elección presidencial lo que inclina finalmente la balanza es la situación económica, y a diferencia del período 2003-2011, durante el segundo mandato de Cristina Fernández convivimos con un crecimiento exiguo, una inflación más alta de lo deseable y escasa generación de empleo. Es cierto que en este rendimiento ejerció un peso considerable el contexto internacional adverso (baja en el precio internacional de los commodities o recesión en Brasil), lo que no impide señalar impericias de gestión (2012 y 2013 con un equipo económico paralizado por tener cinco cabezas en colisión) o falta de transformaciones estructurales concretadas en tiempo y forma. Nuestra estructura productiva conserva rasgos de primarización, extranjerización y concentración, lo que sumado a la pérdida de autoabastecimiento energético nos llevó a la carencia de divisas necesarias para consolidar un proceso sostenido y perdurable de desarrollo con inclusión.
Es cierto que en estos últimos años el gobierno nacional logró sortear pronósticos agoreros y profecías apocalípticas respecto de descalabros que nunca ocurrieron, y que además protegió tenazmente el empleo y la inversión pública contracíclica, pero aún así no logró garantizar un horizonte de progreso y prosperidad siquiera equiparable con sus mandatos presidenciales anteriores.
Por lo demás, y esto ya ha sido puntualizado, el kirchnerismo batió un impresionante record en la historia política argentina; pues protagonizó durante doce años y medio un ciclo de supremacía en gran medida siempre idéntico a sí mismo. Eso imprimió innumerables marcas positivas, pero también contraindicaciones que ahora dejan ver su rostro menos atractivo. La larga lista de derechos plasmados durante estos años, ese capital simbólico que en cada turno electoral el oficialismo exhibió legítimamente como currículum, ya ha sido incorporado al patrimonio social de los argentinos y recibió su generosa recompensa en los años 2007 y 2011. A aquellos confundidos militantes que refunfuñan contra nuestro "desagradecido" pueblo, cabe recordarles el momento en que esos mismos a los que ahora se regaña acercaron su masivo apoyo.
En similar dirección, transcurrido tanto tiempo, los problemas irresueltos (que obviamente siempre los hay pues no se ha conocido ningún gobierno impecable) comienzan a suscitar impaciencia e incredulidad. Puesto de otra manera, es bien distinto ofrecer reparaciones cuando nuestro ingreso a la gestión estatal apenas despunta que cuando la deuda que por fin se reconoce fue antes ocultada o insatisfactoriamente abordada.
Queda claro además que en esta contienda no sólo pugnaron dos programas sino también dos sentimientos y dos recortes de la temporalidad social. De un lado, la acechanza en clave de una vuelta al pasado presentado como inquietante y ominoso, y del otro la esperanza pregonada por un candidato con promesas sin chances de ser debidamente constatadas. Prevaleció lo segundo, y ello no deja de ser bien atendible. En términos de construcción de expectativas (y de eso se trata básicamente un proceso de selección de candidatos) suele contar con ventajas quien sube el piso de lo socialmente deseable respecto de quien se concentra en conservar lo que la comunidad ya contabiliza como intocable.
En esta dirección, es indudable que Mauricio Macri tuvo el talento de reconvertir su oferta política, históricamente ligada a los pergaminos más impiadosos del neoliberalismo. Gestos y paulatinas definiciones que apuntaron con inteligencia a distender su otrora intragable rigidez de principios apuntando hacia un electorado no acicateado únicamente por el revanchismo gorila. Para ello colaboró con creces su alianza con la Unión Cívica Radical, y fundamentalmente su explícito reconocimiento de ciertos méritos tangibles del kirchnerismo. Eso dotó de mayor credibilidad a un discurso que siendo impreciso en lo programático, se esmeró por exhibir una agenda acumulativa y no regresiva.
Por si esto fuese poco, El PRO apiló quilates que no es lógico desmerecer. Tres mandatos consecutivos en la ciudad Capital con palpables simpatías ciudadanas tornaron interesante y nacionalmente reproducible esa hasta entonces acotada experiencia.
Asimismo, sería un desatino postular que el voto a Cambiemos es una sumatoria de medio pelo y Recoleta, con ciudadanos convencidos de que los derechos humanos son un curro y los dictámenes del FMI un camino promisorio a seguir. Hay allí seguramente deseos polifónicos, más complejos, algunos legítimos, que no fueron debidamente atendidos en esta ocasión por el Frente para la Victoria.
Los electorados no son homogéneos, sus niveles de compromiso son variables, y es insensato imaginar un universo de votantes meticulosamente informados e involucrados. Cuando competimos en una elección debemos trabajar sobre distintas intensidades de la conciencia, sin sucumbir a la tentación de suponer que las más indolentes deben ser subvaloradas. La democracia implica la proliferación de opiniones que no coinciden con las propias, y construir hegemonía requiere conceder parcial riqueza a buena parte de ellas.
Dado lo desafiante del cuadro, el desempeño del candidato del Frente para la Victoria fue encomiable, al punto de retener la voluntad de casi la mitad de los que concurrieron a las urnas. Su candidatura conllevaba, sabemos, una dificultad adicional que superó con dignidad. El kirchnerismo más exigente lo calificaba con desconfianza por sus aparentes oscilaciones, y muchos independientes lo miraban con recelo por su vínculo excesivo con la Presidenta.
Fue conmovedor por cierto observar el entusiasmo militante de miles de ciudadanos que se desplegaron para solicitar el acompañamiento para Daniel Scioli, contrastando con una modorra de buena parte de la dirigencia del Partido Justicialista que ya se había verificado en la Primera Vuelta. Ese movilizado 48.6% debe ser adecuadamente ponderado por el Presidente electo, disuadiéndolo de tomar medidas que afecten gravemente el tejido social y compliquen en lo inmediato una gobernabilidad que todos debemos responsablemente preservar.
A los derrotados nos cabe ahora centralmente escuchar, abrirnos a la comprensión de un fenómeno que no admite tozudez ni petulancia. La cuenta cae de cajón. ¿Qué paso entre el 54% del 2011 y la caída en este presente? Ni apenas ofensiva mediática (que ya padecimos en aquellas victoriosas jornadas) ni defección de las mayorías (que supieron fervientemente plebiscitarnos). Extravíos propios y virtudes subestimadas del rival. Así de rotundo, así de insoslayable.
*Filósofo.
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