ES MI MUNDO
La película A single man, traducida torpemente como Sólo un hombre, viene a engrosar, con estilo, con elegancia y hasta con un toque camp, la larga lista de películas premiadas donde el personaje gay sucumbe en brazos de la melancolía, del color sepia y de la muerte.
› Por Diego Trerotola
Cuando Un hombre solo era sólo un proyecto, parecía una buena noticia y traía mucha tela para cortar. En principio se trataba del debut cinematográfico de Tom Ford, el diseñador estrella, que además de sus colecciones de sobria estética monocroma había revelado tener sentido del humor al participar como él mismo en Zoolander, la perfecta comedia anarquista de Ben Stiller sobre el mundo de la moda y los modelos. Lo que se proponía hacer Ford era una película que adaptase la célebre novela homónima de 1964 de Christopher Isherwood, el escritor inglés que se había escapado de la “dictadura heterosexual” británica y de la Alemania nazi para instalarse definitivamente en Estados Unidos a fines de los ‘30, y que alcanzaría popularidad mundial gracias a Cabaret (1972), adaptación de su Adiós a Berlín. El clima era ideal para volver a Isherwood, porque en 2008 tuvo un revival internacional gracias al documental Chris & Don. A Love Story, que revelaba el extraordinario romance que tuvo con el pintor Don Bachardy. Dirigido por Tina Mascara y Guido Santi, este documental es una biografía de la pareja narrada por el mismísimo Bachardy, y es posible que ningún documental llegue a tales profundidades de la intimidad del amor gay. En 1952, Bachardy tenía 18 años cuando conoció a un Isherwood de 49, y juntos vivieron un idilio casi obsesivo hasta mediados de los ‘80. “El papel de Isherwood podría ser descripto como el del archivillano. Tomó a este joven y lo retorció hasta moldearlo a su modo. El le enseñó todo tipo de maldades. Eso era exactamente lo que el muchacho quería. Y así prosperamos”, dice Bachardy en el documental sobre la seducción de Isherwood, reescribiendo su amor del lado de esa mala educación y a su historia como el cuento de un mancebo inocente seducido por un ogro bueno, que no pierde nada del encanto de lo monstruoso. Una pasión incorrecta, pero intensa. La oscuridad de esa relación incluye un detalle casi necrofílico: una vez declarado el cáncer de próstata de Isherwood en 1981, Bachardy pintaría un retrato diario del escritor, como una crónica pictórica de la descomposición o de la resistencia, según del lado que se mire. Y, cuando la muerte finalmente llegó en 1986, Bachardy estuvo seis horas retratando el cadáver de su amor antes de entregarlo para el velatorio. Más de veinte años después, Bachardy relata cada detalle de su relación de amor pasional y obsesivo con humor negro, absurdo incómodo, tristeza demoledora, ternura infantil y otros estados de su alma embriagada, aun a la distancia, por el seductor villano Isherwood, pero que le permitió en la actualidad convertirse en un pintor con un mundo propio. Por eso Chris & Don. A Love Story escapa al duelo y al luto para terminar siendo una película sobre la construcción de una vida en común, sobre el recuerdo como herencia vital y emancipatoria, y sobre el triunfo y la realización individual a partir del amor gay en un contexto de difícil germinación, porque atravesó décadas donde la Ley de Sodomía condenaba a la homosexualidad en Estados Unidos y esa pareja visible era siempre un escándalo frente al puritanismo y la hipocresía dominantes. En un punto que pareciera muy cercano, Tom Ford convocó a Bachardy a hacer un cameo en su película y elige que Un hombre solo también cuente el recuerdo de un amor perdido, el duelo, pero el resultado es bien distinto.
