LECTURAS
› Por Luciano Trangoni
María está lavando los platos cuando de pronto comienza a sonar el teléfono. Son las tres de la tarde y en Rosario la temperatura asciende a treinta y seis grados.
¿Podés atender, Sofi? dice ella. Pero la pequeña no responde. El ventilador de techo la despeina mientras sus dedos golpean el teclado de la computadora.
Estoy en la pantalla siete y me quedan tres vidas, ma protesta la niña.
María se seca las manos y corre a levantar el tubo.
Hola escucha.
¿Quién es?
Ya no me reconocés.
¿Abelardo?
Sí.
¿Qué querés? Estoy ocupada.
Es un minuto, nada más.
Carlos está por llegar susurra ella . ¿Qué querés?
Petrarca. No lo encuentro. .. ¿te lo llevaste vos?
¿Está loco?
No lo encuentro en la biblioteca y no recuerdo haberlo prestado.
¿Para eso llamaste?
Me falta ese libro. Pensé que vos lo tenías.
No lo tengo, Abelardo, y por favor no llames más dice María y corta la llamada.
Abelardo suspira y coloca una hoja en blanco en su vieja Olivetti. Luego escribe sobre el margen derecho: diciembre de 1978, pero luego no es capaz de mover un solo dedo. Los minutos transcurren en un silencio de éxtasis y espanto.
Cuando en marzo de 1945 Farrell declara el estado de guerra entre Argentina y Alemania, Victorino Pappini da un puñetazo a la mesa, reprime un grito y apaga la radio.
Los dos caballos que están pastando en el fondo de su casa han oído el golpe, pero, como si nada hubiera ocurrido, se espantan las moscas con la cola y siguen masticando la hierba a la sombra de la pequeña arboleda.
Hasta el día en que me muera dice , este aparato no se vuelve a encender en esta casa.
Esa misma noche, Victorino bebe todo el vino que encuentra en la casa y acaba vomitando el guiso de lentejas que Adela, su esposa, ha preparado para la cena.
Cuándo vas a aprender a cocinar le dice más tarde, y la golpea en la cabeza.
Abelardo, el hijo de ambos, tiene apenas seis años y lo oye todo desde su habitación mientras llora en silencio ocultándose bajo las sábanas.
Pero lo cierto es que la radio no iba a permanecer en el terreno de la prohibición por mucho tiempo. Unos meses más tarde, en agosto del mismo año, Victorino Pappini intercambia unas palabras con un vecino mientras espera en la cola del almacén, y allí se entera de que los norteamericanos han arrojado una bomba a los japoneses. Victorino abandona su lugar en la cola y corre a toda prisa hasta llegar a su casa.
Adela se sobresalta al ver la cara de espanto que trae su marido cuando entra en la casa. El pequeño Abelardo acaba de salir a jugar al patio cuando de pronto estalla en toda la casa el sonido de la radio. Victorino está tratando de sintonizar una emisora y las manos le tiemblan. Adela quiere preguntarle qué es lo que sucede, por qué está haciendo lo que está haciendo, pero finalmente decide no preguntar nada. ¡Papá! grita Abelardo desde el fondo de la casa . ¡Venga a ver esto! ¡Rápido!
Adela aprieta los dientes y, apoyando un índice sobre sus labios, le ruega a su hijo que haga silencio mientras camina apresurada en dirección al patio.
Victorino está sudando de rodillas frente a la radio, girando el dial hacia un lado y hacia el otro, aunque lo único que alcanza a oír son palabras sueltas. Entonces oye la palabra Japón y la palabra guerra. Y luego la palabra catástrofe y otra vez la palabra guerra y la palabra niños, y la palabra naturaleza y la palabra horror. Y hongo atómico, y energía nuclear, y Estados Unidos, y otra vez la palabra guerra. Y luego la palabra avión, y misil y pueblo japonés.
¡Dios mío! grita Adela al abrir la puerta que da al patio . ¿Qué es eso?
