Dom 12.01.2014
rosario

LECTURAS

Las tardes con Celine

› Por Javier Núñez

Nunca supe cómo se llamaba. Las veces que hablábamos -las pocas veces- me dirigía a ella utilizando el nombre ficticio que había elegido para el Facebook: Celine. Su foto de perfil era una imagen de Julie Delpy en la película Before Sunset de Richard Linklater, como si creyera o quisiera ser, al menos durante los momentos en que se perdía en el anonimato de la red, la protagonista de la película. No se parecían. Sí tenía un cierto aire a Julie Delpy, aunque eso lo supe después, cuando cogíamos en un baño público como si el mundo se fuera a acabar en cualquier instante, pero no se parecía a Celine cuando chateaba.

Me había agregado una tarde y si me llamó la atención fue porque al aceptar la solicitud de amistad me transformé, de inmediato, en su primer amigo. O por lo menos así nos definía Facebook con su limitado vocabulario para identificar contactos. Y si eso me llamó la atención no fue porque no supiera quién se escondía detrás de Celine sino porque hasta entonces creía que los primeros pasos en una red social nunca llevaban directo a un completo desconocido. Que siempre se empezaba por amigos, viejos conocidos o colegas. O, en casos como los de aquellos que se esconden detrás de un alter ego, por lectores u otros bloggers con intereses similares. No era el caso: si bien yo tenía un blog -noticias del mundo de la publicidad digital y el marketing on line- poco tenía que ver con el de ella, un rejunte de textos eróticos, consejos sexuales y recomendaciones de páginas porno. Supongo que el azar me brindó ese primer lugar, que se unió a algún grupo de intereses amplios, abrió fuego a discreción y fui el primero en aceptar la solicitud de amistad.

Desde hace siete años trabajo en una agencia de publicidad y tengo ciertas libertades que en otros laburos pueden ser menos comunes. Puedo actualizar mi blog, usar el Facebook, salir a fumar cada veinte minutos. Ese día tenía que encontrarle un -nuevo- giro creativo a una propuesta de un cliente. En pocas palabras: querían que tomáramos una campaña de Nokia y la reformuláramos para que no se notara, pero todo concepto era rechazado con un meneo de cabeza, un gesto de ustedes-no-entienden-lo-que-quiero y un regreso a la idea ajena. "Algo así, es lo que buscamos." Yo no había tenido mejor idea que contestarle al representante comercial del cliente que mandara el currículum a Nokia, que si lo tomaban tendría la campaña que le gustaba porque ya la habían hecho ellos. Me gané cuarenta minutos de reproches en la oficina del director creativo, un plazo incumplible y un mal humor que me acompañaría toda la tarde mientras perdía el tiempo frente al monitor sin ganas de hacer nada. Y ahí, en ese momento, me había llegado la solicitud de Celine.

Abrí la ventana del chat y le pregunté algo. Quién era, tal vez. O por qué me había agregado. La chica que se hacía pasar por Celine me contestó casi enseguida y nos enfrascamos durante un par de horas en una conversación absurda, caótica, que iba y venía de temas triviales a la filosofía barata de café. No hablamos mucho de nosotros. O lo hicimos de modo en que se intuyera algo de lo que queríamos mostrar sin mostrarnos del todo. Supe que estudió periodismo, pero no si trabajaba. Que acababa de cumplir los treinta y que le gustaba el cine europeo más que el de Hollywood. Que leía con devoción a un escritor inglés que yo no conocía. Y lo del blog. Ahí lo supe. Entonces la charla derivó hacia el erotismo, el sexo y mi curiosidad por saber la relación que había entre su necesidad de esconderse detrás de un personaje ficticio y las historias que contaba. Hay cosas que, desde mi otro yo, no puedo contar, dijo. Pero no entró en detalles. Yo empecé a decir cosas en las que no creía, o que hasta entonces no había creído: que el placer estaba demasiado relegado por un moralismo absurdo, incongruente con los avances que había tenido la humanidad en otros aspectos, que la gente debería coger con mucha más frecuencia y menos reparos, que el sexo debería ser una forma de vincularse para los seres humanos sin necesidad de complementarse con otras formas. Qué querés decir, me preguntó. Que coger, le dije, también debería ser una forma de conocer a otra persona y no al revés. ¿Por qué siempre tenemos que pasar por todo el circo previo -la conversación, el recuento de anécdotas intrascendentes, el diálogo vacuo, soportar la risa estridente o la insoportable manía de fumar un cigarrillo tras otro de ese o esa que está enfrente- si, al fin y al cabo, lo que queremos es coger? Fijáte, le dije, pensá en toda la gente que conocés y decime si no se te ocurre alguien a quien le darías con ganas si no supieras lo estúpido que puede llegar a ser. Hay personalidades que deserotizan. Habría que coger primero, para evitar que eso pase. Y después se ve si hay onda y si no, a otra cosa mariposa.

