› Por Rudy
¿Cómo anda, lector, cómo le va? Acá estamos, nuevamente saludándolo, como todos los sábados. Este saludo ya se ha hecho costumbre, agradable, deseable, podría decirle que necesario. Es más, se lo tengo que confesar: es algo que me supera, no puedo contenerme.
Ni bien se acerca, digamos, el martes y ya me imagino el sábado a la mañana, saludándolo. De hecho, debo decirle que me cuesta esperar 7 días. En realidad no puedo. A la tardecita del miércoles empiezo a saludar a la gente que se aparece por ahí. Primero a los que conozco, pero después a todos. Luego a las mascotas. A los árboles. Y finalmente termino lanzando saludos al aire, con la esperanza de que alguien los va a recibir. Y luego, ya entrada la noche, aun sin esa esperanza, yo sigo saludando. Me han dicho que padezco un “saludium tremens”.
¿Cómo es el saludo? Primero es sólo un leve gesto, apenas perceptible, con mi mano derecha. Es como que muevo un poco los dedos. Podría parecer que los estoy elongando o relajando. Pero luego agito la mano. El brazo. La cabeza. Termino a los gritos, emitiendo un desgañitado: “Hola, ¿cómo le va?”, y contrayendo músculos de cuya existencia dudo. También he intentado traducir ad hoc esa misma frase a otros idiomas y dialectos.
Todo para saludarlo. Para saludarlo a usted, Para que usted me escuche, lector. Sabiendo que usted no me va a escuchar sino que me va a leer, y recién el sábado. Lo entiendo, lector, todo en su medida y armoniosamente.
Quizá sea porque de chico me enseñaron que “saludar a todos es de buena educación”; o me obligaban a dar –o, peor aún, a recibir– un beso a/de la tía Eduviges en la mejilla. ¿O habrá sido esa frase “lo que está quieto se pinta, lo que se mueve se saluda” que me repetía el cabo primero Gómez en la colimba que no hice?
Supongo que debería ir a “Saludadores Anónimos”, y en la próxima reunión decir: “Hola, soy Rudy, hace un minuto que no saludo a nadie... En realidad llevaba un tiempo un poco más largo de abstinencia, pero acabo de saludarlos a ustedes”.
Todo para que me escuchen. Todo para ser escuchado. Uy, parece el cartel de propaganda de un bazar: “Todo para ser escuchado”.
Es que lo digo aquí, quizá no por primera vez (en verdad lo digo cada vez que puedo): el principal drama del hombre, la mujer, el niño, el adolescente, el perro, el tamagotchi y el helecho del siglo XXI, es lograr ser escuchado.
Hay gente que paga para que la escuchen (los pacientes en las terapias, por ejemplo); y otros que cobran (los locutores, los monologuistas, los periodistas); y muchas personas hacen ambas cosas, depende del momento y la situación.
Quizá la próxima guerra no sea por petróleo, ni por territorios, ni por dinero, sino por tiempo (aunque, claro, time is money).
¡Uy, lector, lo hice de nuevo! ¿Ve que yo me pongo a hablar de cualquier cosa, y siempre termino hablando del tiempo? ¡Pero qué barbaridad! ¿Será una adicción, algo que no puedo controlar, que escapa a mi... a mi... ¿a mí?? Tendré que ir también a “Cronófilos Anónimos”, y saludar a todos diciendo: “Hola, soy Rudy, hace un minuto que no hablo del tiempo; hacía más, pero acabo de hacerlo ahora al saludarlos a ustedes y mencionar mi record de abstinencia”.
Difícil, lector. El tema de las adicciones. Sería muy simple limitarlo a “las conocidas”, aquellas que provocan tanto sufrimiento bajo la promesa de un instante de placer, escape u olvido (léase tabaco, alcohol, sustancias diversas, de las legales y de las otras). Pero para eso ya existen disciplinas que se encargan, sin duda mucho mejor de lo que podríamos hacer noso-tros, de estudiar, prevenir, ayudar, tratar...
Lo que se nos plantea, lector, es la existencia de otro tipo de adicciones. Quizá más nuevas, quizá no son reconocidas como tales, aunque puede ser que sí, no tenemos tiempo para investigar esto, ya que tenemos varias vidas que jugar en nuestra computadora, y un montón de gente a la que tenemos que aceptar o pedir que sean nuestros contactos.
Pero nos estamos refiriendo a la adicción en sí, a eso que no quiere o no puede ser escuchado –¿por uno mismo, por otros, porque es angustiante, porque oculta otra cosa?– y entonces encuentra en una sustancia, en un juego, en la “constante comunicación incomunicada”, un momento de escape.
Y algunos medios la denuncian. Otros la estimulan. Otros la ignoran.
Quizá todo esto se pueda resumir en aquella canción de Moris: “De nada sirve escaparse de uno mismo... para la soledad interna, que siempre nos corre, eh eh”. Entonces, para no “escaparse de uno mismo” uno “hace como que se encuentra (pero se desencuentra)” en el mundo virtual, en el que se puede “ser quien no es, pero querría”, dejar de escuchar el afuera y el adentro para escuchar eso que dice Internet. Jugar, incluso contra uno mismo si uno crea “dos perfiles”. “Para saber cómo es la soledad” quizá se podría completar hoy con “hay que tener, un teléfono smart”.
Pero nosotros seguimos, con usted, presentes, como nos sale. O sea, con chistes
Hasta la semana que viene.
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