Victorino pone la radio a todo volumen. Un nubarrón parece instalarse en sus pensamientos y mira hacia los lados como si buscara a su esposa.
¡Victorino! grita ella desde el fondo de la casa.
¡Qué carajos te pasa, mujer! dice él mientras se pone de pie . ¿Por qué gritas así?
Victorino sale al patio. En el fondo de la casa, más allá de la pequeña arboleda central, los dos caballos mordisquean la hierba bajo el sol. Debajo de cada árbol hay una gran cantidad de ramas y hojas verdes cubriendo el césped. En medio del ramaje hay una tortuga gigante que mueve la cabeza hacia los lados como si se turnara para observar a la familia Pappini una vez con cada ojo.
¡Me cago en la leche! murmura Victorino al verla.
El pequeño Abelardo aún tiene la boca abierta y no ha podido articular una sola palabra.
¿De dónde salió eso? grita Adela, y da un paso hacia atrás quedando a las espaldas de su marido.
La tormenta dice Victorino . Debe haberla traído la tormenta.
¿Cuál tormenta? dice ella sin pensar en lo que dice.
¿Cómo, cuál tormenta? ¿Sos estúpida, o qué? ¿No sentiste anoche? Anoche hubo una tormenta. Y una de las grandes. Creí que se nos iba a volar el techo.
No entiendo dice más tarde Adela . No entiendo cómo es posible que una tormenta traiga semejante bestia.
Victorino quiere mirarla a los ojos pero no encuentra su mirada porque Adela se acerca a su hijo para acariciarle los hombros.
No te preocupes le dice Victorino . Vos nunca entendiste ni vas a entender nada.
En la radio alguien asegura que no ha quedado rastro de vida vegetal ni animal en Hiroshima.
Esto es un milagro dice Victorino al contemplar el tamaño de la tortuga . Cualquier idiota se da cuenta de que esto es un milagro.
Al anochecer hay dos hombres en la puerta de la casa de los Pappini. Uno de ellos trae abrazada una damajuana de vino. El otro, el más flaco de los dos, lleva entre los dedos un cigarrillo encendido, y luego de dar la última pitada aplasta la colilla con el zapato. Después cierra el puño y golpea la puerta.
¿Qué tal, señora? dice el que carga la damajuana, mientras cierra los ojos en una sonrisa.
Espérenlo en el comedor responde ella . Ahora viene.
Gracias dicen los dos al mismo tiempo, e inmediatamente después de poner llave a la puerta, Adela desaparece en la cocina.
¿Se puede quedar en casa la tortuga? le pregunta Abelardo.
Una mosca se posa en el hilo de sudor que corre por la frente de Adela. Entonces arruga la cara y deja ver sus dientes amarillos.
Ni se te ocurra preguntarle a tu padre dice.
¿Por qué?
Porque no.
Fin de la conversación.
Los dos hombres que han entrado a la casa de los Pappini se miran y luego sonríen. El que lleva la damajuana la apoya sobre la mesa y luego observa con curiosidad la palma de sus manos. De pronto se abre la puerta del baño y aparece Victorino con un diario plegado bajo el brazo. ¡Pappini! dice el de la damajuana.
Victorino se quita el sudor de la frente y camina hacia la mesa del comedor, donde despliega el diario, de modo que puedan echar un vistazo a los titulares.
Supongo que ya se habrán enterado dice entonces, levantando las ceJas.
Los hombres se miran entre sí, y lo miran a él. Luego miran la tapa del diario y vuelven a mirarlo a él.
Hiroshima dice Victorino . Supongo que se habrán enterado de Hiroshima.
En la cocina, Adela ha comenzado a pelar unas cebollas. Ya ha pelado unas papas y ha puesto a hervir agua en una olla. El pequeño Abelardo le pide permiso a su madre para salir al patio a ver la tortuga.
Ya escuchó a su padre le advierte . No insista.
Abelardo no ha visto jamás una tortuga y no encuentra palabras para explicar, siquiera a su madre, lo que siente al respecto.
