LECTURAS
La Editorial Municipal Rosario (EMR) publicó el libro Rosario Ilustrada", una notable selección de textos escritos y publicados entre 1901 y 2004 por autores nacionales y extranjeros. Rosario/12 publica aquí algunos de esos itinerarios por la ciudad imaginaria y la ciudad real.
Puerto
Por Roberto Arlt
Son las siete de la noche. Hemos amarrado hace dos horas en el puerto de Rosario. Cuando levanto la cabeza del teclado de la máquina de escribir, veo a estribor el murallón de piedra del dique enrejado por las sombras de los soportes de la toldilla. La argolla de amarre, tensa bajo el tironeo del cable de acero que mantiene inmóvil nuestra nave. Más allá, tinieblas.
Hace un rato que he terminado de cenar y don Gregorio levanta la mesa porque Nicomedes ha bajado a tierra en compañía de su tío, el patrón del barco. Ambos han ido a visitar a su familia.
Yo también bajé a tierra para desentumecer las piernas. Di unas cuantas vueltas por Rosario y en cuanto llegué a la primera calle absorbí, ávidamente, la atmósfera provinciana que flota sobre la ciudad y se refleja en sus ochavas pintadas de verde claro, aluminio o chocolate aguado.
Me he detenido a mirar parroquianos que aguardaban el turno en barberías encaladas, y también he saboreado el espectáculo de otros señores sentados en sillas junto a mostradores, conversando apaciblemente con los dueños o dependientes. He marchado como en tierra extraña a lo largo de veredas y calles más limpias que el paño de un billar, mirando amistosamente caras de mujeres desconocidas, y de pronto me he sentido marinero, comprendí la tristeza de navegar toda la vida, de estar alejado de las hermosas ciudades ¡porque las ciudades son hermosas aunque no lo creamos cuando estamos en ellas! Para amar a las ciudades hay que perderlas de vista durante treinta horas.
Camino al Madame Safó
Por Juan Carlos Onetti
El cochero se enderezó de un golpe. La luz del baile manchaba la vereda húmeda.
-Si, como no... De acá deben ser unas, más o menos...
Hizo estallar dos veces el látigo mientras se alzaba la lluvia.
-Catorce o quince cuadras. Quince cuadras, dos pesos.
Llarví subió, escondiéndose en la sombra, perforándola con el cigarrillo. Trepado en el estribo, el cochero corría la lona impermeable de los costados, desequilibrando el coche. Volvió a trepar al pescante.
- ¡Pastora!¡lup!
El cochecito se desprendió a tirones y empezó a rodar sobre las piedras. Llarví se acurrucaba contra el golpeteo de la lluvia. Quería pensar en cualquier cosa, olvidar el final del viaje. Se tomó el pulso para saber si estaba borracho. A través de la rotura en triángulo de la capota veía pasar los portales sombríos, las luces de los faroles hundidas en el brillo de la calle. El coche corría por el barrio de los cabarets, siempre en línea recta.
Llarví tiró el cigarrillo y recostó la cabeza. La lona tirante lo balanceaba, llenándolo de sueño. Recordaba la tarde en el salón de conferencias, el hombre calvo que hacía avanzar la oreja con una mano, la muchacha de verde y anteojos que asentía desde la primer fila.
Enderezó el cuerpo, montando una pierna. Volvía a mirar la sombra de la calle entre el golpeteo menudo de la lluvia en la capota. Tres o cuatro cuadras las paredes repetían: homenaje a de la torre. Eran grandes letras azules. Algunos afiches rotos, con jirones sumergidos en la lluvia, mostraban la cara de Paulina Singerman mirando impasible hacia la noche.
El coche dobló, rodando por una calle despareja y en pendiente. Se sucedían barricas, bolsas, pilas de madera, algún ojo sangriento de farol. "América está en nosotros. No sabemos cómo es. Aceptémosla como la tierra acoge la semilla que habrá de romperla sin preguntarse el color del fruto". ¿Dónde demonios quedaría el prostíbulo? Era seguro que habían pasado ya más de quince cuadras. Seguían zumbando las llantas y en el triángulo del costado no había más que la noche ondulante y negra.
