Tenían las dos 37 años cuando descubrieron el amor y el placer cada una en el cuerpo de la otra. Antes de eso ni siquiera se animaban a pronunciar la palabra “lesbiana”. Mujeres casadas, con una relación casi familiar entre ambas parejas, Norma Castillo y Ramona “Cachita” Arévalo lograron a pesar de todo desafiar su educación católica, su secreta vergüenza, sus prejuicios. Hoy, 30 años después, lideran el primer centro de jubiladxs LGBT y esperan que la Justicia les dé el sí para poder casarse.
› Por Damián L. Martino
Una puerta celeste enmarcada en un frente de paredes blancas separa a la monotonía del barrio porteño de Parque Chas de la calidez hogareña y festiva que Norma Castillo y Ramona “Cachita” Arévalo imprimen a su casa de Bucarest al 1400. Allí, las visitas son bien recibidas a cualquier hora del día, una manera de prepararse para transformar su hogar en un centro cultural largamente planeado. Norma y Cachita tienen exactamente la misma edad: 67. Juntas desde hace 30, firmaron su unión civil en junio del año pasado con un festejo que reunió a todos sus vecinos. Sin embargo, lo que ellas quieren es casarse y por eso presentaron una acción de amparo ante la Justicia que todavía no tiene respuesta. Para ellas ya llegó la hora de contarle al mundo lo que durante tanto tiempo no pudieron. Es que dos de esas tres décadas de pareja fueron vividas en la clandestinidad, en un pueblo colombiano al que emigraron siguiendo a sus maridos y, en el caso de Norma, también huyendo de la represión de la última dictadura militar.
Volver a la Argentina fue también una apuesta a quebrar el silencio, a reunirse con otros y otras como lo hacen a diario en el primer centro de jubiladxs LGBT de Argentina del que Norma es la presidenta. Su voz es la que se escucha en esta entrevista, mientras su esposa –aun sin papeles– asiente, se sonroja y se maravilla del camino recorrido y de ese paso que dieron juntas una noche de ron, calor y baile en el que una mordida en la oreja abrió la puerta a lo que nunca habían imaginado.
–A Ramona la conocí en marzo del ‘71 por intermedio de Julio, mi marido. Ella era la mujer del primo de mi esposo y vivía con él en Uruguay. Cachita llegaba con su marido de visita a la Argentina, para luego radicarse definitivamente en Colombia, que era el país natal de mi esposo y toda su familia. En aquel momento yo tenía 28 años, hacía muy poco tiempo que me había casado y vivía en La Plata. Así fue la primera vez que nos vimos y no volvimos a hacerlo hasta el ‘77, cuando con Julio nos fuimos a vivir al pueblo donde ellos estaban.
–En aquel tiempo, ni siquiera podía pensar en una relación con otra mujer. Si alguien me hubiese dicho que iba a enamorarme de Ramona, me habría caído redonda al piso porque era totalmente homofóbica y parte de un sistema conservador que hoy quiero derribar por completo. Durante toda la primaria, las monjas del colegio al cual asistía, en Corrientes, se habían encargado de inculcarme toda su doctrina de culpa y aberración hacia los “sodomitas”, por lo que no había otra alternativa que casarse con un hombre y formar una familia “como Dios manda”.
–En aquel momento, no podía definir concretamente qué me sucedía. Me acuerdo que en mi adolescencia estaba embelesada con Doris Day, pero era algo oculto. Me gustaba, pero no podía definir ese sentimiento y, mucho menos, exteriorizarlo.
–Me casé porque Julio me gustaba. Era bastante enamoradiza y él me había flechado. Además, el hippismo, que comenzaba a hacerse visible en nuestro país, daba margen a una revolución en la que todo el mundo tiraba la chancleta. Si una chica tenía 23 o 24 años y aún era virgen, la miraban raro. Es así como preferí olvidarme de lo que me pasaba y vivir una vida heterosexual como mis padres y la sociedad entera me habían inculcado. Después, las cosas cambiaron, porque yo no era la misma y, además, porque había reaparecido Ramona en mi vida.
–Teníamos que irnos, eran tiempos muy jodidos. Yo estudiaba y militaba activamente en La Plata y en aquellas épocas de dictadura era muy difícil hacer política en el país. Me acuerdo que en una de las tantas manifestaciones que hicimos en la universidad, durante la dictadura de Onganía, la cosa se puso pesada y los milicos nos soltaron a los perros. Uno de ellos me agarró del poncho que llevaba puesto y casi me devora viva; ese día pensé que no viviría para contarlo. De todas maneras, aquellas no fueron épocas tan crudas como las de Videla. En marzo del ‘76 todo empeoró y, luego de un año de sucesos indescriptibles, tuvimos que exiliarnos a Colombia.
