LECTURAS
› Por Daniel Valdez
Hace calor. Mucho calor. Está en su casa solo, como siempre. El ventilador apenas si remueve el aire denso y viciado de humo de tabaco. El almanaque de la rubia en tetas flamea bajo la brisa caliente que todo lo envuelve. Una bombita de cuarenta amarrillea en la cocina.
Está sentado en una vieja silla de paja, en el comedor. El comedor y la cocina son la misma cosa. La casa es vieja. Dos bloques cuadrados de cemento unidos por una puerta. En el primer bloque, hacia el frente, el dormitorio. En el otro, la cocina. En un costado, una puerta de madera con mosquitero. Luego un camino de lajas clavadas sobre una tierra de pastos resecos. Un rosal muerto y al final una puerta corta de madera, custodiada por dos tapiales bajos y descascarados. Más allá, la calle. Llamar comedor a la parte donde está sentado, es una idea que se le ocurrió una vez. Mirando la grasa adherida que se comía las paredes notó que la mancha raleaba a medida que se alejaba de la mesada. Un día miró de lejos y vio la mancha que se extendía, oscura y ominosa en todas direcciones y en el centro de esa boca negra la humilde cocina. Entonces miró para arriba, calculó, corrió la mesa y concluyó que allí, donde la mancha ya se hacía irregular e imprecisa, comenzaría el comedor. Ahora tenía una casa de dos habitaciones con tres ambientes.
Sobre la mesa descansan los restos de la cena. Un pollo devorado con descuido. Algunas presas aún tienen algo de carne, sin embargo él las ha rechazado. Dos porrones vacíos que molestan a la vista. Un vaso con un culo de cerveza. El líquido amarillo reposa amontonado, arrastrando restos de espuma hacia el fondo. Un cenicero de vidrio macizo desborda de colillas. Hay una que aún permanece humeante, desafiando su retorcido estertor.
El perro ha salido corriendo. Sus ladridos se han vuelto eco a medida que se aleja. En su carrera ha golpeado el mosquitero con sus patas y el sacudón ha despabilado a las moscas, sacándolas de su letargo de tela metálica. Ahora se alejan en todas direcciones. Una viene hacia él. Manotea en un rincón, buscando de memoria la palmeta. Mueve un poco la cabeza y espía hacia afuera. Un bulto se ha apartado del perro en el jardín del rosal muerto y viudo de toda hierba. Algún pendejo rompe bolas que habrá que disciplinar, supone.
Bajo la luz imprecisa de la calle no logra ver bien lo que se sacude en un rincón del patio. Cuando se acerca el perro lo está acechando. Tiene el lomo arqueado. Los pelos duros apuntan al cielo. Muestra los dientes y mancha el suelo reseco con la saliva que le va chorreando espumosa por el hocico. Un grito no es suficiente y tiene que apartar al perro con un empujón. Antes de apartar al animal ya sabe que es un hombre. Lo toca con la punta del pie. El hombre gime. Tiene puesto un impermeable oscuro que lo cubre casi por completo. "Y con este calor" piensa. En un costado, oscuro sobre ocre una mancha imprecisa y el aroma férrico de la sangre. Los zapatos son buenos. Parece cuero de verdad y brillan en la noche como faros de luciérnagas. Lo toma por el hombro y lo gira hacia él. Vuelven los quejidos y un temblor de espasmo recorre el cuerpo desconocido. Debajo del impermeable lleva una camisa de seda negra con una corbata gris de nudo demasiado ajustado. Unos buenos pantalones negros de marca y un cinturón de cuero negro con una hebilla de iniciales pequeñas de forma delicada. "Un maricón" -piensa con desagrado-.
Podría sacarle los zapatos -y tal vez el cinturón- y arrastrarlo hacia la calle. Pero se da cuenta que la mancha oscura no ha parado de crecer y no le interesa dejar un rastro rojizo que apunte hacia su casa. El desconocido abre los ojos y le habla. Pero es una ilusión. La boca se abre y parece como si hablara, pero la lengua se retuerce sin emitir sonido alguno. El intento dura unos segundos más y luego el desconocido se hunde en la inconsciencia.