Yo no conozco a ningún japonés dice el que ha llevado la damajuana . ¿Ahora somos amigos de los japoneses?
Luego apoya las palmas de las manos en los costados de su cara y se estira la piel hasta dejar los ojos casi completamente cerrados.
El otro lo mira y sonríe.
¿Qué estamos esperando? interviene . Quiero ver esa tortuga.
Los tres hombres salen al patio. En el fondo de la casa, la tortuga se ha desplazado y ahora mordisquea unas hierbas junto a los caballos.
¡Papá! grita Abelardo . ¿Puedo estar ahí con usted?
Victorino hace un breve movimiento con la cabeza, y su hijo corre con una sonrisa en toda la cara hasta que llega a su lado.
Creí que era más grande dice el más flaco de los hombres al ver la tortuga.
¿Más grande? dice Victorino.
Creí que la tortuga era más grande. Dijiste que había ocurrido un milagro. Que Dios estaba detrás de esto. y acá no veo más que un tortugón.
Victorino se queda viéndolo unos instantes. Después levanta la vista y contempla el cielo apenas estrellado.
¿Y qué vamos a hacer con este tortugón, entonces? dice.
No sé murmura el otro, y se cruza de brazos.
A esa hora ha refrescado, aunque ninguno de los tres hombres parece preocupado por eso.
¿Y qué me dicen de Perón, eh? agrega Victorino.
El de la damajuana toma un trago de vino y se rasca la cabeza.
Sopa de tortuga agrega el otro . ¿Alguno de ustedes probó la sopa de tortuga?
Unos minutos más tarde, Victorino busca el machete y se acerca a la tortuga con precaución. Para tener una posición más cómoda, apoya una pierna sobre el caparazón, pero la tortuga esconde la cabeza al sentir la presión sobre sus piernas.
Victorino se aleja un paso y la tortuga vuelve a asomar su cabeza, pero la esconde cada vez que Victorino se le acerca.
Hija de puta murmura . Andá a buscar la sandía que está en la cocina le ordena a Abelardo.
¿Para qué?
¡Andá a buscarla, te digo!
Abelardo se mete en la casa y unos segundos después aparece en el patio con una sandía cortada por la mitad.
Ahí le indica su padre, señalando con las cejas.
Abelardo coloca la media sandía frente a la tortuga y ésta asoma su cabeza. Abelardo la mira de cerca y descubre que la tortuga le ha guiñado un ojo. El hombre de la damajuana dice algo en voz baja y el otro se ríe. Su padre también se ríe. La tortuga gira la cabeza hacia los lados, abre la boca y se dispone a comer.
Adela está en la casa y observa por la ventana la silueta de los tres hombres y la silueta del niño. Suspira y se sienta a oír la radio. De pronto, su hijo entra en la habitación. Está agitado y, al verla, se arrodilla frente a ella.
¿Por qué, mamá?
¿Por qué, qué?
¿Por qué? dice, y se lleva las manos a la cara y comienza a llorar. Entonces sale corriendo en dirección al patio, donde están su padre, la tortuga y los dos hombres.
Tranquila murmura Victorino. Y luego levanta el machete y lo deja caer sobre el cuello rugoso de la tortuga. La sangre le mancha el pantalón pero eso no lo detiene. Victorino necesita golpear seis veces con el machete antes de que se desprenda la cabeza de la tortuga.
Abelardo lo ha visto todo y corre hasta su dormitorio a esconderse bajo las sábanas. Mientras tanto, Victorino y sus amigos beben la damajuana hasta la última gota.
Al amanecer, la tortuga sigue recorriendo el perímetro del jardín buscando su cabeza.
Abelardo marca una vez más el número de teléfono de María.
¿Cómo está Sofía? pregunta sin decir hola.
Sofía está bien dice ella en un suspiro, y luego ambos construyen un silencio espeso como el silencio de un perro bajo una tormenta . Tengo que cortar, Abelardo dice . Y corta.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux