La constatación cotidiana de que sin acceso al trabajo nunca se iba a abrir el círculo de la exclusión ni tampoco sería posible disolver el binomio “travesti/prostitución” fue lo que impulsó la creación de la Cooperativa de Trabajo Nadia Echazú, la primera organizada, dirigida y compuesta por travestis y transexuales. A dos años de su inauguración, las 30 integrantes originales se convirtieron en 60, se alentó la creación de otras dos cooperativas en el conurbano y sobre todo se abrió un camino alternativo al callejón sin salida de la marginación.
› Por Marta Dillon
Leila toma distancia del maniquí y lo examina con ojo crítico. Después de acomodar dos capas de voile sobre la falda, la manga mariposa se resiste a quedar en su lugar. Una flor de alfileres prendida sobre el paraíso de sus tetas se deshoja cada vez que ella intenta sostener un frunce, una pinza, el efecto necesario para que el vestido de 15 que está confeccionando sea lo más parecido a un traje de princesa. Las manos, inmensas, cargadas de bijou sujetan la cintura artificial: “Desde acá hasta el escote va todo bordado con pedrería. Es mi especialidad, yo siempre hice concheros, tazas, ropa de show... Porque yo trabajaba en la noche, en boliches. Pero me saturó. Muy mal pago”. Leila ladea la cabeza y frunce la nariz, no le gusta lo que ve, vuelve a quitar los alfileres, la tela violeta y sus propias manos del maniquí. Dos pasos para atrás y se choca con la máquina de coser de Celeste y con Celeste que no pudo terminar de enhebrar el hilo. “Esto es como en la casa de mi madrina, pisás una baldosa floja y te salen diez travestis”, dice Leila, 46, rubia satinada de bronceado Caribe como pateando la tierra para ver si por fin salen las hormigas. Chiste o provocación, nadie contesta. Demasiado trabajo en una tarde de miércoles en la Cooperativa Nadia Echazú, dedicada a la actividad textil, dirigida, organizada y compuesta por travestis y transexuales. Leila, entonces, abandona por un rato el gesto desafiante: “¿Vos querés que te diga qué me dio la cooperativa? Dignidad. Por eso luché toda mi vida. Pude decir basta, que dejen de encasillarnos, tenemos capacidad para cualquier cosa. Pero éste no es mi fin, es un medio. Yo quiero tener mi propia marca. Lo mío es la alta costura, no te digo como Dolce & Gabbana, pero como Las Oreiro ¡si esas le copian todo a Terry Mugler! Lo que pasa es que a nosotras nunca nos dieron la posibilidad. Como si una anduviera por ahí pidiendo documentos para ver si naciste hombre o mujer ¿a quién le importa? ¿Vos le pedís los documentos a tu ginecóloga? Yo no. Por suerte ni tengo que ir a una. Si volviera a nacer, volvería a nacer travesti ¡Dejame a mí con eso del período!”.
Por fin, a Celeste se le escapa una risita modesta. Harta después del quinto intento de enhebrar la máquina de overlock, decide dejar esa tarea en manos de una compañera y se embarca en otro imposible: que su voz se imponga sobre el eterno monólogo de Leila. “A mí muchas veces me pegó la policía. Antes de echarme de mi casa me quisieron llevar a un psicólogo.”
Leila: –Y está bien, si vos sos loca.
Celeste: –Que te marginen duele.
Leila: –¿Sabés las veces que me llevaron al calabozo con la bolsa de papas y la leche? Porque la travesti no puede ni hacer las compras... siempre estás en la vitrina.
Celeste: –Yo siempre fui así. No me hice nada. Lo que tengo es de hormonas...
Leila: –¡Si no tenés nada! Nada de pecho, nada de espalda, podés juntarte con una mina.
Celeste: –Para mí pasiva con pasiva nunca va.
Leila: –Y no, mi amor. Con lo que me costó ser mujer, lo único que falta es juntarme con una.
La lluvia sobre el techo de chapa, el traca traca de las máquinas de coser, el filo de una tijera rasgando la tela, las voces entrelazadas; los sonidos son el hilván de la tarde. Una tarde de trabajo en una esquina de Avellaneda, en una casa de tres pisos en la que ser travesti es sinónimo de complicidad, de tiempo y tareas compartidas.
