¿Cómo le va, lector? ¿Qué dice, qué cuenta, cómo anda? Y me atrevería a preguntar ¿por dónde anda? Porque, ¿sabe una cosa? Tengo la sensación de que en estos tiempos que corren y nos corren una de las cosas más difíciles que hay es lograr ser escuchado, que a uno lo escuchen, pero otra (y hay algunas más, la lista de dificultades de los tiempos es tremenda) es saber dónde está el otro. E, incluso, no es tarea fácil hoy en día saber dónde está uno mismo.
Uy, ¿¡pero este tipo en cinco renglones quiere resolver cuestiones existenciales!?, dirá usted. Pero usted ya me conoce, lector, ya nos conocemos. Hace 28 años que no resolvemos ninguna cuestión, pero intentamos cierta reflexión. Bueno, suponiendo que el humor proponga cierta reflexión.
Y está bueno reflexionar juntos. Es mucho mejor que flexionar juntos. porque además en ese caso quizás usted flexione los codos, y yo los brazos. Usted seguramente está leyendo, y yo, ahora (que no es su mismo ahora), escribiendo. La postura es diferente y eso complica todo. En cambio, para reflexionar podemos intentar hacerlo juntos, desde diferentes posturas (en este caso filosóficas, ideológicas o gastronómicas), o bien, quién le dice, tengamos la misma, o una parecida, o al menos, cierta coincidencia.
Para poder reflexionar, no hace falta que seamos almas gemelas. Yo suelo decir que no creo en las almas gemelas. ¿Para qué quiero un tipo que se quiera bañar a la misma hora, quiera dormir del mismo lado de la cama y le guste la misma mujer que a mí? ¡Nononononó y no! ¡Para yo... conmigo alcanza!
Lo interesante sería conocer gente con diferentes posturas, con quienes uno pueda discutir, polemizar, enriquecerse..., en fin, escucharse.
Y volvemos al tema con que empezamos esta nota: lo difícil de escuchar. Bueno, en verdad habíamos dicho: “Lo difícil que es ser escuchado”. Pero es claro que “para que alguien pueda ser escuchado se necesita a otro/a que lo/a escuche”.
Y esto no se soluciona, como dice una amiga, con el programa “Audífonos para Todas y Todos”. Es otra cosa.
Por ejemplo. El viernes que viene es 24 de abril de 2015. Un día como cualquier otro día. Va a haber gente que cumple años, otros que rindan exámenes, otros que se casen, se divorcien, se enamoren, adopten un gato, se encuentren después de muchos años, o se peleen por una suprema boludez. Los porteños, además de todo eso, vamos a estar pensando a quién votamos en las PASO, ilusionándonos con una propuesta, o con una promesa, o con una cara. O preguntándonos qué hacemos, a quién ponemos en el sobre, a quién le damos nuestra intención representativa con el fin de poder ratificarla en unos meses, y saber que luego, durante 4 años, ese/a va a dirigir o legislar en la ciudad que desde más de un siglo es la capital de nuestro país. Dura tarea la de los porteños el próximo fin de semana.
Sin embargo, en el mundo, el próximo viernes 24 de abril de 2015 va a tener (además) otro significado. Histórico. Político. Fundamentalmente humano. Porque se cumple un siglo, cien años, del genocidio perpetrado contra los armenios, que aún no ha sido reconocido oficialmente como tal. Más de un millón de armenios (las cifras suelen hablar de un millón y medio, en cualquier caso son escalofriantes) muertos..., asesinados, por decisión de... otras personas.
¡Y nosotros que nos quejamos que no logramos que nos escuchen! ¡Nos quejamos de llenos, diría mi prima!
Porque esa denuncia, la del genocidio, hace un siglo que está esperando ser escuchada, y tenida en cuenta como corresponde.
No es que “no los escuche nadie”. Nuestro país es uno de los que ha reconocido el hecho, a lo que se ha sumado, en estos tiempos, el Papa, lo que le ha valido “la condena” del Estado acusado –¡guau, el acusado condena... qué extraña manera de juzgar, qué raro está el mundo!–. Pero falta.
Decimos entonces que ese acto tremendo, ese millón y medio de actos tremendos, todavía necesita ser escuchado. Y no es, como alguien (que justamente, no tenga ganas de escuchar) diría “un problema de los armenios”. Es bastante conocida la anécdota en la cual, 25 años después, en los inicios de los ’40, los nazis se despreocupaban de las consecuencias que pudiera tener la Shoá (léase la aniquilación de judíos, gitanos, etc.) porque “total, con los armenios ya pasó, y nadie dice nada”. Y esto sólo por dar un ejemplo de que “por más egoístas que queramos ser, hay cosas que nos afectan a todos”. Hablábamos entonces de “no ser escuchado”.
Pero parece que, a pesar de todo lo dicho, hay gente que sí es escuchada. Y vista. Y seguida. Por millones de personas. Que además están pendientes, y piden ser avisados de cualquier cosa que “el escuchado” haga, diga, toque, guste, escuche, simule. Y luego, el gesto, la frase, el acto es comentado y propagado por esos millones y sus cercanos. Más millones.
Y no se trata –¡Dios mío (aunque soy agnóstico, igual lo pido), por favor que no se trate!– de nuevos líderes políticos, religiosos, filosóficos. No se trata de personas cuya palabra es esperada con la posibilidad de que a partir de allí el mundo mejore, se descubra la cura de alguna enfermedad, se termine con el hambre, la violencia o la injusticia.
¡Nada más lejos! Tampoco son lo opuesto: no son líderes malvados que llaman a la conquista del mundo ni a la destrucción de un enemigo extragaláctico. ¡Noooo, se trata de adolescentes que filman algún acto cotidiano de sus vidas! Eso, sólo eso.
En esos videos comentan algo sobre algo, o explican cómo hacer para pasar el día entero sin hacer nada, o comen pizza con sus amigos, y luego eso aparece en la red, se virtualiza, se viraliza, se multiplica y se transforma, empresas mediante, en un medio millonario de vida.
Sí, miles, cientos de miles, millones de jóvenes o no tanto, siguen sus aventuras sedentarias y virtuales, también sin moverse de su propia virtualidad, sin esperar de ellos otra cosa que “su próximo video”.
Y aunque nuestro lector y quien esto escribe no lo entendamos, no lo podamos entender, hay todo un mundo allí.
Y de esto trata este suplemento, de ese mundo con muy pocos escuchados, y muchos que no. De esos extraños “No líderes” capaces de mover multitudes sin moverlas.
Puro siglo XXI.
Hasta la semana que viene, lector.
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