–Me resulta muy difícil hablar del tema porque me enfrenta a un pasado de mucho dolor. Básicamente, quiero resaltar que lo que me pasó, tanto a mí como a muchos de mis amigos, fue terrible y, aún hoy, me siguen doliendo los muertos. En aquella época, yo trabajaba como colaboradora en el Hospital de Niños y, desde que empezó la dictadura de Videla, el panorama comenzó a tornarse caótico y terrorífico. Todos los días nos enterábamos de la desaparición de un compañero y los allanamientos nunca faltaban; la pasábamos muy mal. Tuve que irme porque no me quedó otra y no tenía margen para elegir. Si hubiese existido la opción, sin dudas me hubiese quedado a luchar por mi país, pero me detuvieron y, luego de apretarme, me torturaron hasta el cansancio. Las alternativas eran dos: me iba a Colombia con mi marido o me mataban.
–Cuando me fui de la Argentina comencé a vivir nuevas experiencias y me alejé de la política, pero nunca olvidé mi pasado. Mientras iba en el tren rumbo a Colombia, recordaba todo lo que había dejado en el camino y sentí un dolor que aún perdura. En la frontera con Bolivia, había un alambrado que separaba a ese país con el nuestro y cuando lo crucé, sentí que estaba abriendo una nueva puerta, sin dejar cerrada la anterior. Hoy, a la distancia, ese pasado aún pesa.
–La historia es bastante increíble, pero me di cuenta que me gustaban las mujeres un minuto antes de subirme al tren que me haría abandonar el país. Realmente, creo que soy medio retrasada porque siempre llegué tarde a todos lados y, mucho más, a darme cuenta de lo que sexualmente me pasaba (risas). La cuestión es que si no hubiese sido por Teresa, nunca me hubiese asumido.
–Teresa era una vieja amiga de militancia que vivía al lado de mi casa, junto con otra chica que también militaba conmigo. Ella vio primero que nadie lo que yo sentía y fue la primera en hablar de mi sexualidad. Aunque tenía varios conflictos y estaba un poco loca, era una persona muy especial y no tardó en hacerse mi amiga. En aquel entonces, yo estaba casada con Julio y no existía la posibilidad de una relación lésbica, pero Teresa había visto algo en mí. “A vos te rascan un poco y se descubre lo que escondés”, me insinuaba constantemente y yo no entendía nada. Por eso, lo que me dijo un minuto antes de que me subiera al tren, me cambió la vida por completo: “Vos me querés a mí”. Fue en ese momento cuando caí en la cuenta de que era cierto lo que decía: me gustaban las mujeres. Y, más aún, me gustaba Teresa.
–No. Teresa era muy buena amiga, pero estaba muy loca. ¡Me hubiese complicado la vida más de lo que la tenía! (risas). Ella significó mucho para mí y fue la persona que me ayudó a descubrir mi sexualidad y lo que yo quería realmente.
–Absolutamente. Era muy difícil para mí hablar de ello. Cuando llegamos a Colombia, nos fuimos con Julio a vivir a Pivijay, el pueblo de su primo, y allí me reencontré con Ramona. Nos hicimos amigas y ella, sin saberlo, me ayudó mucho en todo este proceso. Al poco tiempo, estaba enamorada de Cachita y la necesitaba mucho, pero callé porque tenía miedo de su respuesta. Como siempre digo, los guiones de Alberto Migré quedan chicos para nuestro culebrón, porque no sólo estaba enamorada de una mujer, sino que ésta estaba casada con el primo de mi esposo y tenía un hijo adolescente; detalles suficientes que reducían mis posibilidades por completo. Pero una noche me olvidé de todo e hice algo que cambió la historia (risas).
–Estábamos en la fiesta de un vecino del pueblo y, como yo nunca supe tomar, me encontraba totalmente alcoholizada de ron. La fiesta terminaba y nuestros maridos bebían las últimas copas, mientras que Ramona y yo entrábamos al auto para esperarlos e irnos. Estábamos una al lado de la otra y hablábamos, hasta que, movida por un instinto que no sé de dónde nació, me acerqué a ella y le mordí la oreja, despacito. Si no hubiese estado borracha, nunca lo hubiera hecho.
–No, esa noche quedó todo ahí porque estaban nuestros esposos. Al día siguiente, no me acordaba de nada y Ramona se apareció en mi casa para decirme que teníamos que hablar. Me quise morir porque imaginaba que era algo relacionado con lo que a mí me pasaba, pero no podía recordar qué había hecho. Así estuvimos una semana hasta que un día aprovechamos que nuestros maridos se habían ido al campo para juntarnos. Cuando llegué a lo de Cachita, ella no dudó en enfrentarme con la firmeza que la caracteriza: “¿Vos me hubieses hecho lo mismo estando sobria?”, me preguntó y yo le contesté que sí, sin saber lo que había pasado. Así fue como estuvimos toda la noche juntas y vivimos nuestra primera experiencia lésbica, a los 37 años.