-Shitu, Pastora...
Habían llegado. Bajó en la calle desierta. Una fila de caserones viejos, sin luz.
-¿Dónde?
Sin mirar, el hombre ladeó la cabeza.
-Ahí, la segunda. Golpee nomás.
Pagó y empezó a andar. Apretó el timbre mientras el coche volvía a caminar, retrocediendo. Se oía pitar lejos un tren. Volvió a llamar y una luz alegre rajó los postigos de la puerta. Vio en seguida, entre la rejilla, una cara de mujer con pelo blanco, grave y dulce, examinándolo. Sonó el picaporte.
-Qué horas m'hijito. Ya estábamos por cerrar...
-Si molesto... II ne faut pas...
-Oh, entrez, entrez... Les demoiselles, elles n' sont pas couchées encore.
Calle Pichincha
Por Edgardo Cozarinsky
No sólo Paganini había pasado a padecer un nombre militar. Menos humilde, la calle Pichincha, cercana a esa estación de ferrocarril de Súnchales que de niño había oído mencionar en voz baja a mi abuelo rosarino como el centro de la mala vida en su ciudad natal, había sido rebautizada Teniente General Ricchieri, y se discute si es por un oficial del ejército de Roca, que había liquidado cuantos indios se ponían a su alcance, o por un policía que alrededor de 1930 había hecho méritos en la persecución de rufianes. En todo caso, en esa para mí legendaria calle Pichincha iba a encontrarme con el Petít Trianon convertido en galería de arte y centro cultural, así como hallaría rebajado a "hotel alojamiento" el establecimiento de Madame Sapho, recordado como el más distinguido del país ("sólo francesas y sus perritos lenguaraces"), del que se repitió durante generaciones, imitando el canto marsellés de la cajera, la famosa frase que habían escuchado los clientes al solicitar servicios de alguna Georgette o Yvette: "¿Con perrrito o sin perrrito?"
Avenida Belgrano
Por Noemí Ulla
Después los tres miramos el río; era un milagro del amanecer. Nos sorprendimos de querernos tanto. Nos lo confesamos. Nos miramos a los ojos preguntándonos qué cosa hacíamos allí. De pronto el Tarco dijo: ¿Y si nos acostáramos? Tenemos que estar juntos los tres. ¿No te parece, Diana?
-No sé... Se ha hecho tarde y ninguno de ustedes tiene obligaciones.
-Vos sí -dijo el Tarco en tono zumbón.
-El amor no tiene horarios -agregó Lorenzo burlándose de la frase común.
-No tiene horarios, pero tiene tiempos -contesté.
-¿Vos sabes lo que estás diciendo? -preguntó el Tarco-. No: vos no sabes lo que estás diciendo agregó con firmeza.
-¿Te parece tan fácil despreciarnos, como si tal cosa? -agregó Lorenzo.
Uno de los mozos, al que conocíamos como Leonardo, empezó a rondar en señal de que estaban por cerrar el restaurante.
-No es eso, corazones. Es que dudo. No estoy segura.
-Bueno, che, paguemos, que aquí nos están echando.
Cada uno puso el dinero que tenía y entre todos redondeamos el total. Al Tarco nunca le alcanzaba y Lorenzo solía tener alguna reserva.
Salimos a los muelles. Poca gente de trabajo andaba por el puerto. Caminamos subiendo por el parque, riéndonos del monumento que nunca habíamos aprobado. ¡Y pensar que a Lola Mora -dijo Lorenzo- le habían encargado el proyecto y todo quedó en la nada para alzar al fin ese horrible promontorio!
-El falo -agregó el Tarco-. Ya todos le dicen "el falo".
Después de un trecho nos sentamos en uno de los bancos de piedra, en un lugar desde donde todavía era posible ver el río y la avenida de palos borrachos, que era uno de los orgullos de la ciudad.
-Bancos para novios -dijo Lorenzo, y el Tarco y yo nos reímos. Lorenzo empezó a tararear una canción de moda.
