CIUDAD › 30/05/1993
› Por Horacio Vargas
-- Cuando hagás el asadito, avisá negro--, le dice un compadre. Es mediodía en Parque Field y acaba de ser saqueado el mercadito de calle Baigorria. Hay un hombre en el techo de zinc del minimercado --donde sobresalen puestos de carnicería, verdulería y venta de bebidas-- que intenta ordenar la furia devastadora de los packman.
-- De a uno, por favor, que se pueden lastimar--, grita el hombre que está en el techo. Y tiene razón. Desde que la prepotencia del barrote terminó con la seguridad del local, una pequeña abertura deja paso al pecado. La cuestión es que no puede pasar ni salir más de una persona a la vez.
-- ¿Hay azúcar, doña?--, pregunta una mujer gorda en la cola de los saqueadores.
Calle Baigorria divide en dos al vecindario. Al norte están los dueños de viviendas, construidas con la intención de levantar una imitación pacífica y recoleta de algún barrio californiano. Mucho verde, mucha tranquilidad. Eso era, en los orígenes, Parque Field. Esos son los vecinos que salieron de sus refugios para escrutar, indignados, los rostros de los saqueadores, curiosamente los que viven al sur de Baigorria, los que nunca soñaron con California Country.
Uno de los que sufren me indica una cama. Casi la última del pabellón. Allí está el pibe. Se asusta cuando me acerco. Estúpidamente le aclaró que no soy policía. Está solo entre tanto dolor. Está herido en su pierna por una bala policial perdida, que le impactó cuando miraba parado en un muro cómo saqueaban camiones con alimentos en la ruta que une Buenos Aires con Rosario en su barrio.
Juan, Pedro, qué importa su nombre. La crónica del día se encargó de su existencia.
El hombre gira su cuerpo y se anima: -- Mire, va a tener que tomar otro taxi, porque yo ahí no entro.
En Las Flores el aire está enrarecido. Es el último foco de agitación social que la policía no pudo apagar. Sus calles le dan nombre a plantas compuestas de cáliz, corola, estambres y pistilos. En Flor de Nácar, por ejemplo, hay un cartel que dice "Autoservicio Moya", y está enclavado en el corazón del barrio. Su dueño está parado en la vereda, mirando hacia un punto incierto, acaso hacia esos rostros que se mueven en el interior de las casillas miserables, donde las puertas fueron reemplazadas por un retazo de cortina, en el mejor de los casos.
- Así que periodista--, acota, malhumorado, después de la presentación de rigor.
-- Ve aquella dos mujeres, esas dos gordas que vienen caminando por el medio de la calle...--. Hace una pausa y me mira.
--Ajá--, le respondo.
--Esas son las dos putas del barrio que anoche armaron todo para vaciarme el negocio--. Está enfurecido, y se va con la bronca a atender a los clientes cuando ve que las dos gordas marchan desafiantes hacia el boliche. Me pregunto qué hará Moya si lo entiende como una provocación. Por las dudas, no se detienen y siguen de largo. --Esas putas vinieron anoche con los pibes y se llevaron de todo. Después vinieron los más grandes--, arremete el hombre desde el otro lado del mostrador. Su hija está atendiendo a un chico en harapos que pide comprar yerba. Los estantes están vacíos, y aún pueden percibirse paquetes de azúcar desparramados en el suelo, como saldo de la batalla del ejército de los hambrientos, los desesperados y los oportunistas.
Moya es un personaje. Ha decidido soldar la balanza al mostrador, para evitar nuevos asaltos. Y se esfuerza en controlar el nuevo sistema de seguridad de su mercadito. En algún lugar esconde una escopeta.
-- Por más que me roben y una mil veces, yo me voy a quedar acá, no les voy a dar el gusto de irme--, advierte.
Una mujer, que espera su turno para comprar alimentos, fija su mirada en él. No parece estar muy de acuerdo con el comerciante. Y se lo dice: --Sabe qué pasa, Moya, usted tiene las cosas muy caras...--. Moya le retruca: -- Y vaya a comprar a otro lado...--
La mujer lo interrumpe: --Adónde, Moya, si el supermercado que tenía el barrio quedó destruido después de los saqueos y no lo van a abrir más.
Un 29 de mayo de 1989, a la madrugada del domingo, la ciudad se fue a dormir con el sonido de la furia. El estallido social, hasta entonces una mera categoría de análisis, se escuchó en Rosario. El saqueo se transformó entonces en un acto premonitorio, una advertencia moral en un país carcomido por la hiperinflación. Para este periodista hay ciertas imágenes -a pesar del paso del tiempo- que aún siguen presentes. (H.V.)
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