PRIMER AMOR
› Por Macky Fugitiva
Los signos —ansiedad sin motivo, el celo de la “amiga”, el tiempo como una pegajosa sustancia morosa e irritante, miradas como imanes— sólo serían inteligibles con el tiempo; por entonces, todo apuntaba a una amistad “singular”.
Moni y yo, compañeras de estudios universitarios, compartíamos cada vez más tiempo juntas. La mañana, la tarde —y con el tiempo, las noches— empezaron a encontrarnos... charlando animadamente, jugando, comiendo, riendo, estudiando/nos.
Que yo la extrañara inventando nuevas dimensiones para esa emoción, que nuestras respectivas amigas comenzaran a murmurar o que ella eligiera quedarse conmigo, mintiéndole por teléfono a su novio, sólo tuvo explicación una noche de verano —hace más de veinte años—: volvíamos tarde de la última clase, Derecho, recorriendo —inusualmente calladas y pensativas, los ojos tallando el asfalto— las calles desiertas que nos llevaban al departamento que yo compartía con otras cinco chicas (todas de Cutral-Có, estudiando en la Capital). En la puerta de entrada común de un edificio de departamentos nos detuvimos para despedirnos; la charla costaba, como nunca antes, y una cierta energía comenzó a envolvernos, fragante y delicada: no recuerdo cómo terminamos besándonos, las lenguas de pronto estrenando otro lenguaje, desesperado, carnal, preverbal, forjado en deseo inconsciente durante meses. Luego, hubo apenas palabras, todo pertenecía al reino de la sensualidad, del puro instante.
Fueron unos pocos meses, donde del estupor pasamos al desorden de las sábanas, del lino a los planes, de los planes al miedo y a la intriga, y de allí a la distancia.
Pero no hay peros en la historia amorosa, sólo un largo, obtuso interrogante.
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