La historia, para Lohana Berkins, es un entramado de imaginación y conquistas, de dolores y deseos, todo cosido en el cuerpo. Si la cooperativa que ella preside se llama Nadia Echazú es porque en el nombre de esa activista fallecida en 2004 se condensan todas las compañeras que faltan “las que murieron por discriminación, por violencia, por intolerancia”. Las que todavía mueren a diario y en cifras que aplastan la expectativa de vida de travestis y transexuales antes de los 40. Y también es un homenaje al activismo, la identidad más poderosa de Berkins, un modo de comprender la vida y el mundo. Activistas trans y travestis fueron las primeras que pensaron, hace casi cinco años, que si ellas mismas no generaban su propio trabajo el círculo de la exclusión no iba a abrirse. “En eso estábamos cuando Hebe de Bonafini me invitó a su programa de radio. Y ahí, al aire, después de haberme escuchado, dijo que me iba a poner en contacto con Patricio Griffin. No tenía idea de quién era pero por no hacer un desaire le dije que muchas gracias. Las compañeras me miraban del otro lado del vidrio del estudio, ninguna tenía idea. Salimos de ahí y nos metimos en Internet, vimos que era el presidente del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social. Eso ya nos predispuso de otra manera. Aunque no teníamos la entrevista empezamos a pensar proyectos. Por ahí le podíamos caer con cinco docenas de empanadas y proponerle un proyecto gastronómico. No tuvimos demasiado tiempo, Hebe me llamó al otro día a las 7 de la mañana, la entrevista era un hecho. Dos años después compramos la casa con la ayuda del Inaes”.
–Porque la ropa tiene mucho que ver con las travestis. Siempre tenemos que estar haciendo arreglos: o porque las mangas son cortas o los pantalones muy grandes. Vos ves a las travestis con vestidos espectaculares que te dicen que son de grandes marcas. Pero si andás por Once te das cuenta que son vestidos cualquiera a la que cada una le pone un touch –dice Lohana apropiándose de la historia colectiva.
A través del Ministerio de Desarrollo Social consiguieron las máquinas de coser y por parte de Ministerio de Trabajo los subsidios para la etapa de capacitación que terminará este año. Sin embargo, la producción ya está en marcha. Algunos son pedidos concretos, como el vestido de 15 que diseña Leila ahora mismo o una serie de bolsas estampadas que hicieron el año pasado. Pero el objetivo primario era la confección de sábanas y blanco. “La decisión fue fácil –explica Berkins– se trataba de lograr un producto que no fuera fuente de frustración. Lo único que nos faltaba era hacer vestidos que nadie se quisiera poner.” Pero el deseo no se domestica ni siquiera en pos de la producción y el diseño se cuela entre la confección seriada de sábanas: para octubre la cooperativa planea un desfile para el que están trabajando en colaboración con el diseñador Martín Churba. “Nosotras planteamos un modelo y él lo va corrigiendo, todas las semanas nos reunimos –cuenta Celeste–, es un intercambio.”
Dos años después de la inauguración, el 26 de junio de 2008, la cooperativa Nadia Echazú ya duplicó el número de integrantes –ahora son 60– y hasta impulsó la creación de otras dos cooperativas en la provincia de Buenos Aires: una de trabajo textil y otra de gastronomía, las Amazonas del Oeste. “Es que llegan chicas todos los días y no podemos contener a todas –explica Berkins–. Pero nadie se va sin nada, articulamos respuestas, les ofrecemos nuestras herramientas y nuestros contactos. Porque nosotras tuvimos que atravesar la burocracia del Estado, pero a la vez hicimos que para una parte de ese Estado la problemática travesti fuera comprensible. Cada vez que vamos tenemos que dar clase, pero en definitiva conseguimos desde haber jubilado por primera vez a una compañera travesti hasta que una chica consiguiera que se le adjudique un departamento en un barrio, para ella y para sus padres; cosas que parecen sencillas pero para nosotras son inéditas.”