–Mi relación con Julio continuó hasta que quedé viuda. En un principio, lo que nos pasaba era tomado como un juego pasajero y no teníamos pensado terminar con nuestros matrimonios ni empezar con una relación. Con el tiempo, Cachita se separó de su marido, su hijo se fue con él a Barranquilla y ella comenzó a vivir en nuestra casa. Lo mío fue todo mucho más costoso y duró varios años, dada la enfermedad de mi esposo. El era alcohólico, fumaba mucho y, con el tiempo, se enfermó de cáncer de laringe. Yo sentía mucha culpa por lo que le pasaba y más por la relación clandestina que llevaba con Cachita.
–No, todo lo contrario. Ella me contenía y me ayudaba a afrontar la enfermedad de mi marido porque, a pesar de todo, yo seguía con él. Mientras Julio estaba enfermo, pasamos varios meses sin estar juntas y entre las dos teníamos que cuidarlo para que no tomara ni fumara.
–En ese momento comenzamos a construir nuestra relación, aunque me costó bastante dejar las culpas, y hasta creo que aún hoy me persiguen. Seguíamos juntas en la casa de Pivijay y la gente nunca hizo ningún comentario al respecto. Obviamente, la mayoría de nuestros vecinos y familia sabían de la relación, pero nunca nos faltaron el respeto ni nos dieron vuelta la cara. Creo que es algo que se imaginaban desde antes de que muriera mi esposo. Además, el hijo de Cachita lo tomó de maravilla y hasta me pidió que fuera la testigo de su boda.
–En principio, para que Ramona se reencuentre con su hijo, que estaba estudiando aquí, y porque yo necesitaba reconstruir mi pasado. Realmente, el volver a la Argentina significó un nuevo giro en mi vida y hoy quiero mostrarme al mundo entero, para que mi historia pueda contribuir a que la gente no discrimine, ni tome un camino erróneo como yo, siempre movida por el terror y la culpa.
–Sin dudas, para saldar las cuentas pendientes con mi país. Aún hoy me duele haber dejado la Argentina, mi trabajo y mis amigos en el momento en que más se necesitaba luchar, pero lo vuelvo a repetir: no tuve opción. Yo hubiese elegido quedarme, por eso me pone muy triste escuchar comentarios tales como: “¿Vos qué hiciste por el país?, si en la primera de cambio te fuiste”. No me hace bien revolver nuevamente toda la historia, pero acá estoy y debo aprender a enfrentarme con mi pasado para poder curar las heridas. Es por eso que hoy lucho por una Argentina en la que no se discrimine por elecciones sexuales y para que los jóvenes de hoy no tengan que ocultarse mañana, como yo lo he hecho.
–La iniciativa comenzó cuando todavía estaba en Colombia. Hacía bastante tiempo que tenía interés de cooperar con todo lo relacionado con las cuestiones de género, así que no bien llegué a Buenos Aires comencé a trabajar en ello. Por medio del grupo La Fulana, conocí a María Rachid y, a través de ella, a Graciela (Balestra) y Silvina (Tealdi), del grupo Puerta Abierta, que abordaban un tema de gran interés para mí: la situación de los homosexuales de la tercera edad. Realmente, sentía una preocupación absoluta por aquellos gays que, como yo, pisaban los 60. ¿Dónde estaban? ¿Adónde fueron? ¿Se habían evaporado?
–Escondidos, como en su juventud. En nuestra época las palabras gay y lesbiana eran tabúes, y muchas de las personas de nuestra generación arrastraron esa lógica de autodiscriminación.
–La reacción fue apabullante y exitosa. Formamos una comisión directiva de nueve jubilados y fui nombrada presidenta del centro. El tema es que no todos se animan a dar la cara, por miedo a la reacción de sus familiares; muchos tienen miedo de reconocerse. Es por eso que, si bien en un principio se inscribió un número de personas que superó nuestras expectativas, con el tiempo dejaron de ir por la misma lógica de autocensura y culpa. Pero, como diría Ramona, no somos cucarachas para escondernos dentro de un placard. Es por eso que los viejos debemos dejar atrás los tabúes.
–Todo surgió gracias a la iniciativa de Luis D’Elía, que fue nuestro testigo. El fue quien nos puso esta idea en la cabeza y nos ayudó a que podamos concretarla. Acá, en Parque Chas, la respuesta fue increíble y los vecinos nos hicieron una fiesta.
