TAPA
Por primera vez desde su primera edición en 1983, vuelve a publicarse La brasa en la mano, la novela de iniciación de Oscar Hermes Villordo en la que diseña toda una cartografía del deseo homosexual en los años ’50 y con la que patea el tablero tanto de su propia literatura como del modo sesgado y estetizante con que se venía tratando a la sexualidad disidente entre otros autores argentinos. Pero además, esta nueva edición tiene el valor de ser promovida por el Instituto de Cultura de la provincia del Chaco para su colección Rescates, devolviendo así el legado de este escritor que murió de sida en 1994 al patrimonio literario de su provincia natal. Como anticipo exclusivo, éste es el prólogo de la obra que será presentada mañana en la feria del libro chaqueño.
› Por Claudio Zeiger
En un cuento de Misteriosa Buenos Aires, Manuel Mujica Lainez imaginó un espejo de-sordenado. Es un espejo veneciano, Venecia es tierra de hechizos y embrujos. Como si fuera un reloj, el espejo atrasa o adelanta las imágenes reflejadas en él. La luna del espejo tarda en devolver la imagen, como si ésta surgiera de lo más hondo del agua quieta. O por el contrario, se acelera y muestra algo que aún no ha sucedido, no se ha reflejado. El espejo tiene un efecto retardado, o adelantado. Es turbio. Está desordenado.
Pues bien: es una hermosa e inquietante metáfora para definir la relación de Oscar Hermes Villordo con Manuel Mujica Lainez en particular y en general con otros escritores ricos y aristocratizantes, con la derecha liberal y con la revista Sur. Plebeyo entre los patricios, biógrafo de varios autores de linaje (Mallea, Bioy, Manucho, Victoria Ocampo), pateó el tablero con una novela realista y antiestetizante sobre la homosexualidad como fue La brasa en la mano, un insólito e importante best seller de la apertura democrática, publicado en 1983; rompió el culto de la elegancia y la referencia sexual elusiva a lo Pepe Bianco. Aunque esto no significó una forma de traición, en absoluto. Simplemente vivió en una relación contradictoria y productiva con la elite literaria.
El deseo –sentirlo, vivirlo, narrarlo– fue el motivo del espejo empañado y turbio, del desfase. No rompió el espejo, no trajo la desgracia. Sí señaló las zonas grises, la desdicha de los personajes sin defensa, la absoluta intemperie de lo marginal.
“El Myriam terrible había aparecido” escribió en La brasa en la mano en referencia a su alter ego en la novela; “el que por obstinación, porque conocía, porque no quería renunciar, se acostaba en el balneario con los guardiamarinas, los bañistas, el último borracho del bar, el chofer que
iba a orinar en el yuyal, el primer encontrado, los prostituidos que acaban por desear otro cuerpo, los estibadores de la madrugada, el enfermo escapado del hospital, el muchacho perdido, los desocupados que lo llenaban de bichos y se peinaban con el pañuelo atado al cuello para no salpicarse; todo eso que está al margen y era la ola de su balneario que aparecía y desaparecía según los reclamos de las cárceles, los hospitales y la policía”.
Villordo no rompió el espejo pero sí lo de-sordenó.
La novela de aprendizaje de Villordo registra algunos rasgos típicos –como el advenimiento desde el pueblito del interior a la gran ciudad– y otros nada típicos. La familia presenta una posición curiosa: eran privilegiados en un contexto de acentuada precariedad. Nacido en 1928 en Machagai, un pueblo de Chaco al que adelantándose al realismo mágico hubo que cambiar de lugar porque se inundaba continuamente, tuvo una infancia ligada a la tierra y a las raíces indígenas que él narraría con cierta idealización en su último libro, Ser gay no es pecado, un opúsculo escrito por encargo ya al borde de la muerte. Ahí da cuenta de una sexualidad prematura y naturalizada.
“Tenía yo poco más de seis años cuando le dije al criado que nos cuidaba a mi hermano y a mí que quería acostarme con él. Yo sospechaba que él lo había hecho, o podía hacerlo, porque lo había oído hablar con el amigo con el que andaba. Me atraía. Se llamaba Wenceslao y era negro. Mi padre lo trajo a la casa seguramente sacado de algún calabozo porque era de confiar. Así se conseguía la servidumbre entonces en esa provincia.
–¿Qué me pide, niño? ¿Qué va a decir el subcomisario?
El subcomisario era mi padre, por eso lo del calabozo.
Debí decirle que ni él ni yo iríamos a contarle nada al uniformado, pero me quedé mirándolo, grabando ese momento en que estábamos solos, yo sentado en el baúl viejo que había debajo del emparrado, y él de pie frente a mí.