Importa menos que A Single Man sea una película pacata, de cuerpos desnudos escondidos repetida y arbitrariamente entre sombras o de besos falsamente homoeróticos que son apenas un roce de labios. El problema de la película es que es un relato que empieza, se desarrolla y termina, de manera circular y obsesivamente claustrofóbica, alrededor de la muerte: George, un profesor de literatura de 52 años, perdió a su joven pareja Kenny en un accidente y planea con precisión su suicidio. Mirado con buenos ojos, el diseño visual de la película que acompaña ese relato, alineado perfectamente con la pulcritud de alta costura de Ford, se puede defender como una manía maricona, el estilo y la superficie amanerada como seducción material y sensualidad física. Algo de eso parece haber, pero tal vez virado a un lugar un poco inerte, de imágenes anquilosadas, como marcan muchos de los detractores del esteticismo petrificado de la película. Y por eso, la mayoría del tiempo, Tom Ford no se separa de una atmósfera de belleza pulcramente fúnebre para acompañar el duelo de su personaje protagónico. Ahí surge el gran problema de la película, la remanida y repetida representación del gay ligado, casado con la muerte. Ya no sólo como héroe trágico o melodramático sino directamente el personaje fascinado por lo macabro, casi como unido a una estética lúgubre de la crueldad. Pareciera que los gays en el cine tienen que ser sacrificados, su martirio es el precio que pagan por acceder a audiencias masivas y para ser nominado al Oscar. Un tópico ya instituido de la cultura cinematográfica queer parece ser que cada relato consiste, casi sin distancia crítica, en la crónica de una muerte gay anunciada. Hace años, cuando se estrenó la película Cuatro bodas y un funeral (1994), la revista The Advocate aclaró los tantos de una manera sencillísima, rebautizando la película como “Cuatro bodas heterosexuales y un funeral gay”, y la cosa era así nomás: todos los héteros celebraban sus matrimonios y uno de los dos únicos personajes gays se moría, anunciando un destino cinematográfico que los últimos años propondría como norma. A veces la muerte parece una denuncia pero, en la seguidilla, las escenas de sacrificio se presentan como constantes macabras, con cierta tendencia peligrosa al regodeo alrededor de ellas. Y ya parece que hay un catálogo de muertes para los gays en el cine: está la muerte operística de Milk, el homicidio evocado ambiguamente del vaquero de El secreto en la montaña, el suicidio de Reinaldo Arenas en Antes que anochezca o el de James Whale en Dioses y monstruos, con el antecedente hospitalario de Tom Hanks en Filadelfia, entre otros que consiguieron su correspondiente nominación al Oscar y la felicitación de Hollywood, como la tuvo Colin Firth por su interpretación en Un hombre solo. Y algunos incluso ganaron la estatuilla. No fue el caso de Firth, que la merecía, porque su actuación en la película de Ford es sublime, casi de un nivel de sutileza para encarnar a un hombre gay reprimido y deprimido.
Pero la sofisticación interpretativa de Firth y su madura belleza no pudieron agregar mucha alegría al guión de Ford que, para reforzar la concepción funeraria de lo gay, suma otro tópico demasiado transitado: el culto de la juventud, del cuerpo eternamente joven, y esa concepción de que la vida termina cuando se avecina la madurez o la vejez. Un capítulo de Queer as Folk se burlaba de esa idea propia de la cultura gay contemporánea, cuando un personaje organiza un velorio como fiesta de su cumpleaños número 30, como si esa edad marcara el principio del fin. El propio Ford declaró que la crisis de los cincuenta es para él un vacío existencial: “Colin Firth y yo tenemos la misma edad. Esta película es sobre la mitad de la vida. Es sobre mirar tu vida sin posibilidad de ver necesariamente el próximo paso”. Lo raro de esta declaración de Ford es que, en la película, el personaje de Firth elige con claridad el próximo escalón: su duelo sólo lo conduce a una muerte segura. Y se le presentan oportunidades de encontrar una salida: una de ellas, la mejor y más descolocada escena de la película, es Carlos, un chongo español trigueño interpretado por Jon Kortajarena, que se cruza con Firth en un autoservicio, se le ofrece como pan caliente y da paso a una escena de textura pop sesentosa al borde del camp, con un aviso de Psicosis de Hitchcock que enmarca la situación y que parece casi una cita a Almodóvar (Susan Sontag atribuye a Isherwood la primera descripción literaria de lo camp, y es posible que allí resida un guiño). Firth rechaza al primer chongo, pero otro lo espera en un bar esa misma noche: es un alumno acosador, el rubio apolíneo Kenny, personificado por Nicholas Hoult, con el que se baña en pelotas en el mar y se le desnuda en su propio cuarto. Pero nada, la película y el personaje se sumergen casi caprichosamente en la oscuridad mortuoria, para dejar de gozar de la vida, del sexo, de la belleza que buscan, como si un formato de relato fúnebre se impusiese como diseño único de narración gay. Y eso que parece que los dos mancebos que interpretan las tentaciones de Firth son los modelos-fetiche de Tom Ford. Y, más allá del pesimismo macabro de su ficción, esperamos que el diseñador sí pueda gozar a los chongos en vida.
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