Dom 13.01.2008
rosario

LECTURAS

La forma del tiempo

› Por Juan Martini *

Conozco ese jardín, dice ella, como la palma de mi mano. Recorre con un dedo las costuras del jean negro, sentada en el banco de madera, las piernas cruzadas: mi madre no sabe que nos encontrábamos hoy.

El mira un arbolito rojo, grácil y liviano, un arce japonés que en el otoño enrojece.

Lo siento, dice ella, todo esto no tiene mucho sentido.

El no dice nada. Mira sin curiosidad, tal vez con indiferencia, la columna que está frente a ellos, una columna de siete, ocho metros de altura con un globo terráqueo de bronce en lo alto, y media docena de gatos que se adormecen al sol en la base singular.

La primera vez que vine era muy chica. Supongo que tenía cuatro años, dice ella. No menos. Cinco tampoco. Me acuerdo bien de algunas cosas que pasaron cuando ya tenía cinco años. Sí, es casi seguro. Me parece que la primera vez que vine tenía cuatro años. Me miraba los zapatos, esos

zapatitos que se abrochaban con una tirita en un botón. Me miraba los zapatos cubiertos de este polvo colorado... Y corría, daba vueltas y vueltas con los brazos abiertos. Mi padre se había sentado en un banco que estaba allí, frente a la columna.

Eso es casi todo lo que recuerdo. No es mucho. No es nada. Por eso no puedo saber más que los que sé.

El asiente, ¿disimula un gesto de contrariedad?, lo cierto es que mueve las manos, desvía la mirada de la columna que es, dirá después ella, un Indicador Meteorológico, un aparato raro, dirá, y él ve ahora en el alto cielo del otoño cruzado por vetas o fibras blancas el vuelo de un pájaro, una larga curva en ascenso cuando sale de las ramas de un olmo y se aleja en dirección al norte.

Pero yo creo que no es verdad. Parece una locura. No sé cómo decirlo de otro modo. ¿Caminamos?, dice ella.

Se ponen de pie.

Isabel Langer sonríe con la fugacidad de quien intenta la cortesía como un camino ingrato, como una forma de distraer la timidez, el malestar o el silencio, un silencio que se mantiene intacto a pesar de una cierta locuacidad, del ruido de una voz, o de una voz que se empeña en disolver las apariencias.

Y camina. Ella camina.

El sigue sus pasos lentos. Ella cruza los brazos, su cuerpo oscila apenas en un vaivén que va de un lado al otro, como si secretamente jugara, se balancease sobre la línea de su camino mientras las suelas de goma de los zapatos abotinados hacen crujir el pedregullo.

Isabel Langer lo ha llamado tres veces por teléfono en las últimas tres semanas para pedirle que se encontrara con ella.

No nos conocemos, le ha dicho ella, pero necesito hablar con usted.

La primera vez él le dijo que no.

La segunda vez le pidió unos días para pensarlo.

La tercera vez le dijo que sí.

La cuestión, ahora, es que hace unos días que mi madre no habla, dice ella.

¿No habla?

Ahora no quiere hablar. Bueno... No sé cómo decirlo... Tengo miedo.

¿Por qué?

Ella vuelve a sonreír. A la derecha del camino hay otros dos arbolitos con el color de la sangre, oscuro, espeso, vivo, en las hojas de siete puntas de los arces que cubren la tierra.

Me da vergüenza, dice.

Entiendo, dice él, debe ser muy difícil...

No sé, dice ella, no sé qué hacer. Es una situación incómoda. Pero de vez en cuando se porta así. No es que no abra la boca. Es peor que eso. De pronto no quiere saber más nada.

Isabel Langer desliza las manos en los bolsillos profundos del gabán de paño azul y mira las vetas blancas en el cielo.

Todo esto me da vergüenza, dice.

Se detiene, se pasa automáticamente una mano por el pelo largo y enredado por el viento, enciende un cigarrillo. Tiene los ojos brillantes, los gestos aislados, la sonrisa desleída.

Sopla el humo.

Y vuelve a caminar.

El camino pasa entre el invernadero de cristal y un jardín francés. En un banco, tres mujeres alemanas se ríen. Toman fotos del invernadero, consultan una guía turística y se ríen.

¿Ella siempre le habló de esto?, pregunta él.

Es un hombre alto, delgado, que usa ropa informal, y que parece disponer de todo el tiempo del mundo. A veces las vacilaciones de Isabel Langer lo perturban o lo irritan. Pero disimula estos tropiezos de su ánimo. El pelo rubio, oscuro, empieza a blanquear en los costados de la cabeza y una hebra blanca cae por un lado de la frente.