El bulto informe ha quedado inerte y la noche, con sus formas imprecisas lo cubre como un sudario. Antonio no sabe qué hacer. Necesita tiempo para pensar. No quiere a policías ni curiosos merodeando por su casa. Demasiado trabajo le dan los pendejos de mierda que se meten al jardín reseco y no quiere más problemas. De repente se acuerda de la lona. Es una lona vieja y apolillada, manchada de tierra y salpicaduras de pintura. La usó una vez para cubrir el piso, mientras pintaba la pared del frente. En algún rincón de la cocina debe de estar amontonada. Corre adentro y desaparece por la boca iluminada de la puerta. El desconocido se queda solo. Hay un leve cambio en el brillo de los zapatos. La espalda tensa del impermeable deja pasar unas arrugas tenues. Unos grillos comienzan su serenata nocturna y se confunden con los ladridos apagados de perros lejanos. Antonio vuelve con la lona. Como un torero mal entrenado se hace a un lado y la extiende haciendo un abanico, dejando que el aire la hinche hacia arriba y se deslice despacio hacia el suelo hasta cubrir el cuerpo.
Ahora está sentado otra vez en la silla de paja. Un mate a medio tomar le cuelga de la mano curtida. Antonio piensa pero no logra encontrar la manera de sacarse de encima el cuerpo. Algo se le tiene que ocurrir. Tarde o temprano alguien lo va a descubrir y él quiere evitarlo a toda costa. Quiere los zapatos y el cinturón. Si pudiera se quedaría con todo lo demás, pero está todo muy manchado y sería imposible limpiarlo bien. Llena el mate y chupa de la bombilla siguiendo con la vista el familiar contorno de la mancha de grasa. De pronto, se le ocurre algo. Podría envolver bien el cuerpo con la lona y arrastrarlo sobre ella hacia la calle, teniendo cuidado de no manchar el piso. Quedaba el problema de la mancha en el jardín, pero enseguida recuerda los escombros que desde hace años juntan mugre debajo del parrillero que nunca usó. No era mucho, pero si los distribuye bien, taparían la mancha y santo remedio.
Encontrar una solución lo puso contento. Va hasta la heladera y busca un porrón. Lo abre y toma del pico con mucha sed. Cuando lo termina, deja la botella ambarina sobre la mesa, al lado de las otras dos y sale al patio.
Levanta la lona y observa el cuerpo. Le parece que se ha movido un poco desde la última vez que lo ha visto. Ahora tiene la boca abierta y el labio superior le cuelga hacia abajo de forma exagerada. El inferior trata de seguirlo pero con menor éxito. Para acomodarlo mejor sobre la lona, Antonio lo toma por un hombro. Siente la dureza apenas sus dedos rozan la camisa. Algo se interpone entre la tela suave y la carne muerta. Desabrocha la camisa y la hace a un lado, descubriendo el hombro. Es una correa. Tira del nudo de la corbata hacia abajo y desabrocha un poco la camisa. Revisa mejor. El tipo tiene una mochila encajada en la espalda, escondida bajo la camisa. La utilidad del impermeable se hace evidente. Con dedos nerviosos saca a los tirones la fina mochila y la pone al lado del cuerpo. Es negra como todo lo demás. En un costado ostenta una aureola parda, allí donde la sangre la ha alcanzado. La abre. Como un oleaje en medio de la noche, unos billetes oscuros ondean en el oscuro interior. Acerca la boca abierta de la mochila hacia su cara. Hay muchos billetes. La mayoría apretujados con bandas de goma anchas, acomodados con esmero, para evitar formar un bulto. Algunos sellos se han roto y unos cuantos billetes forman una piel correosa que imita los movimientos erráticos de la mochila.
Unos pasos extraños suenan en la vereda. Antonio tapa el cuerpo y corre hacia adentro, apretando la mochila sobre su pecho. Apaga todas las luces y se pega al borde de la ventana. Por los visillos a medio cerrar, se cuelan las rayas tenues de las luces de la calle. Son pasos extraños. No los típicos pasos de la vieja de la esquina, lentos de arrastrar unas deshilachadas pantuflas sucias. Tampoco los de los pendejos, rápidos y espasmódicos, llenos de risitas nerviosas. Ni los pasos tranquilos y despreocupados de alguien que pasea.
