LECTURAS
› Por Andrés Nicolás
Florentino Vargas sentía esa mañana los párpados pesados como plomo. Quería abrirlos, ver la luz de la mañana y escaparle a los recuerdos. Seguir con la conciencia a oscuras era un castigo. Porque con luz se piensa distinto. Era raro el pensamiento de Vargas porque en la oscuridad es cuando mejor acechan las bestias. Pero al fin abrió uno y después el otro. Vio miles de partículas de polvo en los haces de luz que dejaban pasar los agujeritos de la cortina. Se incorporó y tosió todos los cigarros de la noche anterior más el aguardiente. A su lado la Juana se hacía la dormida, como todas las mañanas de los últimos años. Mujer infeliz la Juana. La casaron de jovencita con un hombre mayor y extraño que la embarazó trece veces en tan solo quince años.
Florentino caminó hasta el baño, lavó su cara y contempló el reflejo de su rostro unos instantes. Notó que el espejo estaba sucio. Nunca se preocupó por el aseo de la casa, pero esa mugre le molestaba. Tomó la toalla, la humedeció y refregó. El resultado no fue el esperado. Se molestó más aún y refregó con fuerza. No hubo caso. La mugre formaba parte del espejo. Enfurecido arrojó la toalla y salió del baño. Se puso el pantalón, una camisa a rayas y unas alpargatas. Al dirigirse a la cocina, pasó por delante de la puerta de la habitación de sus hijos y notó que estaba abierta. Entró. Un colchón estaba vacío. Era el de "la niña". Se preocupó. Seis de sus trece hijos lo habían abandonado. Los varones para casarse y formar familia. Las mujeres, por otros motivos, se fueron marchando sin despedirse. Pero la niña apenas tenía doce años. Era muy pequeña como para tomar esa decisión. Y si es que se ha marchado, cuando tenga hambre va a volver, pensó.
El primer sorbo de café le quemó la lengua y largó una puteada. Comió un trozo de pan y el segundo sorbo de café le pareció amargo. Colocó tres cucharadas de azúcar en la taza y al tercer sorbo de café sonrió. Terminó de desayunar y salió de la casa. Contempló los eucaliptos que la rodeaban y le pareció agradable la forma en que el viento movía sus hojas. Sintió un golpe en el cuello y una humedad que comenzó a cubrir la camisa. Cayó al suelo. Vio los eucaliptos por última vez y apreció la forma en que las sombras de sus hojas se proyectaban sobre el suelo. Entonces oscureció el día.
Ya se debe de haber marchado al trabajo, pensó la Juana. Se levantó de la cama, se puso unas ojotas made in Brasil, una pollera estampada con flores y una blusa amarilla. En el baño se cepilló los dientes, se lavó la cara y recogió la toalla del piso. En la cocina calentó café. Mientras bebía observó la taza que dejó su marido y las migas de pan sobre la mesa. Las recogió y las tiró a la basura. Pensó en los quehaceres del día. Ir al mercado a comprar verduras, pasar por casa de su prima para hablar del bautismo del nieto ya que prometió ayudarla en los preparativos del festejo, volver a la casa, preparar la sopa, lavar la ropa. La Juana tenía cuarenta y un años y hacía treinta y cinco que lavaba ropa a mano. Pensar en lavar era casi el esfuerzo físico. Miró sus manos y las vio hinchadas, redondas, ásperas, ajadas, lastimadas, llegando a la conclusión de que eran horribles. Caminó hasta la habitación de sus hijos para despertarlos. En medio del
hacinamiento vio que un colchón estaba vacío. Despertó a su hijo, al que había nacido hacía diecisiete años en un invierno atroz y le preguntó por Ernestina. Somnoliento le pidió que no le molestara, que deseaba seguir durmiendo puesto que con sus hermanos habían trabajado hasta muy tarde. A su lado, el doceavo hijo señaló murmurando que la Ernestina se había levantado hacía rato, llorando, como era costumbre. Juana salió de la habitación y se avergonzó de sí misma, una vez más. Abochornada rompió el orden imaginario de los quehaceres. En la cocina comenzó a preparar sopa. Picó finamente una cebolla y la hirvió con agua. Batió la grasa, agregó huevos continuando el batido, le añadió queso desmenuzado, le incorporó la cebolla, harina de maíz, agua y leche. Mezcló todo con suavidad, puso la pasta en una asadera para luego colocarla en el horno. Decidió esperar la cocción fuera de la casa.
El doceavo hijo resolvió levantarse al sentir un fuerte olor a quemado. Corrió hasta la cocina y vio una humareda. Retiró una carbonizada sopa del horno quemándose las manos. A las puteadas salió de la cocina en busca de su madre. La vio sentada, con un machete en la mano, mirando hacia los eucaliptos al costado de su padre muerto y sin cabeza. Horas más tarde el oficial de la sexta jurisdicción Etelvino Vázquez le comunicó al Señor Juez Domingo Hernández que sus hombres no hallaban la cabeza del occiso por ningún lado. El Juez indicó la detención de Juana Vargas y pidió la búsqueda de la niña Ernestina.
Asustada se adentró en el monte de eucaliptos llevando consigo la cabeza de Florentino Vargas. La dejó sobre un colchón de hojas y le lamió la sangre. Buscó un lugar de tierra blanda. Hizo un pozo y la enterró. Una vez terminada la tarea se quedó acostada al lado de la improvisada tumba. Se durmió. Un ruido de pasos la despertó y corrió hacia el arroyo. Tenía la lengua seca y bebió hasta saciar la sed. Siguió su marcha por la orilla. Tenía el sol de frente y éste hizo contraer sus pupilas. Decidió marchar con el sol detrás y volvió sobre sus pasos. Andando hacia el este fue que divisó una casa. Vio a un hombre subirse a un camión y alejarse. Esperó escondida detrás de la casilla del baño. Cuando se sintió segura entró a la casa y comió restos de pollo hervido que estaban en la basura. Otra vez afuera, la sombra de un Aguaribay le pareció una invitación al descanso. Se acomodó y durmió hasta entrada la noche.