No, responde ella, nunca me había dicho nada. Es algo nuevo. La primera vez fue en el verano pasado. Estábamos en la playa, en un pueblo de la Costa... Era un día nublado y fresco. Se levantó un poco de viento y yo fui al hotel para buscar un par de sweaters. Cuando volví ella estaba llorando. Fue la primera vez que escuché su nombre.

Entiendo.

¿Entiende?, se pregunta ella.

De verdad, ¿entiende?, dice.

El, por primera vez, la mira a los ojos.

Sí, creo que sí. No sé de qué habla su madre. No tiene nada que ver conmigo. Pero me parece que entiendo. Por lo menos, me parece que entiendo de qué se trata.

Entonces ella se da cuenta de que un impulso ciego le corre en la sangre, le estrangula la respiración. Es una congoja, una tristeza y una intolerancia que buscan arrancarla de allí, hacerla huir, dar por terminado este encuentro del que no espera nada. O del que sería insensato esperar algo.

Y en este momento quiere irse.

No se atreve a decirlo.

Piensa que le tiemblan las manos.

Una película de liquen, verde y opaca, cubre la superficie del agua de una fuente en el jardín francés. Un cisne de bronce con el pico dorado y reluciente, en el centro de la fuente, escupe un chorrito de agua.

Ella no puede hacer lo que está haciendo; no puede decirle que se va; él está allí porque ella se lo ha rogado.

Una hiedra tapiza el suelo y trepa por los troncos de las araucarias y de las tipas blancas. En medio de un cantero, junto al extremo norte de la fuente, una mujercita de mármol blanco se cubre un pecho con una mano y el pubis con la otra, pero mira hacia su izquierda y sonríe, o parece que sonríe. En el otro extremo, en otro cantero, una pequeña figura de

Mercurio parece moverse con las alas en el casco y en los talones.

El sigue caminando y ella lo sigue.

Pasan frente a la antigua casa de ladrillos donde vivió Carlos Thays, cerca de la entrada principal del Jardín. Y ella dice: La verdad es que no puedo saberlo, pero creo que la primera vez que vine, a los cuatro años, vine con mi padre. Es el único recuerdo que me quedó. El se había sentado frente al Indicador Meteorológico ﷓hace una seña hacia la columna que han dejado atrás﷓ y yo corría. Más adelante supe que un

ingeniero húngaro, José Marcovich, fue el autor de esa obra rara que para mí es una de las marcas de toda esta historia.

Isabel Langer vuelve a detenerse.

Otra marca es esta, dice.

El contempla la escultura.

Ella habla de marcas, piensa.

Una marca es una señal, una huella, y una cicatriz.

La realidad parece disolverse como los haces de la luz del sol entre los árboles, entre las ramas y las hojas de las magnolias y las palmeras, de los sauces, los cedros y los eucaliptos, de los robles, los olmos, las acacias y los cipreses.

Un hombre de mármol, sentado y con las manos entre las piernas, no mira ni espera nada. Una nena, a su lado, duerme con las manos cruzadas sobre un brazo del hombre, la cabeza apoyada en su pecho, el pie izquierdo sobre el derecho. La escultura se llama "Los primeros fríos".

Después mi madre decidió pasar una temporada en la Costa, dice ella. Fuimos a Ostende y vivimos un tiempo largo en el Viejo Hotel. Yo ya tenía cinco años y me gustaba el mar, me gustaban la arena y las olas. Era feliz jugando en el agua. Extrañaba a mi papá. Y a los otros chicos les decía que mi papá se había ido a Salzburgo a trabajar.

El le pregunta si no volvió a ver a su padre desde que tenía cuatro años. Isabel Langer le dice que no, que no volvió a verlo. Y vuelve a pensar que quiere irse, que no quiere o no puede seguir adelante. Pero sabe que no debe hacer una cosa así, no después de que le ha implorado a este hombre para que se reuniera con ella.

Busca el paquete de cigarrillos y un encendedor descartable en el gabán. No lleva cartera ni bolso. Prende otro cigarrillo y hunde las manos en los bolsillos. El viento le mueve el pelo. Su sonrisa, piensa él, es como un consuelo para ella misma, como si algo ﷓una idea, un remotísimo recuerdo, o una mentira piadosa﷓ la aliviase por un instante. ¿Su madre viene a verme?

Sí, ella quería verlo. Ella me pidió que lo llamara, que me encontrara con usted, que le contara todo. Pero desde hace dos días no habla. No quiere hablar.

Entiendo.