Es una teoría estúpida, contestó. Pero qué tal si probamos.

No sé por qué las cosas se dieron así. Puedo decir que yo atravesaba un momento extraño; que hacía tres meses que me había ido del departamento que compartía con Maite después de descubrir que llevaba seis meses acostándose con un compañero de la facultad; que inconscientemente trataba de disociar el sexo del amor, y no sólo del amor, sino de todo interés por el otro. Si le quitaba importancia al sexo, si transformaba al otro en un objeto, en un vehículo para el placer y que coger se asemejara más a un acto masturbatorio, a la pura búsqueda de placer individual al eliminar al otro de la ecuación -porque cuando el otro no tiene nombre, no tiene historia, pierde entidad: ya ni siquiera estamos cogiendo con. Estamos cogiendo, a secas-, conseguiría entender cosas que entonces no alcanzaba a comprender. Eso, al menos, creo que creía. Y le dije que sí, que por qué no.

Quedamos para la tarde en un bar de San Lorenzo y España. Era un lugar remodelado, con una escalera de chapa que trepaba hasta una reducida planta alta donde se apiñaban una decena de mesas vacías. Los baños estaban arriba: una puerta de chapa común daba a un pasillo angosto, con un baño en cada extremo. En la planta baja había una barra en U que encerraba un exhibidor repleto de botellas de ron, whisky, fernet, aperitivos y licores. Observé las mesas ocupadas. Eran seis: un hombre que leía el diario y tomaba café, dos mujeres que hablaban de una película o de una amiga, unos amantes que discutían y otras tres parejas de hombres que hablaban o simulaban hablar de negocios. Ninguna mina sola: deduje que Celine no estaba. Yo no la conocía; ella había visto mi foto. Me senté a tomar un café y a esperar, preguntándome con qué carajo me encontraría. Me prometí seguir adelante de cualquier modo, salvo que fuera un hombre.

Miré el reloj. Llevaba diez minutos de retraso. Agarré un diario que estaba sobre la mesa contigua y me puse a leer. Hubo movimiento: alguien se fue, alguien entró. Una mujer a la que no había visto me rozó el hombro cuando pasaba hacia la escalera. No se dio vuelta. Tenía el pelo castaño claro, con algunos reflejos rubios. Una minifalda negra que ceñía un culito bien formado. Desde lo alto de la escalera me dirigió una mirada brevísima. Tenía ojos verdes, pero eso lo supe después.

Esperé un minuto, contando los segundos. Después me paré y me metí con ella en el baño de damas. Nos encerramos en un cubículo escaso, donde el inodoro dificultaba los movimientos y nos obligaba a apretarnos uno contra el otro. Ella pasó la mano por detrás de mi espalda y corrió el pestillo. Mientras lo hacía pude oler su perfume -algo frutal, o flores-, un levísimo rastro de almendras en el pelo, el aroma a menta del chicle que mascaba. Y sentí que había, en ese acto, algo animal, una especie de cortejo salvaje. Como si olerla derribara una barrera invisible y se acabara de inaugurar cierta intimidad. Nos miramos a los ojos. Muy cerca. Tal vez nos preguntábamos quiénes éramos, cómo habíamos llegado a esa fricción inminente, o tratábamos de atrapar la fragilidad de los rasgos del otro en ese instante fugaz que precedía el sexo: las pestañas abundantes y oscuras, el lunar tímido junto a su boca, la nariz indescifrable. Después todo fue más fácil.