-¿Vos cantas eso? -le preguntó el Tarco.
-Y, sí... me gusta la melodía -respondió Lorenzo con timidez.
-Te creíamos menos convencional. Eso es lo que pasa -dije.
Esto también es convencional, selló Lorenzo y me tomó por los hombros y me besó en los labios, todo en el mismo acto. El Tarco se puso a silbar dando vuelta la cabeza para otro lado. Lorenzo y yo nos miramos sonriendo. Lorenzo ya tenía chispitas en los ojos como en sus raptos de amor. El Tarco dejó de silbar, se puso de pie, y me tomó por detrás buscándome los labios. ¿Quién te puede querer más que yo?, dijo besándome levemente, luego con pasión.
-¿Vamos? -dijo.
-Vamos -dijo Lorenzo.
Hotel Italia
Por Beatriz Guido
Venite. Vamos a Rosario, al entierro... No me dejes solo entre tantos galerudos.
-¿Qué entierro?
-El de Bordabehere; van todos los presidentes de partido.
-Eso no me lo pierdo -masculló mordaz-. ¿Hay lugar en el auto?
-Vení; Braceritas lo va a arreglar.
Adolfo adivinó que Guastavino necesitaba más que nunca de su presencia.
Su abuelo ordenó viajar en el Rolls Royce que solamente utilizaba para las grandes ocasiones. Él y Guastavino se sentaron en los trasportines. Braceras junto a Alejo Rodríguez, el senador saliente del partido por la provincia.
Durante todo el viaje no hablaron una sola palabra del asesinato en el Senado.
-¿Las lluvias no favorecen?
-Viene demasiado aguada la alfalfa...
-A usted le conviene: a las Aberdeen Angus las limpia.
-Sale demasiado aguada la leche...
Adolfo se adormeció durante todo el viaje.
Llegaron a Rosario en cuatro horas. Se detuvieron en el Hotel Italia. Braceritas se cambió de ropa y vistió un traje oscuro y corbata negra. Unas cuadras antes de llegar a la casa mortuoria ordenó a Guastavino:
-Mejor te quedas por aquí; y vos -dijo refiriéndose a Adolfo te venís con nosotros.
Adolfo sintió que no podía ir con ellos.
-Te sigo después -contestó sin darle tiempo a responder. Y bajó del auto detrás de Guastavino.
Entraron en un bar cercano al lugar del velatorio; se sentaron a una mesa, detrás de la vidriera que miraba a la calle principal de la ciudad. La llovizna fría, semejante al rocío, empañaba los cristales.
Guardaron silencio. Vieron desfilar la procesión de manifestantes. Gritos de protesta. Carteles que decían: "Muera el asesino". "Venganza para Bordabehere". "Asesinos". "Entreguistas". "Ladrones".
Rosario Norte
Por Juan José Saer
Él, el hombre que, benévolo y servicial, los ha acompañado hasta el coche motor, en Rosario Norte, da la impresión, desde hace un mes de ser, no real, sino más bien diferente -la distancia reconcentrada se ha vuelto jovialidad, la indiferencia distraída, atención amable, la inercia mustia y depresiva comercio familiar, entusiasmo y proyectos. El día antes ha salido del tallercito con los ojos fatigados de tanto conectar cables demasiado finos y de ajustar tornillos diminutos y, mientras ayudaba a Isabel a preparar las cosas para la cena y a poner la mesa, le ha dicho a Leto que la semana siguiente, cuando ellos hubiesen vuelto del pueblo, irían juntos a pescar; cruzarían el río en canoa con Lopecito y se instalarían un par de días en la isla. Le ha incluso dado un golpe de teléfono a Lopecito que, desde luego, se ha mostrado entusiasta. Y en Rosario Norte, en el momento en que tomaban el coche motor, él, ese hombre se lo ha vuelto a recordar: el miércoles, a más tardar, porque Lopecito estaba ocupado lunes y martes, se embarcaban para la isla. A decir verdad, Leto tiene que esforzarse un poco para demostrar que encuentra el proyecto tan atractivo como parecen encontrarlo Lopecito y él, pero la curiosidad un poco crispada, escaldada, que le despiertan esos