No hablamos más. Después lo vi murmurar con el amigo y señalarme. Fue la primera vez que me sentí rechazado”.
Más allá de ese rechazo primigenio, quizás adelanto de otros rechazos sociales y literarios, Villordo dio a entender que no tuvo una infancia desdichada. Hay, sin embargo, un recuerdo de esa infancia de pueblo y a cielo abierto, que no pudo licuar ninguna idealización: el de un crimen por odio sexual. Demasiado pronto sus ojos vieron ese horror en forma directa.
Fernando era un joven vendedor ambulante que aparecía por el pueblo fascinando a los chicos y seduciendo a las mujeres, empujando con fuerza de su carro, querido por los vecinos, alegre y desenfadado. Nada hacía prever el mal agazapado, el rencor o la envidia, o simplemente el odio en estado puro. Un día muy caluroso, el niño Villordo y su mejor amigo escaparon de la escuela para jugar en la plaza. “Aunque crecidos, y entregados libremente a nuestros afectos, éramos muy chicos para ser testigos por primera vez de un crimen contra homosexuales. El primer indicio de que algo había ocurrido fue la gente agolpada que vimos después de traspuesto el molinete. Frenamos la carrera. No; no la paró nuestra decisión sino las escena atroz. El muerto tirado boca arriba en el cantero, bajo los naranjos agrios, era Fernando. Junto a él estaba otro, caído, dado vuelta en posición supina prono, según los sumarios policiales que copiaron las crónicas de los diarios. (...) Se habló de cartas que la policía encontró en los bolsillos de los muertos, cartas llenas de malas palabras que la pareja de amantes dirigía a la autoridad en su furia suicida, pero nada de eso convenció a nadie y todos dijeron que tanto Fernando como su amigo habían sido asesinados”.
El padre aparece como una figura singular, un comisario de campaña que trataba bien a los presos, los usaba de criados en su casa y encarcelaba al hijo en la comisaría cuando éste cometía una falta o se excedía en una travesura. Pero en la comisaría el niño Villordo era tratado con devoción y cuidados extremos de parte de presos y policías, justamente por ser el hijo del subcomisario. Al final, contó Villordo, ese hombre de ley que fue su padre “murió en su cama, no en un tiroteo con contrabandistas o en un enfrentamiento con asaltantes armados, o en todo caso, víctima de las armas que manejó y casi no usó, prudente y respetuoso, aun en ese mundo que llamaba con cierta burla, ‘fuera de la ley’; no, no murió ahí ni así, sino en su cama, cuando el corazón se detuvo mientras dormía.”
El padre había sido además de un policía benigno, un buen lector, y sumado a un tío historiador y una abuela de origen francés muy culta, pudieron haber influido en su afición por la literatura.
En la casa de un amanerado y entrañable profesor de la escuela encontraría una muy bien provista biblioteca, que le despertó una dormida voracidad por los libros.
Terminado el colegio, Villordo recibió una beca para estudiar en Catamarca y finalmente se trasladó a Buenos Aires para seguir el profesorado. ¿Cómo fue que el niño de Machagai llegó a relacionarse, en los tempranos años 50, con Manuel Mujica Lainez, la revista Sur, el diario La Prensa? Varias tramas se entretejen ahí.
Villordo ganó un premio del Ateneo popular de la Boca en 1953 por Poemas de la calle. Ese libro merecería al año siguiente la Faja de Honor de la Sade. Y, además, entraría a trabajar como empleado en la institución, lo que le permitió conectarse con muchos escritores. Nótese ya desde muy temprano su posición diagonal, oblicua respecto del ambiente literario.
Manucho pronto lo tomó bajó su ala protectora, lo que, bastante obvio, tenía que ver tanto con su vocación literaria como con su condición sexual. Cuando surgió la oportunidad de figurar en una colección de jóvenes escritores, uno ya consagrado debía presentar a un nuevo; Mujica Lainez presentó a Villordo con palabras muy elogiosas, aunque años después Villordo sospecharía que Manucho no terminaba de considerarlo del todo un escritor.
Villordo también trabaría amistad con Pepe Bianco y llegaría a publicar cuentos en Sur (una primera versión abreviada de su novela corta Consultorio sentimental, apareció en la revista de V.O.) pero la relación empezó con el rechazo de un texto de atmósfera homoerótica.
“Le llevé un cuento que se llamaba El niño internado”, contó Villordo en una entrevista. “Hay un militar que se hace lustrar las botas por un chico y hay entre ellos una relación muy pero muy ambigua. Pepe me dijo: no se lo voy a publicar. Bueno, le contesté, pero por qué no. Porque me corresponden las generales de la ley, me dijo. ¿No es gracioso? Igual colaboré en Sur. No mucho. Me daban libros para comentar.”
Cuando llegó a Buenos Aires, además de estudiar en el profesorado ya que le habían transferido allí la beca de Catamarca, Villordo había empezado a trabajar en periodismo. Durante muchos años lo hizo en el diario La Prensa. Quiso profundamente al emblemático periódico de la oligarquía que paradójicamente lo echó tras quince años de servicio por adherir a una importante huelga liderada por el dirigente gráfico Raimundo Ongaro. La huelga triunfó pero como Villordo ya era encargado de sección, no lo perdonaron. “Un día fui a trabajar y encontré a otro en mi lugar. Y me fui, pero renuncié al cargo, a la indemnización y no mandé el telegrama que me pedían. Estaba indignado.”
Tiempo después ingresaría al diario La Nación, donde trabajó hasta su muerte.
Su inserción en el mundo literario, gracias a la SADE y al periodismo, se iba desplegando con cierta naturalidad aunque desde un ángulo más sombreado que luminoso. Fue el biógrafo de todo un segmento elocuente del campo intelectual. Hizo biografías por encargo para la editorial universitaria: Genio y figura de Eduardo Mallea (1973) y Genio y figura de Adolfo Bioy Casares (1983) mientras que en sus años finales repetiría el gesto con Manucho. Una vida de Mujica Lainez y con la biografía colectiva El grupo Sur (póstuma, 1994).
Mientras tanto, en 1971 publicó una novela simpática y sensible llamada Consultorio sentimental (la que había sido anticipada en Sur).
Para escribirla había aprovechado una curiosa experiencia como redactor en una revista femenina donde contestaba las cartas de lectoras en el correo sentimental bajo el seudónimo de Luisa Lenson. La sección se llamaba “Secreteando” y, en realidad, lo que hizo Villordo fue una suplencia de la escritora Luisa Mercedes Levinson. La novela transcurre en el ambiente de una redacción alocada donde los géneros y las identidades están mezcladas y confundidas. Entrar a la redacción, escribió, “era ser transportado al loquero donde tecleaba una máquina, se paseaban las chicas, se reía el dibujante, se aburría el ordenanza y no se creía en nada, absolutamente en nada”.
Más allá de los pases de comedia equívoca, hay una historia lateral protagonizada por un redactor llamado Michel que llama la atención por su crudeza y, a la vez, arrebato romántico. Empieza cuando Michel conoce en un baile a un muchacho escapado del hospital durante una salida furtiva del pabellón de enfermedades infecciosas (presumiblemente, está afectado de tuberculosis). Traban una gran amistad y el interno introduce a Michel en el mundo de los habitantes del hospital que entran y salen cuando pueden, y él se ofrece para hacerles de correo con sus novias. Más adelante, Michel conocerá a un interno taciturno y deprimido, el Flaco, quien pronto va a morir. La amistad se desliza a una forma más honda del amor, y en los momentos finales, Michel cumple con el último pedido del moribundo: le trae morfina para poder morir en paz. El mismo le aplica la inyección, y mientras el Flaco va entrando a la muerte sin dolor, “el redactor hizo algo que nadie comprendió: besó el punto rojo que quedó en el brazo de su amigo, con una rápida inclinación de cabeza, y enseguida desinfectó con el algodón el lugar”. Después de la muerte del Flaco, sus compañeros le regalan al redactor unas libretitas llenas de direcciones que encontraron en sus bolsillos, para que las conserve como recuerdo.
“Estaban conversando debajo de la ventana donde había una canaleta con un desagüe, semiocultos por los arbustos, como convocados por el muerto, cuando a él se le ocurrió ver qué direcciones tenía la libretita. Eran de mujeres, muchas mujeres, sólo mujeres. Lita, Perla, Cuca. Michel fue rompiendo una a una las hojas en pedacitos, incesantemente, sin darse cuenta, mientras el agua de la canaleta se llevaba los fragmentos, y sus lágrimas, también incesantemente, sin darse cuenta, le caían por la cara.”
Esta historia probablemente anticipe varias líneas de fuerza de su literatura que encontrarían cauce explosivo en La brasa en la mano: ternura y crudeza, estallido y contención, patetismo y lirismo en la perspectiva sobre los personajes; y el desencuentro en el delicado equilibrio del amor y la amistad entre varones.