Sobre la mesa de planchado, lejos de la conversación encendida que compite con el ruido de las máquinas, Gaby y Geraldine extienden sábanas sobre las que se puede ver de qué se trata ese “touch” del que hablaba Lohana: un festón, una puntilla, unos colores iridiscentes para la ropa de cama. Cuando termine el taller de estampado, piensan personalizar esas mismas sábanas con motivos acordes al espíritu de quien compre: “Se podrían hacer sábanas con la cara del Che, por ejemplo”, aunque las dos dudan sobre la conveniencia de dormir sobre rostro tan emblemático. Gaby tiene 40, Geraldine, 57. Se hicieron amigas en la cooperativa, tal vez porque comparten cierto recato, cierta dificultad para hacer completamente visible su identidad. “Mis suegros –dice Gaby– no saben que soy travesti. O a lo mejor lo suponen, pero ellos no dicen nada y no estamos preparados para hablar. Los amigos y otros parientes sí, pero yo no ando mostrando el documento ni para una cosa ni para la otra.” Dueña de una voz aguda y de modales discretos, Gaby se crió en un instituto de menores y después se vio obligada a prostituirse. “Fueron años en la calle, los peores años. Si hubiera podido limpiar pisos lo hubiera hecho. Desde que supe que existía la cooperativa me sentí tan bien, tan feliz, saber que no tengo que acostarme con cualquier tipo por necesidad... A mí lo que me molesta es que la gente piensa que no somos felices. Yo soy feliz, tengo mi pareja, ahora tengo trabajo. Lo que te hace infeliz es la marginación, pero aun así no cambio mi elección de vida.” Geraldine, en cambio, no quiere saber nada de parejas. Nunca quiso ni pensar en esa posibilidad: “Es que la mayoría de los que se acercan al travesti quieren vivir sin hacer nada. Yo me programé desde chica y lo único que me salió mal fue lo económico. En el 2001 vino una ola y arrasó con todo lo que tenía: mi peluquería, las clientas, mi casa. Quedamos mi hija y yo”.
Cuando habla de Camila, el brillo de los ojos de Geraldine podría atravesar las nubes de esta tarde de otoño. Cuidarla, alimentarla, acompañarla a la escuela, asistir al acto en el que la joven de 16 llevó la bandera, son escenas de un sueño cumplido pero perfectamente planificado. “Es mi hija biológica, la tuve con una amiga lesbiana que como parte del pacto me legó la patria potestad hasta que Camila cumpla la mayoría de edad. Ella sabe que su mamá biológica fue una muy querida amiga mía que no quería tener hijos pero tuvo la generosidad de parirla. Somos muy compañeras las dos. Mi hija es una de las metas que me tracé en la vida. La otra fue operarme y lo logré hace dos años. Ahora hasta mi partida de nacimiento está rectificada, nadie podrá decirle nada. Si alguien sospecha de mi identidad, ahí está el documento para desmentirlo. Yo siempre le dije a ella que mi identidad era nuestro secreto, no quería que la señalaran como la hija del travesti. Ella lo ha contado alguna vez y siempre se volvió en contra. Pero comparte su vida conmigo y conoce a mis amigas, siempre compartió con la gente del ambiente. De hecho el año pasado desfiló en el Bauen la ropa que hicimos acá en la cooperativa. De todo lo que planeé en la vida, lo único que no me salió es lo económico. Desde el 2001 no me pude recuperar y eso que todo lo que había logrado había sido con las mismas manos que tengo ahora. Estuve muy mal, la cooperativa me sacó de la depresión. Lo que pasa es que todavía no ganamos mucho dinero. Son 600 pesos que podemos llevarnos cada una y con eso apenas se pagan las cuentas. Eso te hace caer de vez en cuando. Pero ninguna va a volver a la prostitución, ponemos empeño y este año va a terminar con un buen dinero para todas.”
Además del subsidio del Ministerio de Trabajo, los ingresos por la venta de productos van a un fondo común, después de pagar los gastos y descontar la inversión necesaria para materiales, el resto se reparte entre las 60 integrantes de la cooperativa. Del reparto sólo queda excluida Lohana, ya que es la única que tiene un trabajo formal en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. “Lo que hay que entender –explica Berkins– es que toda la cultura del dinero, de la administración es nueva para nosotras. Esta no es una cooperativa de desocupadas. Primero porque nunca tuvimos acceso al trabajo ni formal ni informal, segundo porque la marginalidad de la prostitución sí da un dinero. Y sin embargo muchas chicas optan por este trabajo, por esta apuesta a pesar de que en lo concreto se empobrecen. Este es un matiz que no puede dejarse de lado.”