seres diferentes, lo induce a prestarse, a asistir, con la misma prescindencia afectiva con que se observa el comportamiento de una colonia de hongos de laboratorio, a la representación de las distintas escenas de la comedia, con la esperanza de poder desentrañar al final la verdadera esencia de la intriga y de los personajes. Muchos años más tarde sabrá, gracias a evidencias sucesivas, que lo que otros llaman el alma humana nunca tuvo ni tendrá lo que otros llaman esencia o fondo; que lo que otros llaman carácter, estilo, personalidad, no son otra cosa que repeticiones irrazonables acerca de cuya naturaleza el propio sujeto que es el terreno en que se manifiestan es quien está más en ayunas, y que lo que otros llaman vida es una serie de reconocimientos a posteriori de los lugares en los que una deriva ciega, incomprensible y sin fin va depositando, a pesar de sí mismos, a los individuos eminentes que después de haber sido arrastrados por ella se ponen a elaborar sistemas que pretenden explicarla, pero por ahora, cuando recién acaba de cumplir veinte años, cree todavía que los problemas tienen solución, las situaciones desenlace, los individuos caracteres y los actos sentido.
La Agraria
Por Francisco Urondo
En esos días, nos escapamos juntos a Rosario. El viaje me puso de mal humor, porque pensé que no teníamos mucho de qué hablar; además ella estaba asustada: es fama en Santa Fe que los amantes clandestinos se reúnen en Rosario, y esta tradición prestigia cualquier aventura, dándole el rango de peligrosa o decisiva. Comimos en "La Agraria" y después fuimos a un hotel, donde se puso un camisón que inmediatamente le quité, para pasar prácticamente a violarla.
Jockey Club
Por Raymond Carver
Haciendo trolling con el señuelo 20 pies detrás del bote bajo la luz de la luna, ¡cuando el enorme salmón picó!
Y salió entero afuera del agua. Pareció pararse sobre su cola. Después volvió a caer y se fue. Temblando, seguí hasta el puerto como si nada hubiera pasado. Pero había pasado.
Y pasó tal cual lo acabo de contar. Me llevé el recuerdo a Nueva York y más allá. Me lo llevé donde quiera que fui.
Todo el camino hasta aquí, hasta la terraza del Jockey Club de Rosario, Argentina.
Desde donde miro el ancho río que devuelve la luz de las abiertas ventanas del comedor. Me quedo fumando un cigarro, escuchando el murmullo de los socios
y sus mujeres adentro, el leve sonido metálico de los cubiertos contra los platos. Estoy vivo y bien, ni feliz ni infeliz, aquí en el Hemisferio Sur. Por eso me deja más perplejo que nunca el recuerdo de ese pez perdido, alzándose, dejando el agua y volviendo a ella. El sentimiento de pérdida que me asaltó entonces me asalta todavía. ¿Cómo transmitir algo de lo que siento sobre este asunto? Adentro siguen conversando en su propia lengua. Decido caminar por la orilla. Es la clase de noche que hace que hombres y ríos estén más cerca. Camino un trecho, después me detengo. Advirtiendo que no he estado cerca. No durante muchísimo tiempo. Ha sido esta espera la que ha venido conmigo a todas partes. Pero ahora crece la esperanza de que algo se levante y salpique. Quiero oírlo, y seguir adelante.
Palacio Fuentes
Por César Aira
Era la primera vez que entraba en el Palacio Fuentes. Giordano era muy snob en materia de arquitectura. No había edificio que admirara más en la ciudad, sentimiento en el que lo acompañaban, influidos por él, varios de sus amigos, que habían concebido la idea de dinamitar las manzanas circundantes para que se lo pudiera admirar con perspectiva. Pero siempre lo había admirado desde afuera. Quién sabe por qué, no había tenido la iniciativa de meterse a mirar.