Cuando en 1983 apareció La brasa en la mano, Villordo se fue convirtiendo en un personaje público. Salía asiduamente por televisión y daba entrevistas hablando abiertamente sobre su homosexualidad. El libro llegó a sobrepasar los sesenta mil ejemplares en los días de la incipiente democracia. Como parte del destape en cierne, era bastante elocuente. Vendrán luego La otra mejilla y El ahijado, donde se reiteran las peripecias homosexuales por suburbios, obras en construcción, cárceles, circos y otros enclaves de un circuito plebeyo, cada vez más alejado del círculo estetizante de la experiencia de sus maestros o colegas mayores.
El núcleo de la vivencia homosexual que narra Villordo en sus libros publicados desde 1983, está anclado en la década del 50. Según lo explicaba en una entrevista, “el año de La brasa en la mano es 1950, cuando no había libertad pero se podía conversar, los homosexuales se mezclaban en la corriente como podían. Esa experiencia es la que está en el libro. Y también los lugares. La ciudad entera es el escenario de la novela. Está la estatua de San Martín a propósito, el héroe impoluto que señala con el dedo, y la plaza San Martín, que era un centro de yiro, de búsqueda. El comercio no era exclusivamente monetario. Había interés en la homosexualidad, eso estuvo siempre presente. Pero generalmente había que sostener económicamente al amado”.
En cierta medida la novela fue “vivida” en los años 50, y escrita entre los 60 y 70. En 1976, durante una estadía en los Estados Unidos por una beca Fullbright, la pasó en limpio. Hubo un intento de publicarla en México que no prosperó, y recién vio la luz en Argentina en junio de 1983, en los estertores de la dictadura, y gracias a una decisión editorial de poner sobre la mesa los textos más fuertes posible.
Diez años después casi exactos de la aparición de La brasa en la mano Villordo hizo pública su enfermedad que pronto le causaría la muerte. Fue a través de un artículo en La Nación el 9 de septiembre de 1993.
“A mí no me va a tocar. Pero me tocó. Tengo sida. Lo supe hace dos años. No le dije hasta ahora para reservarme el sufrimiento y si lo digo ahora es con el único fin de ser útil. Si no lo consigo desde ya pido perdón.”
Lo que en esos últimos tiempos había sido un secreto a voces en el mundo literario, con la revelación pública llevó a Villordo a una militancia resignada pero activa. Dio entrevistas, reconoció sin vueltas a través de un video que había llevado una vida sexual promiscua, instó a hacerse el análisis y a no discriminar a los enfermos. Eran años donde arreciaba la presión de la Iglesia Católica sobre las costumbres y ciertos monseñores querían enviar a gays y lesbianas a vivir a una isla, entre otros dislates. Villordo, católico practicante, terminó enfrentándose a los voceros de su iglesia, aunque sostuvo su fe.
“Alguna vez, permítanme citarme en medio de mis padecimientos –escribió en el artículo de La Nación–, escribí unos versos: ¡Yo que creí que era de espuma y soy de sangre y de ceniza! En efecto, el sida vino a probarme que soy un cuerpo por el que circula el líquido con el ancestral sabor del mar, condenado al impalpable polvo que resta del leño quemado...Si me lo ocultara, fracasaría en la lucha. Oscar Wilde sabía que el dolor es un momento muy largo. El sufrimiento también, con la diferencia de que está fuera del tiempo y entonces es larguísimo. Tampoco debe ignorarlo el enfermo.”
Murió el primer día de 1994 en el Hospital Británico.
La brasa en la mano es un ejercicio de narración arborescente, una novela que a la manera de Proust, se va por las ramas. En la medida en que el narrador intenta contar a sus amigos lo feliz que está porque un joven amante le ha declarado su amor, se pierde en los pormenores de las historias de vida de esos amigos (Beto, Myriam, Adolfo, Babá) y cuando termina de recorrer las ramas, el amor ya se ha terminado porque el amado lo abandona para irse de viaje. Gran parte del problema es que está enamorado de un heterosexual u homosexual no asumido en términos sociales y de la moral media de la época. La raíz proustiana del relato es innegable: los celos, las idas y vueltas del amor por un “inferior” social, un amor no correspondido, un equívoco obsesionante y persistente (“¡y todo por una mujer que no era mi tipo!”, resuena el grito de Swann). La fiesta de la marquesa de Saint Euverte encuentra aquí un equivalente en la fiesta de Babá, a cuyo término se precipita el final de la relación del narrador con Miguel. Banquete, desborde, celebración de la decadencia y parranda de suburbio se dan cita a los postres en la fiesta de Villordo, “cuando el banquete tenía las señales del rímel de la ojera de Conce, que se la había corrido marcándole una estría en la cara blanqueada, la sofocación de la Viuda, cuyo calor iba en aumento, la costra de Baba, más pegajosa, y su sonrisa más blanda, porque aunque él no tomaba bebía furtivamente de mi copa. Y tenía, sobre todo, la alegría de la borrachera colectiva, su fuerza, que si bien desata las convenciones, crea a la vez otras, las inventa, y ya no se sabe ante cuál de ellas se está, porque cuesta reconocerlas en la exageración”.