Celine tenía orgasmos intensos y no le costaba demasiado alcanzarlos. Cogía con despilfarro, como si el sexo fuera un bien inagotable y nosotros, los hombres, mendigos necesitados de su prodigalidad. Y con fervor: cogía como entregada a una lucha cuerpo a cuerpo. Me volví adicto. No sólo a sus orgasmos, a toda la experiencia: a su ritmo frenético, a los gritos contenidos, a la sordidez del ambiente, al riesgo de ser descubiertos. Cuando pasaba más de una semana sin noticias de Celine me extraviaba en una especie de insatisfacción permanente, una ansiedad que me ahogaba todo el tiempo y no lograba disipar ni con putas ni con otras amantes que rescataba de la agenda del celular. Las putas no me satisfacían con su stock de jadeos de ocasión y su compás industrial; tampoco el sexo en sábanas limpias con mis antiguas amantes. Cuando Celine desaparecía yo me perdía también, me extraviaba en una ansiedad que me arrastraba por calles y parques y bares oscuros hasta encontrarme con la verga en la mano, masturbándome como poseso frente a un inodoro sucio, en el laberinto de anaqueles de una biblioteca o en el asiento de atrás del 102, cuando el vacío de la madrugada llenaba el interior del colectivo. Hasta que Celine volvía a aparecer, y la ventana del chat saltaba en medio de la pantalla con un lugar y una hora donde nos podíamos encontrar. Entonces me arrastraba por el tiempo interminable que me separaba del encuentro, una masa gelatinosa y pesada que apagaba voces y luces hasta que las agujas del reloj se clavaban en el preciso instante acordado.

Siempre nos encontrábamos de tarde. Cogíamos en baños y en parques y edificios escondidos, o tomábamos el Tirsa hasta San Nicolás y me la chupaba en el fondo del micro, o nos metíamos en la oscuridad de un cine desierto para coger con jadeos ahogados, la ropa mordiéndonos los tobillos como un perro enloquecido. Cuando teníamos lugar le gustaba que me trepara a su espalda cubierta de sudor y le apretara las tetas que saltaban furiosas con cada embate. En su clítoris residía el éxito: el roce continuo, la fricción precisa, garantizaba el buen término de cualquier polvo. Si la posición no la favorecía, me arrastraba los dedos hasta el clítoris y me empujaba a frotarla mientras me movía, y entonces se sacudía con un ritmo indescifrable, entregada por completo a la danza del placer. A mí me gustaban sus tetas módicas, dos bultos que me llenaban las manos sin derroche, coronados por unos pezones rosados que se adivinaban siempre debajo de su ropa porque rara vez se ponía corpiño; me gustaba su culo firme de patinadora -esto era una intuición o una conjetura: nunca supe qué hacía cuando no cogía-; su vulva húmeda y tibia que se contraía como si tuviera vida propia. Y su forma de morderme los hombros o los dedos y de coger como si el mundo estallara ahí afuera, como si detrás de la puerta cerrada o del parabrisas del auto lloviera fuego y se estrellaran en el suelo los fragmentos del cielo desmoronándose sin tregua.

Muchas veces me pregunté por qué. Por qué cogíamos como si nos abrasara una pasión inmemorial, por qué nos entregábamos sin pausa a la fricción de cuerpos sudorosos en espacios tan sórdidos o extraños. Mis motivos -o los antecedentes que me llevaron a esa situación- me generaban más confusiones que certezas. En cuanto a los de ella, solo podía entregarme a las conjeturas. A veces lo hacía: le inventaba un matrimonio espléndido con la mácula insalvable del sexo desdichado, y entonces se rendía al placer secreto y culposo que la impulsaba a los brazos de desconocidos, para que se tratara nada más que del cuerpo, un placer que suprimiera toda posibilidad de considerar al otro como un ser integral, con sentimientos, ideas o esperanzas. O infidelidades traumáticas que la habían empujado a una venganza absurda donde yo era un instrumento del azar. O una fantasía postergada que había arrasado con las últimas defensas de sus prejuicios o su moralidad. O especulaciones tan absurdas que ahora me cuesta expresar sin perderme en la fantasía.