"Tenía que ser hoy", pensó. Dio unos pasos en el vestíbulo, y un sentimiento de déjá vu empezó a crecer en él. Crecía tanto que lo desalojaba del interior del palacio, lo ponía afuera. Se sintió justificado en su inmensa admiración por el edificio: "el exterior es tan bueno que lo dice todo". ¿Pero decía también que él estaba adentro? En realidad la fachada no se veía, por lo estrechas que eran las calles en esta zona, la falta de perspectiva: se adivinaba. Y ahora se daba cuenta de que lo que se adivinaba era el interior. "Yo debería vivir en un palacio." Lo que le gustaba era la palabra "palacio". Era un snob.
Soplaba una corriente helada por esos interiores. Lo único que faltaba era la nieve. El portero había desaparecido; o quizás no hubiera portero, desde que la aristocrática familia Fuentes Balestra, que había construido esta morada, la había abandonado, muchos años atrás, antes de que él naciera. Iba dejando charcos por donde pasaba, en los pisos de mármol verde. Se descongelaba, como un muñeco de nieve. Estaba tan aterido, tan mojado, tan incómodo, que no se sentía cojear. Pero lo hacía, y mucho. Cuando subía la escalera en tinieblas su figura era un bulto negro que se balanceaba con un vaivén decididamente no humano. La oscuridad se debía al corte de luz. Pero llegó sin accidentes, a tientas y en automático hasta la puerta del Dr. Oliva en el segundo piso. En los últimos años cualquiera alquilaba cuartos allí, para oficinas o consultorios, o para vivir. O peor, para citas, o como estudio, para aislarse y escribir o pintar, o para jugar al poker, o para ensayar con esos estúpidos grupos de rock. Los alquileres habían bajado mucho por el mal estado de mantenimiento del edificio (había dejado de tener agua, además de personal de vigilancia). El Palacio Fuentes "se venía abajo", todo el mundo lo decía.
Y sin embargo, el esplendor, la grandeza de tiempos idos, lo afectaba, más allá de las circunstancias, más allá inclusive del déjá vu. Lo poco que podía ver en las sombras, las barras de brillo dorado que se desprendía de las jaulas de bronce, el halo de las gigantescas opalinas, y los frescos que cubrían las paredes y los techos: mirarlos equivalía a dislocarse el cuello. ¿Cómo ver en toda su desmesura esas escenas pintadas en las que una aristocracia omnipotente había representado el mundo? Se diría que faltaba perspectiva (en esta ocasión además faltaba luz), pero no era así: sería como decir que faltaba perspectiva para ver el paisaje pintado en un grano de arroz. Los frescos mismos eran perspectivas, que se abrían a cielos, valles, montañas, catedrales, salones. Se decía que representaban, en clave alegórica, la historia familiar de los antiguos dueños, y de todo el mundillo endógamo de la oligarquía rosarina de cien años atrás. Así vivían los ricos. Así se representaban el universo. ¿Cómo? Habría sido difícil decirlo, porque la parte superior de esos frescos estaba descascarada y manchada por la humedad, y la inferior había sido cubierta de inscripciones en aerosol: "Rolling Stone", "Kiss", "Aguante Fito", "Baglietto", toda esa porquería.
Río
Por Graham Greene
Durante la noche nos habíamos detenido en una ciudad llamada Rosario. Las voces, los gritos, el ruido de las cadenas se habían introducido en mis sueños, convirtiéndolos en violentas pesadillas poco antes de despertarme. Al levantarse la niebla, vi que el río había cambiado de aspecto. Muchas islas emergían de las aguas; había acantilados y franjas de arena, y pájaros extraños silbaban y susurraban junto a nosotros. Tuve una sensación de viajar mucho más intensa que al cruzar las fronteras pobladas en el Orient Express. El río estaba bajo y se decía no podríamos ir más allá de Corrientes porque no habían llegado las esperadas lluvias de invierno. En el puente, un marinero echaba continuamente la sonda. El sacerdote me informó que el fondo estaba a medio metro del calado del barco y se fue para seguir propagando el desánimo.
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