Ella desvía su camino para no pasar frente a una escultura de gran tamaño, una copia en bronce de la Saturnalia del italiano Ernesto Biondi, diez figuras que representan una orgía de alcohol y sexo en homenaje a Saturno, rara fiesta pagana instaurada en el siglo I por Tito Flavio Domiciano. Las saturnales duraban una semana, y eran una mezcla de Navidad y carnaval en la que se suspendía la esclavitud, los

amos servían a los esclavos, y todas las licencias estaban

permitidas.

Sin embargo pienso que podríamos dejar todo como está, ¿no?, dice de pronto Isabel Langer.

El hombre no sabe qué decir.

En cambio le pide un cigarrillo.

No fuma, pero le pide un cigarrillo.

El único problema es que mañana o pasado ella me va a pedir otra vez que lo llame, que trate de verlo, y me va a volver a mostrar la carta y la foto.

Alza la mirada lentamente, los ojos claros y el arco de las cejas rubias, los labios unidos, la barbilla firme: ahora es un gesto resuelto, suave, voluntario, una tenue apelación que no es imperativa sino, en ella, el hilo del que queda suspendida la esperanza contradictoria de que él no le diga que no, que no se rehúse, que no murmure, por ejemplo, que lo siente en el alma pero que sí, que podría dejar las cosas como están.

No se preocupe, yo sé que no puede ser cierto, dice ella.

Y espera, a pesar de todo, que el hombre le diga que sí, que es cierto, o que no está seguro pero que tampoco podría negarlo tajantemente.

Ella evita pasar frente a la Saturnalia y él se da cuenta. No dice nada, pero se da cuenta. Frente a las diez figuras de la réplica en bronce con sus túnicas y sus correajes y sus armas hay siete bambúes sagrados.

Es increíble, dice él.

No se atreve a decir que no sabe qué hacer. Le pide en cambio que ella le siga hablando del jardín cuando era chica, cuando era una nena de cuatro años y las esculturas le daban miedo.

Isabel Langer se interna en un camino gobernado por la sombra, un camino curvo que cruza el territorio que otra vasta hiedra ha ganado sobre la hierba, sobre la tierra húmeda y sobre algunos canteros abandonados.

Yo corría, dice ella, desde el Indicador Meteorológico hasta "Los primeros fríos". Al principio iba y venía, todo el tiempo, como en una línea recta, y así no me perdía.

Dejan atrás laureles y hortensias, helechos y cactus, y un jazmín del Paraguay con sus flores violentas y blancas.

Un día vi por primera vez la Saturnalia, dice ella. Y casi me muero del susto. Salí corriendo, con el corazón en la boca, y me perdí. Fue por acá, dice, y levanta un brazo, hace un giro en el aire: de repente me di cuenta de que estaba en un bosque oscuro, de árboles muy altos, y estaba sola. No quería llorar. Me acuerdo de que me mordía los labios para no llorar, y me lastimé, me salía sangre, y me asusté más.

Isabel Langer se llena los pulmones de aire frío; los graznidos de una bandada de loros cruzan el cielo del final de la mañana; después el silencio es intenso y hondo, la forma natural del tiempo, y el hombre debe admitir que se ha emocionado.

Hoy, dice ella, puedo pasar frente a la Saturnalia. Una mañana, hace veinte días, cuando hablamos por primera vez, llamé desde acá. Vine a visitar a mi madre y nos peleamos. Salí a caminar. Lloviznaba. La puerta de Las Heras estaba abierta y entré por allá. Sin darme cuenta desemboqué en el bosque y de pronto empecé a llorar. Se me caían las lágrimas. Pero llamé. Después, no sé cómo, no me acuerdo, seguí

caminando y aparecía frente a la Saturnalia. Entonces pensé por primera vez que a veces, en la vida, es mejor no saberlo todo.

El hombre se acerca.

Vacila.

Pero le acaricia el pelo.

Le seca una lágrima.

Y se pregunta si ha caído en una trampa. No en una trampa tendida por ella. El se pregunta, en este momento, qué hace allí, en el Jardín, junto a esta mujer joven que le cuenta un recuerdo de infancia, y los meandros de una madre enferma, y se pregunta cuál es su propia trampa.

Los troncos blancos, descascarados de los eucaliptos, suben altos y rectos frente a ellos, que han quedado en medio del bosque, de pie, frente a frente.

Yo no conozco a su madre, dice él.

No, ¿verdad?

No.

Isabel Langer se muerde los labios, mueve de aquí para allá una piedrita colorada con la punta de un zapato, y busca con los puños cerrados los bolsillos traseros del jean. Dice: este verano, caminando por la playa, junto al mar, mi madre dijo su nombre por primera vez. Al principio no entendí. Ella se protegía la boca y la nariz con un pañuelo. Había mucho viento y decía que el aire estaba lleno de arena.