Las suelas de estos pasos avanzan con precaución por las baldosas. Tan lento, que hay que estar muy atento para descubrir la cadencia. Cada vez que una toca el suelo, un leve sonido de arrastre se mete por los visillos. El avance es firme. Las suelas pasan casi imperceptibles por delante de la ventana y no se detienen. Hay un cuchicheo y un roce de telas. A Antonio le recuerdan los sonidos de la caza, del inexorable avance del acecho, en el monte lejano de su adolescencia. Un chasquido metálico condena el silencio y en medio de la noche un revuelo ahogado se siente cerca de la ventana. El sonido acartonado de la lona le dice a Antonio que han descubierto el cuerpo. Inmediatamente las suelas abandonan su derrotero áspero y se suavizan al avanzar por el jardín. El perro sale de su letargo de verano, se pone rígido y comienza a gruñir.
No recuerda si ha cerrado con llave la puerta del patio. Primero una presión, luego unos golpes débiles le informan que sí, que ha cerrado. Respira un poco más aliviado. Sus dedos manchados de tabaco aprietan con fuerza la correa de la mochila. El perro desahoga su miedo ladrando con furia. Sus uñas rasgan el piso con cada espasmo de ladrido. Hay un vidrio que se rompe y un estampido seco, como de corcho. Luego otro.
Ahora todo está en silencio. Los grillos cantan y el eco de sus voces rebota en los tapiales y se mete profundo en los oídos. Escucharlos le hace creer que nada puede alterar el profundo equilibrio de la noche. Antonio se va aflojando. Las piernas se le doblan y su cuerpo deriva sin prisa hacia un costado de la pieza. Aprieta la mochila con tanta fuerza que las costuras se hunden profundas en unos dedos de yemas blancas.
Un trueno lo sobresalta. Alguien está pateando la puerta. Se pone de pie y mira por la ventana. Unos ojos negros lo están observando por detrás de los visillos. Calcula que si sale corriendo ahora, podrá pasar por el comedor antes que tiren la puerta. Al costado de la cocina hay una ventana. Tapada de grasa y telarañas, hace años que no la abre. Podría saltar por allí. La madera está bastante podrida. Quizás ni siquiera haría falta abrirla. Se la jugará de cabeza, con los puños firmes y cerrados apuntando hacia adelante. A lo Superman.
La puerta de la pieza se abre despacio. Vuela la cortina deshilachada. La ventana podrida se le bambolea entre los ojos y le confunde la distancia. Algo choca con su pie izquierdo. Cae al suelo. Una media cara de perro se burla de él. Lo que queda de la cabeza le muestra unos dientes al aire y un borrón enrojecido allí donde recuerda el hocico. El estruendo de la puerta del patio lo despabila. Vuelan por todas partes restos de vidrios, tela metálica y madera. Los vidrios le acarician los tobillos y le dejan de recuerdo unos surcos trémulos, rojos de la sorpresa. Antonio mira hacia la puerta rota y lo único que ve es el patio reseco. Un hombre de traje azul se mete de golpe. Antonio se levanta. Pone todo el peso de su cuerpo entre los hombros y encara hacia el desconocido con los dos puños temblorosos juntos hacia delante -como Superman- se repite para darse ánimo. Para no resbalar, sus pies esquivan la sangre del piso y dan el empujón.
El trajeado lo ve venir y levanta las manos por instinto. Un estampido sofoca la cocina y lo ensordece. Algo espeso y caliente le corre por la cara. Huye hacia el dormitorio. Se enreda en la cortina y al pasar cierra de un portazo y pone la llave.
Ahora la mochila le pesa como nunca. Tiene nuevas manchas para mostrar y algunas roturas que no extrañan para nada el monótono entramado plástico del nailon. Acurrucado en el rincón más alejado de la puerta, Antonio se toca la cara. Falta carne en gran parte de la mandíbula y la oreja parece no estar en su sitio. Cuelga en un ángulo extraño y se muestra resbalosa al tacto. Por el momento no le duele. Un temblor sordo le recorre los brazos y las piernas y los sonidos le llegan amortiguados, como si soñara.
La Puerta se sacude. Saltan astillas. Hay gritos y corridas. Escucha órdenes. Toma la mochila y espía por los visillos. Ya no hay ojos observando. Sólo el frío gris de la calle y unas polillas volando sin rumbo por el aire. Abre un poco la ventana e Introduce la mochila por el hueco. Siente el golpe seco al otro lado de la pared.