Abrió los ojos hinchados por el llanto. Aún sentía el dolor en la entrepierna que le había provocado su padre. Sus hermanos, hediondos a causa de una laboriosa jornada, entraron en la habitación y se acostaron. No podía soportar el olor, era similar al de su padre y los odió por eso. Salió de la pieza. Llevaba sólo una bombacha y una remera estampada con el dibujo de una playa y la leyenda Copacabana que resaltaba por el colorido de las letras. Una vez fuera de la casa se dirigió hacia el galpón. Acurrucada en un rincón al costado del tablero de las herramientas trató de recordar el rezo que le enseñara su madre. ¿Cómo era? Virgencita mía, mi amiga del cielo, mi madre adorada, mi dulce consuelo. Como todos los días acudo a tu encuentro, para que pares mi sufrimiento y mitigues el duelo. Virgencita mía, mi madre adorada, mi dulce consuelo. Mientras rezaba, la luz de luna que penetraba por los agujeritos del techo de chapa, le permitía ver las cucarachas que casi le rozaban los piecitos. Le causaban pavor, pero decidida a enfrentar el miedo, pisó una, luego otra y se sintió todopoderosa.
Al salir el sol, en el interior del galpón se formó un claroscuro. Un cono de luz quedó proyectado sobre el tablero de herramientas y la niña vio un machete. Virgencita mía, virgencita de los milagros, mi dulce consuelo, repetía mientras caminaba hacia la casa llevando consigo el machete que su padre había afilado el día anterior. Al llegar a la puerta sintió toser a Florentino, se colocó a un costado y lo vio salir de la casa. Alzó el machete cuyo peso casi la tira hacia atrás, sumó todas sus fuerzas para lograr el impulso necesario y lanzó el golpe en dirección a su padre. Vio la sangre brotar del cuello. Vio en su remera una playa ensangrentada. Vio como su padre cayó al piso pesadamente produciendo un ruido seco. Vio a Florentino Vargas morir mientras contemplaba unos eucaliptos.
Salió de la casa y el extraño que la embarazó trece veces estaba tirado en el piso muerto y ensangrentado. Al costado, Ernestina, aún con el machete en la mano, temblaba. Su madre dijo Dios mío. Tomó el machete, la abrazó y llorando repitió varias veces, perdón niña mía. Entró a la casa, buscó una muda de ropa y volvió a salir. Cambió a Ernestina, le indicó que vaya a lo de su prima y que no le cuente a nadie lo que hizo. Recién ahí fue que lloró Ernestina y mientras corría seguía llorando y lloraba no por lo que había hecho sino porque estaba segura que la virgencita lo había visto todo. La Juana tomó el machete, dijo hijo de puta y con una sucesión de seis machetazos furiosos decapitó el cuerpo de Vargas con el pensamiento de que lo debería haber decapitado siendo esposo y no cadáver. Terminada la decapitación se sentó en el umbral a reflexionar sobre los acontecimientos.
A Florentino Vargas lo velaron en la cocina. Dispusieron en el centro un cajón conteniendo al difunto, cerrado, debido a la ausencia de cabeza y sobre él un retrato donde se lo ve a Vargas sonriente. Una corona de flores honraba su partida. Sólo asistieron hermanos y sobrinos. No hubo quien le llorara. Su muerte había generado horror, verg³enza y desconcierto, más que tristeza. La impresión de que en el cajón se encontraba una aberración y no una persona que supo ser hermano y tío de los presentes dominaba el sentimiento general. No tanto por lo que dicen había hecho con su hijita, la falta de cabeza lo convertía en un monstruo sin que medie reflexión alguna. Sólo Eustaquio, el mayor de los Vargas, tuvo conmiseración por el difunto. Recordó que fue él quien tomó la fotografía ubicada sobre el cajón. Rememoró aquella época donde Florentino era sólo un joven con el deseo de comprar un pedazo de tierra para trabajar y hacerse de una mujer que engendre y críe a sus hijos. El joven se convirtió en un hombre laborioso que le enseñó a sus hijos varones a trabajar la tierra y a valerse por sí mismos. Así quería recordarlo Eustaquio, y si el hombre hizo esas cosas que dicen, quién era él para juzgarlo. Para eso estaba Dios. El mismo Dios que le casó con la Juana, le dio trece hijos y una muerte violenta y deshonrosa.
A las cinco de la tarde el mayor de los Vargas dijo a sus hermanos que ya era suficiente, que era hora de llevar al cementerio al Florentino para darle cristiana sepultura. Levantaron el cajón y sacaron al muerto de la casa que construyó. Mientras lo ubicaban sobre el camión, apareció la perra con la cabeza de Florentino. El espanto invadió a los presentes. Con extraordinaria habilidad subió al camión de un salto, depositó la cabeza de su amo sobre el féretro y la lamió por última vez como muestra de devoción para quien le tratara tan cariñosamente en vida. Nadie dijo nada. Eustaquio abrió el cajón y colocó la cabeza junto al resto del cuerpo. Indicó al conductor que de marcha y partieron al cementerio. La perra siguió al camión corriendo a toda velocidad hasta que ya no pudo. El camión se alejó y cuando dejó de verlo, entristeció. Se sintió huérfana, dio media vuelta y marchó sin rumbo.
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