Pero repitió su nombre y yo le pregunté de qué hablaba. Entonces ella me dijo que yo sabía muy bien de qué hablaba. Sacó una carta de su bolso y me la dio... Es una vieja carta que le llegó por avión, hace muchos años. No tenía remitente. El sobre estaba abierto por un costado. Había llegado de Salzburgo. Miré las estampillas. Pero no quise leerla.

El sendero que atraviesa el bosque desemboca en un claro, una meseta de hierba pareja y verde bordeada por caminos de pedregullo. Una mujer recostada en una silla de lona, toma el sol. Un gato, a su lado, abre los ojos cuando Isabel Langer y el hombre se acercan, y vuelve a cerrarlos cuando pasan de largo.

Ella cambia de tema.

Yo creía que se iba a hacer la noche y que iba a tener que dormir en el bosque, pero entonces me acordé de un cuento. Mi padre me leía siempre un cuento en el que un chico perdido en el bosque caminaba en dirección a una luz que veía entre los árboles. Aquel día llegué corriendo hasta aquí, dice, temblaba de miedo y no sabía dónde estaba el Indicador Meteorológico. Es decir, no sabía dónde estaba mi padre. Había escapado del bosque, pero me encontré con esta imagen.

La escultura se llama Sagunto y representa a una mujer desconsolada que se hunde a una daga en el pecho; sobre ella, muerto, yace un chico de nueve o diez años.

Así que corrí un poco más, sin saber hacia dónde, y descubrí una pérgola cubierta con una Santa Rita y con un jazmín de flores amarillas. Me senté en un banco, al lado de la pérgola, y me saqué las piedritas que me habían entrado en los zapatos.

El hombre sabe que decirlo o no decirlo es igualmente inútil. Pero resuelve hacerlo: yo viví un tiempo en Salzburgo, dice.

Isabel Langer, turbada, frota en este momento las suelas de goma de sus zapatos en la hierba húmeda.

Sí, es claro. Yo sé que usted vivió en Salzburgo.

Me imaginaba que lo sabía.

Internet es el reino de la coincidencia. O de la casualidad. Hace más de veinte años fui a dar un seminario al Mozarteum. Pensar que por alguno de los corredores por los que yo paseaba habían caminando treinta años antes Vladimir Horowitz y Glenn Gould me parecía increíble.

La carta que tiene mi madre es de 1985.

¿Puedo verla?

La tiene ella. No quiere dármela.

¿Es manuscrita?

No. La escribieron a máquina. Tiene una posdata a mano, dos líneas. Y la firma. El agua borroneó un poco la tinta, pero todavía se puede leer. ¿El agua?

Sí, estábamos caminando al lado del mar y de repente el viento se llevó la carta. Ella corrió, pero el sobre dio vueltas en el aire y después cayó en la orilla, en la arena mojada, y la tinta se borroneó.

Más allá, un grupo de estudiantes tiene una clase de dibujo en el Jardín. Con grandes carpetas y hojas de papel Canson toman medidas con los lápices y copian árboles y plantas, y sombrean, y corrigen, vuelven a dibujar una rama, primero con un trazo tentativo, suave, y poco a poco con más firmeza hasta que otra vez la rama queda en su lugar.

Isabel Langer retoma la marcha, y el hombre también.

La Santa Rita ha perdido ya las flores. Quedan las hojas chamuscadas por el otoño y las ramitas retorcidas. En el jazmín de Virginia, en cambio, sobreviven todavía pétalos amarillos.

Mi madre está enferma, dice ella, cree que se va a morir, y quiere hablar con usted.

Pero no se va a morir.

No.

¿Qué le pasa?

Tiene ataques de amnesia. Un día se olvida de todo, no me reconoce, pregunta cada dos minutos dónde está y dice que quiere volver a su casa. Entonces las cosas se hacen muy difíciles...

Pero después recupera la memoria.

Sí. En general el día siguiente se acuerda de casi todo y es como si no le hubiera pasado nada. Lo único que no sabe es qué pasó en el tiempo en que perdió la memoria. Los médicos creen que es una amnesia global transitoria.

Isabel Langer enfila por un sendero que va de norte a sur. En el fondo se alza la columna del Indicador Metereológico. Y más atrás se ve el ramaje abierto y las hojas amarillas de un ginkgo.

Cuando volví, mi padre seguía sentado en su banco. Me alzó y me sentó en su falda. Lo recuerdo como si yo hubiese visto a un hombre que se inclinaba y alzaba a otra nena, no a mí, como si yo mirase la escena desde acá, ¿ve?

