DE VUELTA A CLASE
La norma heterosexual en la escuela no es una vara que golpea a niños raros; mucho más sutil, trabaja con la presunción de que todos somos hétero y todos debemos serlo. En ese contexto, el cuerpo de la infancia aparece recortado en zonas prohibidas, zonas erógenas, zonas para mujercitas y para varones.
› Por Valeria Flores
La norma heterosexual opera por la presunción de que el deseo sexual es o debería ser heterosexual. La infancia no escapa a esta fuerza de ley y sus cuerpos serán objeto de un sinnúmero de procesos de normalización para que se adecuen al deseo “correcto”. La heteronormatividad opera como una tecnología de carnicería al fragmentar el cuerpo, recortando órganos y generando zonas especializadas para el placer, que después instituye como centros naturales y anatómicos de la diferencia sexual.
La gramática escolar es, así, un engranaje más de este dispositivo de implantación del poder que naturaliza la diferencia sexual y nos hace pensar imperativamente que el mundo sólo está habitado por hombres y mujeres heterosexuales. De esta manera, a los niños se les enseñará a privatizar el ano para usufructuar del privilegio de su masculinidad hegemónica en el régimen heterosexual. En una ecuación prosaica de la normatividad sexual, cerrar el culo y abrir la boca son los vectores que constituyen las subjetividades masculinas heterosexuales; mientras tanto, abrir la vagina y el culo (regulados técnicamente por el Estado) y cerrar la boca son las prácticas normativas que configuran las subjetividades femeninas heterosexuales.
La escuela, como institución que produce subjetividades y corporalidades, dispondrá espacios, prácticas, movimientos, palabras, silencios, habilitaciones, sanciones, para escribir sobre la niñez las lecciones con trazo a veces furioso, a veces prolijo, del imperialismo binario.
La prerrogativa heteronormativa sobre la infancia como una “dulce espera” de heterosexualidad, articulada con la familia como paradigma de la felicidad, instala a la niñez “inocente” como el límite de lo político. El sistema educativo es el dispositivo específico que produce al niño como artefacto cultural a través de una operación política singular: la des—sexualización del cuerpo infantil, en palabras de René Schérer, autor de La pedagogía pervertida; o la normalización heterosexual del cuerpo, como denunciaba Guy Hocquenghem, militante del FHAR francés (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria) y autor de El deseo homosexual, en el que advertía ya, a principios de los años ’70, sobre el diseño sexo-político del cuerpo en el que ciertas zonas son radicalmente excluidas de la economía libidinal.
El colegio forma parte de la “industria política de genderización” del cuerpo, donde el cuerpo del alumno aprende, ensaya y pone a prueba modelos discursivos, estéticos y biopolíticos de normalidad y de desviación de género. El niño o niña es siempre pensado como heterosexual, y es el sujeto que garantiza que la heterosexualidad sea la única alternativa sexual vivible. Lee Edelman es contundente al afirmar que “la sacralización del niño necesita del sacrificio de lo(s) queer”. Entonces, la infancia no es un estadio pre-político sino, por el contrario, un momento en el que los aparatos del poder funcionan de manera más despótica y silenciosa sobre el cuerpo.
En nuestros días, una voluminosa retórica de la “diversidad” inunda nuestras escuelas a través de manuales, libros de texto, materiales didácticos, láminas, cursos de perfeccionamiento docente. Sin embargo, esta diversidad pronunciada hasta el infinito sin cuerpo en la que anclar se parece demasiado a sí misma. Somos diversamente uno. Esta formulación de la “diversidad”, que cómodamente se instala en el discurso educativo, se convierte en un potente inhibidor político de las singularidades cuando no se habilitan las condiciones institucionales para la emergencia de las experiencias encarnadas de la diferencia. Un discurso “descorporizado” no hace más que construir lo “diferente” como exterior y extraño, y continúa impulsando la maquinaria de la normalidad.
Todas estas prácticas componen una educación sexual no escrita en los programas oficiales, tácita, tal como se impone la norma. Esa es la educación sexual como política de normalización, la del currículum corporal hegemónico en que la heterosexualidad sigue apareciendo como la única sexualidad legítima y posible.
La promesa del arco iris atravesará la escuela y sus cuerpos cuando, por ejemplo, nos interroguemos acerca de cómo vivencian los amores las niñas y los niños en un entramado de discursos confesionales y victimistas, de narraciones de la culpa y peticiones de respeto; qué placeres agitan sus esquemas perceptivos anunciados en las paredes, las cartas, las puertas de los baños; cuántas historias intersex esconden nuestras escuelas; qué aprenden del deseo cuando el discurso del peligro, del abuso y de la violencia se hacen presentes con el apremio de la exclusividad. Cuando nos animemos a hablar de la piel como órgano sexual, de la mano, el oído o el ano, estaremos ampliando los horizontes de los imaginarios sexuales, fisurando los marcos de inteligibilidad cultural de los cuerpos, des—genitalizando el placer, estimulando la creatividad y la plasticidad de los cuerpos y afectos, desplazando la centralidad que tiene el pene y la práctica coital penetrativa reproductiva.
Uno de los desafíos políticos y afectivos que tenemos por delante consiste en pensar y desarmar el cuerpo de la infancia como plataforma de un régimen sexo-político hegemónico y hacerle un espacio de derecho y de imaginación a una economía del deseo plural y descentrado.
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