LGBTTI
› Por Flavia Company
Hoy les voy a contar algo que me sucedió no hace mucho y que me dejó no diré perpleja, pero sí en estado de reflexión. Antes debo aclarar que he conocido al amor de mi vida y que el modo en que ha ocurrido esa mágica circunstancia se acerca, según palabras de un buen amigo, a un suceso estadísticamente imposible. No le falta razón.
Y de tal modo es así lo ocurrido, mágico y estadísticamente imposible que, el pasado mes de enero, cuando fui a cenar un día con mi editora, Silvia Querini, y le conté con todo lujo de detalles los hilos que el azar había tejido para que al fin C.C. y yo nos encontráramos, me dijo, básicamente alucinada, que tenía que escribir esa historia y que ella deseaba publicarla en Lumen, su editorial.
Jamás he escrito por encargo, pero esta vez me tomo la petición de la editora como un deseo que, casualmente (o no), coincide con el mío. Voy a escribir esa novela.
Así se lo dije días después a una amiga mía –casi es para mí como una hermana– mientras tomábamos un agua con gas bajo el sol del mediodía de una Barcelona apaciblemente invernal a la que yo había viajado por trabajo. Mi amiga me miró atentamente, se alegró de cuanto me estaba sucediendo, tanto en el terreno personal como en el editorial, y me dijo con toda la seriedad del mundo: “Bueno, pero esa historia, cuando la escribas, tenés que hacer que suceda entre un hombre y una mujer”. Mi ser todo se convirtió en un interrogante que daba saltos sin parar. “No veo por qué iba a tener que hacer algo así”, le dije, mientras recordaba que ya mi familia, años atrás, había insistido en que cambiara el género de una de las dos mujeres que protagonizan una pasión amorosa en mi novela Dame Placer, cosa que por supuesto no hice. “Bueno –dijo mi amiga, cuyo sentido práctico es incluso mayor a la fortuna amasada por cualquier político de primera línea–, es una cuestión de números. Si es una historia hétero, se va a identificar mucha más gente y la vas a vender mucho más.” Y añadió: “¿Qué necesidad tenés de que sean dos mujeres?”. Y por si eso fuera poco, me dio además una fácil solución: “Vos la escribís entre dos mujeres y después le cambiás a una el nombre por el de un tipo y ya está”. Y ya está, claro. Me vino a la cabeza la palabra kitsch y recordé que, según Hermann Broch, el kitsch anhela clichés prefabricados, permite huir de la realidad en busca de un mundo de convenciones fijas y crea la atmósfera de seguridad que la sociedad exige.
Mi amiga y yo nos despedimos. Me fui caminando y, mientras caminaba, iba pensando: qué atrevimiento, ¿no? ¿Qué clase de velada –no tan velada, en realidad– homofobia es la que pretende que los héteros sólo pueden identificarse con historias de amor hétero? ¿No nos pasamos la vida los homosexuales identificándonos con el amor, sea el amor cual fuere y ocurra entre quien ocurra? ¿O es que sólo el amor hétero debe considerarse universal? Una vez más me formulé, indignada, la misma pregunta: ¿Cuántas veces se habrán cambiado los géneros de los protagonistas de las historias –en el cine, en la literatura y, lo que es peor, en la vida– a favor de esa supuesta normalidad de la que hace ostentación –la imposición es la forma más abyecta de la ostentación– la mayoría?
¿Qué necesidad tengo de que sean dos mujeres? ¿Qué clase de pregunta es ésa? ¿Debo yo cuestionarme algo así?
No, no soy yo quien debe cuestionarse. Mi amiga se equivocó de pregunta. Tendría que haber sido otra. Debería haberse preguntado a sí misma: ¿Qué necesidad tengo yo de que NO sean dos mujeres?
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