Sí.

Ella sube los tres escalones de la base de la columna. Un gato blanco sigue sus pasos con la cabeza, después abre y cierra la boca, las cuatro patas estiradas y el pelo del vientre con lunares grises. Ella se detiene bajo la copa del ginkgo. El suelo está cubierto de un manto de hojas secas con reflejos opacos del sol.

Este era el árbol de oro, dice, y yo creía en serio que las hojas eran de oro, pero que dejaban de serlo si uno quería llevárselas.

Da una vuelta alrededor del ginkgo.

Una tarde, más adelante, yo estaba acá con mi madre. Ya tenía cinco o seis años. Y había u hombre frente al árbol, un hombre cubierto con una campera azul y un capuchón. Mi madre leía una revista y yo iba hasta Los primeros fríos y volvía dando la vuelta por el bosque, pasaba por debajo de la pérgola, y al final corría por ese camino derechito hasta el

banco... Mi madre no lo sabía, pero se sentaba en el mismo banco que mi papá. El hombre estaba parado frente al árbol de oro y parecía que rezaba. Mi madre me dijo que seguro que él había enterrado las cenizas de alguien a quien había querido mucho y que había ido esa tarde a llevarle flores.

Ahora vuelven hacia la columna y se sientan en el mismo lugar en el que se encontraron, cuando eran las once de la mañana de este luminoso jueves del mes de junio. Ella saca el paquete de cigarrillos de un bolsillo y los dos fuman.

¿Y la foto?, pregunta él.

Sí, dice ella, también me mostró una foto... Hay un grupo. Tres chicas y dos muchachos, o dos hombres jóvenes. Están todos abrazados. Algunos se ríen. Mi madre, por ejemplo, se ríe. Pero el hombre que está a su derecha no se ríe. Le pasa un brazo a mi madre por los hombros y se ve su mano con un vaso. Ella dice que ese hombre es usted.

Un gato se aleja de la base de la columna. El canto de un benteveo marca el silencio con puntual monotonía. El humo de los cigarrillos caracolea en el aire.

Es una foto de otro tiempo, dice ella, marrón y ajada. La miré mil veces. Una noche me levanté, la saqué de su cartera y me la llevé a la cama. Estuve no sé cuánto tiempo mirándola a la luz de mi velador.

¿Soy yo?

Isabel Langer observa al hombre sentado a su lado.

Menea la cabeza.

No sé, dice. Creo que no. La foto tiene muchos años..., y se está borrando. Mi madre dice que ella todavía no había cumplido los veinticinco...

El hombre mira el globo terráqueo representado con meridianos y paralelos de bronce en lo alto de la columna; mira otra vez el cielo; y sopla el humo del cigarrillo.

Me gustaría ver la carta y la foto.

Ya se lo dije. Las tiene mi madre.

Bueno, entonces... no puedo hacer mucho más.

Sí, puede.

¿Qué?

Usted lo sabe.

El se incorpora. Queda sentado en el banco sin apoyar la espalda. Se frotan las manos. Controla la pantalla de un teléfono celular.

Se hace tarde, dice.

Por favor.

¿Lo hará?, se pregunta ella.

Perdón, pero es una historia sin pies ni cabeza, dice él.

Ella posa una mano sobre el brazo del hombre.

Tiene razón. Yo sé que esto no tiene sentido. Pero me lo pide mi madre. Por favor. Ella está enferma y...

Isabel Langer se interrumpe. Un suave rubor le tiñe las mejillas. Levanta las solapas del gabán y abotona el cuello. Se mira las piernas enfundadas en su jean negro y los zapatos con suela de goma como si esperase ver otra cosa o estar en otro lado. La mortificación es un sentimiento que carcome el alma.

Me hubiera gustado hacer algo por usted, dice él.

Ella levanta los ojos. Separa los labios. Vacila. Después

dice: si llegó hasta acá...

¿Qué quiere decir?

Mi madre vive enfrente.

El hombre mira en la dirección que ella le indica. Robles, cedros y araucarias son los árboles más altos del Jardín. El sol cruza el mediodía hacia el oeste.

Se ponen de pie.

Ella mira el suelo, más allá, cubierto con un manto de hojas doradas. Sonríes por última vez. Dice: cuando el hombre del capuchón azul se fue me acerqué al ginkgo. Había dejado un ramito de flores.

Caminan.

No hablan.

Salen del Jardín y cruzan la calle.

* (c) 2007 Juan Martini, del libro "Rosario Express". Publicado por gentileza de Grupo Editorial Norma.

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