Al final la puerta se abre. Las luces de la pieza están apagadas. La puerta abierta es un fanal enorme que le cae directo a los ojos. Entra el trajeado y detrás de él dos hombres más. Lo miran con desprecio y le preguntan por la mochila. Intenta decir que no sabe nada, pero apenas abre la boca un dolor intenso y profundo como una garra lo toma de la cara y lo corta hasta el estómago. Mueve las manos. Las palmas hacia arriba. El trajeado hace una seña. Uno de los otros se acerca y lo patea en las costillas. Varias veces. Sin saña. Sólo con calculada eficiencia. Desde el suelo, Antonio piensa que le gustaría contestar. Sólo para hacer que se vayan. Para que salgan de su casa. Pero el dolor no lo deja. Lo tiene agarrado por las pelotas y él sabe que no lo soltará. Sabe que puede luchar y por unos segundos lo intenta. Lo único que consigue es aumentar la sensación. Se queda quieto en el suelo, temblando. El hombre repite la pregunta. Esta vez no lo golpea. Lo mira de lejos, agachándose un poco y haciendo visera con una mano. Lo presume desmayado. Los tres hombres abandonan la pieza. Los oye en la cocina, revolviendo cosas.
Los sonidos le llegan claros, con una nitidez impropia del momento. Su cabeza es como un gran zapallo anaranjado y hueco donde el sonido se transforma en ruido y se distorsiona y rebota y al final es otro desgarro incontenible que hiere indiferente su conciencia. Afuera, un arrastrar de pantuflas viejas se acerca a la ventana. Los pasos se detienen de improviso. Por un segundo solo hay silencio. Luego los pasos se reanudan y vuelven por donde vinieron. Antonio nunca los escuchó tan rápidos, tan enérgicos.
Los hombres vuelven. Uno saca una pistola y se la pone en la frente. Repite la pregunta. Una y otra vez. Mira hacia atrás. Traen al perro y lo tiran a sus pies. Le preguntan si le gustaría terminar igual. La media cara lo observa en silencio. Un único ojo velado lo interroga desde el cráneo. Al mirarlo recuerda su dolor y cae en la cuenta de que están los dos iguales. Si pudiera reírse lo haría -piensa- Y todo le parece tan ridículo. Es como una película. Está viendo la película de las diez, o el continuado del domingo, no sabe bien. Hasta les está tomando cariño a los actores. Piensa que le gustaría que el trajeado triunfara y saliera de la casa a los gritos y con la mochila en alto. Por eso intenta decirle. Le sale un "eja.." desdibujado, enredado en la tormenta que es ahora su lengua violácea. La mandíbula se le duerme en un ángulo extraño.
Algo sucede. Suena un celular. El trajeado putea y se lamenta. Hace un gesto a los otros que salen presurosos de la pieza. Se le acerca haciendo a un lado el saco sucio y azul, dejando al descubierto una funda marrón. Lo levanta de los sobacos. Con un repentino y postrer insulto hunde un puñal en sus costillas.
No siente nada, salvo una sensación tenue, un cierto calor que le sube a gatas por el costado.
Lento, como las gotas de humedad que se condensan en los tejados, Antonio cuelga de sí mismo hasta que la gravedad se cansa y se lo va lleva sin prisa de nuevo hacia el suelo embaldosado.
Le queda la cabeza justo enfrente a la de su perro.
Suenan bajas las sirenas. Aúllan con la urgencia de quien busca con desesperación algo perdido. A medida que pasan los segundos se hacen más nítidas, más imperativas.
Antonio mira la cara del perro. Por detrás de las orejas, lo pelos están sucios y pegoteados. Algo ha brotado desde algún lugar y forma un charco pequeño debajo del ojo velado. Todo su mundo es ahora una cara triste de perro y unas sirenas que desgarran sin piedad los restos de su conciencia.
Antes que venga su noche y se lo lleve todo, hay algo que Antonio desea con toda su alma. Antes que venga su noche y lo arrastre hacia el olvido, Antonio piensa que le gustaría mucho, pero mucho, poder acariciar a su perro.
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