–A Luis lo conocí meses después de instalarnos en Buenos Aires. Nosotras regresamos a la Argentina en 1998, pero recién seis años después llegamos a Parque Chas, ya que antes vivíamos en el pueblo de Goya, Corrientes, donde yo nací. Así fue como me contacté con la gente de las cooperativas de la Federación Tierra y Vivienda de Boedo y luego, con ayuda de Luis, instalamos un centro en Parque Chas. Desde ese entonces, trabajamos en programas de viviendas con el objetivo de generar espacios dignos de desarrollo, crecimiento y trabajo para todas las personas. Como tantos compañeros de la cooperativa, puedo observar que hay presupuesto y programas de autogestión, pero no se construye nada. Por eso, creo que el cooperativismo es el único camino para que todo el mundo, independientemente de su sexo, género y edad, tenga una vivienda digna.
–Esta semana comenzamos a poner en condiciones el patio de nuestra casa, para que funcione como un centro cultural abierto a todos los que quieran formar parte. Realmente, hace mucho que quería dedicarme a esto, pero nunca he contado con el tiempo suficiente. Hoy tengo puestas todas mis energías en enseñar pintura y hacer mis propios cuadros, ya que no sólo me da satisfacción enseñar, sino también pintar y reciclar materiales para mis creaciones. Tengo bastidores hechos hasta con chalas de choclo, y todo lo que encuentro en la calle me lo traigo para el taller; alguna vez lo usaré (risas). Por otro lado, tenemos ganas de casarnos, ya que si bien estamos muy contentas con todo lo que nos pasa, la unión civil no es suficiente.
–Si fuera por nosotras, nos casaríamos mañana, pero todo lleva su tiempo. Con Ramona presentamos el pedido de casamiento el día que hicimos la unión civil y, obviamente, nos dijeron que no. Hace un mes realizamos, nuevamente, el pedido de matrimonio y nos lo volvieron a revocar. Es por eso que presentamos un recurso de amparo y hay que esperar a que termine la feria judicial para que se produzca el fallo. Yo creo que va a ser favorable, pongo todas las fichas en eso. Las cosas tienen que cambiar.
“¿Qué sentí cuando mi amiga me mordió la oreja? Y... La verdad que un corrientazo muy fuerte (risas). No me enojé, todo lo contrario, pero sabía que las cosas no eran igual. En ese sentido, nunca tuve traumas, lo mío con Norma se dio naturalmente y cuando me empezó a gustar, no me hice demasiadas preguntas. De todas maneras, tenía dudas sobre lo que le pasaba a ella. Por eso, una noche en que mi marido se fue a visitar a su hermana la llamé para que viniera a mi casa y –al pan, pan y al vino, vino– puse las cosas en su lugar. Aquella fue nuestra primera vez y aún la recuerdo.
“A Norma la conocí a los 28 años. Las dos estábamos casadas. Sinceramente, nunca había sentido el deseo de estar con una mujer y creo que es por las enseñanzas que me inculcó mi familia desde mi infancia, en Uruguay. De esas cosas no se hablaba. Así fue como me casé con un colombiano que tenía un primo en Argentina y, cuando decidimos irnos a vivir a Colombia, pasamos antes por la ciudad de La Plata a visitarlo. Ahí estaba ella, pero en ese momento no entraba en mi cabeza que de aquella mujer me iba a terminar enamorando. Ni de ella, ni de ninguna otra.
“Me casé para irme definitivamente de mi casa, si bien con mi ex marido teníamos una buena relación y llegué a quererlo, me empujaron a él los maltratos de mi abuela. Además, a los 18 años me revelaron un secreto que lo cambió todo: mi mamá era, en realidad, mi abuela. Mi verdadera madre era a la que yo había considerado mi hermana durante todos esos años, y a la que no veía nunca. Nunca supe los motivos de la mentira, pero tampoco me interesaron. En cuanto pude, me casé y me fui.
“Cuando llegó Norma a Pivijay, luego de su exilio, las cosas marchaban bien. Nos habíamos hecho grandes amigas y todas las semanas nos juntábamos en la casa de alguna de las señoras del pueblo a jugar a las cartas. Nada fuera de lo normal hasta aquel día del auto, cuando me mordió.
“Lo que siguió se dio todo a las escondidas. Pasó bastante tiempo hasta que pudimos vivir nuestro amor libremente, pero el sacrificio valió la pena, así como también los años de relación clandestina y las culpas de Norma por su marido enfermo. Hoy estamos sumamente felices y, si bien hay gente que mira raro o no comprende nuestra relación –como mi verdadera madre–, mi alegría más grande es que mi hijo nos haya aceptado de la manera tan sincera en que lo hizo. Hoy los tiempos son distintos. Hoy tenemos el suficiente valor para no escondernos y demostrarles a todos cuánto nos amamos”.
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