El relato es además una fabulosa cartografía de la sexualidad más o menos clandestina de los años 50 en la ciudad de Buenos Aires, con sus prototipos, códigos y enclaves: los soldados, los “señores con plata, las plazas y el suburbio con sus ranchos al descampado, la sexualidad del proletariado urbano y suburbano, y los lugares más secretos de mezcla social como los bares portuarios y las paradas de los camioneros.
Cuando Villordo puso este libro sobre la mesa inexorablemente pateó el tablero. En principio, rasgó el velo de su propia literatura, más elusiva y amable hasta entonces, y cruzó la línea del tratamiento sesgado y estetizante que se le había otorgado a la homosexualidad en los círculos de alta literatura de los que él mismo se alimentaba: los desmayados pupilos de Bianco, los lánguidos efebos de Mujica Lainez, se desintegraban literalmente en manos de los personajes de Villordo, donde el sexo ocupaba el primer plano y donde los sentimientos también se decían por su nombre, en un mundo plebeyo que dejaba muy atrás, como en una comarca remota y alguna vez entrevista en un viaje ya lejano en el tiempo, el deseo que sólo tenía credenciales si estaba legitimado por la Belleza, pagando algo así como un derecho estético a la existencia.
Villordo pateó esa forma de la Belleza; deseó al pobre, al feo y al enfermo.
Desordenó el deseo de la elite.
Hasta La brasa en la mano no se había escrito una escena similar a la que describe la iniciación sexual de Mario-Myriam, a los nueve años, con un muchacho de veinte. Hay un tono absolutamente ambiguo entre la curiosidad, el deseo, la seducción y finalmente la violación. Parece ser una escena de “entendimiento” entre el chico y el muchacho que se va trastocando en otra cosa, en otra clase de deseo. Es, sin dudas, una de las escenas más fuertes de la literatura argentina.
“Entonces lo dejó hacer, tanto que el muchacho extremó sus cuidados, le dijo muchas palabras tiernas y sólo cuando él quiso encogerse por el verdadero dolor, que presentía más que sentía, le separó brutalmente las nalgas y empujó. Iba a gritar pero el otro le hundió la cabeza en la almohada, y con una sabiduría que sólo mucho después comprendería, lo tuvo allí sin soltarlo, sin atender a sus forcejeos y haciéndole doler, yendo y viniendo, como si su cuerpo fuese una mano apretada, un pequeño puño que no quería ceder pero que al fin cedería, hasta el grito cuando se sintió hundido y los testículos del otro golpearon entre sus piernas, y lo dejó gritar, le dijo que ya estaba, que no era nada. Y aunque el sufrimiento fue insoportable, tocó hacia atrás (como se lo pedía el otro, para consolarlo), y aguantó, comprobó que ‘faltaba poco’, que no debía asustarse si le gustaba, conteniendo los gemidos cada vez que el muchacho se movía y le decía que era guapo, que así debía ser, que hiciera el último esfuerzo, mientras lo levantaba por debajo y lo tocaba él también, y el peso del cuerpo lo apretaba hasta asfixiarlo, el aliento le quemaba el cuello y la otra mano (la que había soltado el empuje) le hacía daño, lo abría entre las nalgas, cada vez más para llegar al final, que ahora sí llegó, cuando se soltó y fue penetrado con un grito que lo ahogó, le llenó la garganta, le impidió gritar, lo aflojó, y tal vez con un desmayo, porque nada supo, insensibilizado por el dolor, cuando quiso reaccionar, el amigo se despegaba lentamente, ya no temblaba y con mucha delicadeza lo libraba del suplicio, poco a poco para evitarle el sufrimiento (pero sin conseguirlo porque no acababa de salir) y caía a su lado y lo acariciaba, lo abrazaba con una ternura que lo hacía llorar, comenzando por las nalgas y el orificio obliterado (que le limpió) y siguiendo por las lágrimas, que tanto lo avergonzaron. Así fue la primera vez, decía”.
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