Un olor a comida casera sube desde el primer piso como un encantamiento. Funciona a la vez como señal, la tarde va cayendo y es hora de barrer, de ordenar, de dejar para la próxima jornada laboral lo que todavía no se pudo terminar. Es Tamara la que empuña el escobillón metiéndose entre las piernas de sus compañeras, empujada por alguna ansiedad, tal vez la que despierta el aroma que llega desde la cocina. Es que su jornada es larga: de Avellaneda viajará hasta la sede Drago de la Universidad de Buenos Aires para cursar las materias del CBC que la habilitarán para estudiar Trabajo Social. Y después a Flores, donde se pondrá a cocinar para su marido, un hombre que, dice, es heterosexual y para quien ella cocina sin chistar a la mañana y a la noche “como para que a él no se le confundan las cosas”. Tiene 33 y se reconoce como trans desde los 15. Para sí había elegido otro nombre: Tábbatha, lo había tomado de una casa de fiestas donde ella hacía decoración en su Perú natal. Pero cuando llegó acá nadie lo pronunciaba correctamente, Tamara fue su nombre por descarte. Pero ya es el suyo. El trabajo para ella no significa dinero, tampoco podría decir que significa dignidad porque eso también le pertenecía desde antes. Lo que buscaba esta joven delgadita que desprecia las intervenciones quirúrgicas y hasta los tratamientos con hormonas –“bueno, si el día de mañana me sale una arruguita, a lo mejor me opero”– era encontrar pares. “Necesitaba un lugar donde poder ser yo, acá conocí chicas como yo, aprendí corte y confección, computación; y además, tengo la ayuda económica.”
Un ámbito de pares distinto de la calle, de la situación de prostitución, de la brillantina del show business sea del nivel que sea es otro de los valores específicos de esta cooperativa de trabajo. Un valor que se develó sobre la marcha, cuando juntas empezaron a entender que no todo lo que se enseñaba en los cursos de capacitación se aprendía. También era necesario desaprender: desaprender la violencia. “La calle te exige ser rápida, maleva, la que se impone. Cosas que no sirven en un trabajo cooperativo. Acá aprendemos a manejar las diferencias y disidencias desde el respeto”, cuenta Lohana que, después de años de activismo y trabajo para disociar el binomio travesti-prostitución ahora se siente “una travesti gorda de clase media”. ¿Por qué? “Por ejemplo, yo estaba en contra de hacer la comida comunitaria acá, quería que fuera un lugar de trabajo despojado. En el comedor está la tele y muchas veces se prestaba al debate o la discusión. Después de varias de ésas, un día llegué dispuesta a decir que se acababa la comida. Y me pararon en seco: ‘No abras debates tontos que estamos comiendo en familia’. Escuchar eso de una compañera que pasó 20 años comiendo sola en un hotel hace que te guardes todos tus prejuicios donde no se puedan volver a encontrar.” Con esos hilos se cose la vida cotidiana y el trabajo en esa esquina de Avellaneda, en donde alguna vez los vecinos golpearon la puerta para quejarse por la presencia de travestis. Son hilos que ahora envuelven también al barrio que pudo desempañar la mirada y ver en estas mujeres, trans o travestis, a un grupo de trabajadoras que tal vez ha viajado dos horas antes de pasar otras cinco frente a la máquina de coser. Hilos como vínculos, vínculos como telas sobre las que es posible trepar o dormir, envolverse o insinuar, gozar y desear, soñar o saltar; la materia con la que es posible armar el entramado de esta vida. De muchas vidas.l
En marzo de este año, después de dos de capacitación, la Cooperativa Nadia Echazú puso a la venta su producción por primera vez. Sábanas, bolsas para compras, remeras y otros productos están disponibles. Quienes tengan interés pueden contactar a Sergio García a través de los mails:
[email protected] [email protected]
teléfonos: 4265-4949 y 155 710 6202
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