La verdad sigue siendo un misterio inalcanzable. Como Celine.

Una noche fui al cumpleaños de alguien a quien apenas conocía: habíamos coincidido previamente en otra fiesta y, por una errónea impresión de afinidad inmediata o, lo que es más probable, el abuso de la cerveza y el fernet, él me había invitado y yo había dicho que sí. Un tropel desordenado de hombres que se vestían como adolescentes y mujeres que hablaban a los gritos había tomado su departamento, derramando cerveza o gaseosa en los rincones. Me quedé un rato cerca de la mesa, sin saber qué hacer. Después me uní a un grupo que discutía sobre la última película de Darín aunque yo no la había visto; conversé un rato con una pelirroja que no sé por qué me empezó a hablar de Rayuela y recitó un fragmento sobre ríos metafísicos y golondrinas; y salí a fumar al balcón donde se me prendió un gordo que tampoco conocía a nadie y no hacía más que quejarse de que le habían dado un ascenso a otro que no era él. Entonces se abrió la puerta principal y entró Celine. Tomado de la mano, o naciendo de la punta de sus dedos, venía otro tipo.

Me debo haber puesto raro o algo porque el gordo me preguntó si estaba bien. Celine me vio. Desvió la vista tan rápidamente que apenas tuve tiempo de percibir el brillo de sorpresa en sus ojos y un leve temblor en la mirada que no sabría decir si fue miedo, deseo o rencor. Se abrazó -se abrazaron: ella y el tipo que la acompañaba- con el dueño de casa. El gesto era claro: se conocían bien. Yo no dejaba de mirarlos aunque la voz del gordo me llegaba aplastada, como si me llamara desde el fondo de la pila de camperas y pulóveres que habían ido formando los invitados; una voz terca, que derribaba obstáculos hasta mí, que dibujó en el aire una incomodidad o una especie de vilo que, comprendí, obedecía a una pregunta perdida al aguardo de una respuesta imposible. Disculpáme, le dije sin mirarlo, y me arrimé a la mesa para llenar el vaso con más cerveza o vino. Entonces Celine se acercó a llenar un vaso y muy despacito, sin mirarme, me dijo -aunque parecía decírselo al mantel, a dos platos de papas fritas de copetín o a la hilera de botellas vacías- que no fuera idiota. No me conocés, murmuró, nunca me viste. Ni se te ocurra preguntar quién soy.

Asentí, o le dije okey: de algún modo le di a entender que comprendía sin que el resto de los presentes notara nuestro diálogo. Volvió junto al tipo que había entrado con ella, que reía con la pelirroja de Rayuela. Comprendí, en ese mismo momento, mientras la veía alejarse de la mesa de bebidas, que no la volvería a ver. Sopesé, por un instante, la posibilidad de arrimarme a su grupo y forzar la presentación. Simular o propiciar una conversación casual, o aprovechar mi charla previa con la pelirroja para sumarme a la ronda, o hacer cualquier cosa que me permitiera el ingreso a ese círculo vedado que conformaban los tres. Pero supe que, de ese modo, Celine desaparecería definitivamente.

Preferí preservarla.

Algunas semanas después me llamó Maite. Se había arrepentido, el tipo de la facultad había resultado ser un imbécil, o las dos cosas. Una noche acepté a ir a cenar, discutimos, lloramos, cogimos. Después me fui. Los días siguientes los invertimos en estrategias de reconciliación que solían llegar a un punto muerto. A veces me dejaba convencer y me quedaba a dormir. Una noche llevé el cepillo de dientes. A los tres días me devolvió mi vieja llave. No estábamos bien. Pero tampoco estábamos solos.

A veces sigo pensando en Celine. Aunque ya no me escriba, aunque ya no nos encontremos en la sordidez de los baños de bar, sé que está. Atrapada o contenida. Pero, debajo de las simulaciones y artificios, Celine está. Algún día, tal vez, su nombre aparezca otra vez en la pantalla del chat y me rescate de estos días de sexo higiénico, sábanas limpias y amor antes de dormir. Por qué no. Me gusta creer que, todavía, sobrevive esa posibilidad.

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