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La familia de mi mamá había decidido hacer una fiesta para reunir a toda la familia. Inspirados quizá por el espíritu procreador de la llanura extensa del norte de Santa Fe, mis abuelos maternos habían tenido 9 hijos. Por lo cual, entre padres, hijos, nietos y todos los cruces de ramas que son posibles en un árbol genealógico, la asistencia fue multitudinaria. Hubo encuentros, re-conocimientos y descubrimientos. Estaba programado, en un horario cercano a la medianoche, que un representante de cada una de las partes de este rompecabezas sanguíneo subiera a un escenario armado al fondo del salón. De a uno por vez debía presentar a cada uno de sus familiares directos. A mí me eligieron para presentar nuestra parte. Llamé, micrófono en mano, a mi mamá. Me abrazó emocionada. Mencioné a mi papá y a mi hermano mayor, que en ese momento no estaban presentes. Invité a mi hermana para que subiera al ritmo de los aplausos. Y dije: “Ahora les voy a presentar a las personas que mi hermana y yo elegimos para compartir nuestra vida”. Subió mi cuñado, y también el que en ese momento era mi novio. Después presenté a mis sobrinas que me abrazaron muy fuerte, lo que hizo que me diera cuenta de que eran lo suficientemente sabias como para captar mejor nadie, incluso que yo mismo, la importancia del momento.
Hoy, varios años después, entre tantas declamaciones públicas por un lado y entre tanto espíritu combativo por una verdadera igualdad ante la ley, admitir la homosexualidad está adquiriendo todas las características de una obligación. Hoy, recordando ese momento, la palabra que se me viene a la cabeza es volcán. Una urgencia caliente y pastosa me recorría y no quedaba más que gritar, escupir fuerte para arriba. Observar después levemente aliviado cómo la lava en forma de palabras modifica, tal vez para siempre, el paisaje. Pero no estaba en mi destino ser montaña. La vida me fue moviendo: de ciudades, de barrios, de trabajos, de vínculos y de amigos. Y en cada nuevo lugar, sentimental y geográfico, llega ese momento donde alguien, sin darse cuenta, sin proponérselo, me pone una espada en la garganta y, como si de una cuestión de vida o muerte se tratara, transpiro y elijo si decir Soy o si con la mano temblorosa corro la punta aguda que amenaza lastimarme. Porque eso es lo que quiero que entiendas: que entre todo aquello que me constituye también está el miedo y no voy renegar de ello. Así que no me apures; así que no me obligues. Y te juro que sé que va a estar todo bien, que va a ser mejor para mí, que a veces es necesario enfrentar, luchar y perder. No me niegues, si tu intención es que sea auténtico con vos, los simpáticos detalles de la imperfección humana: la inseguridad, las heridas, lo que no sé explicar. Dame la oportunidad de ser cobarde. Si sos capaz de tenerme paciencia, nunca tarde ni temprano, en el momento justo, no te preocupes, te lo voy a decir.
Cuando me bajé del escenario se me acercó una mujer. Ante la divertida ignorancia sobre el término exacto que definía nuestro vínculo, nos quedamos conformes con catalogarnos como primos lejanos. Me contó de su hija. Mi marido, dijo, no la quiso ver nunca más desde que ella se fue a vivir con su novia. Y agregó: pero ella está bien y ya tengo un sobrino. Las erupciones, está comprobado, son las que crean los suelos fértiles.
Intuyo que todas estas palabras me tienen como destinatario fundamental. Pero también están dirigidas a tres personas que quiero y admiro: Mariana, Silvina y Juan. Llegó el tiempo de decirles: Yo Soy.
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