Vie 07.05.2010
soy

La niña mentirosa

Laura Ramos entrevistó a 11 mujeres lesbianas y bisexuales para reconstruir sus historias desde la niñez. Así completó un álbum particular en el que se retratan escenas eróticas, ritos de iniciación, salidas del closet, rebeldías y opresiones. Entre la ficción y el testimonio, La niña guerrera y otras historias reales (Editorial Planeta) demuestra que no existen más moldes que los que cada una dibuja con su propio recorrido. Como adelanto, el prólogo donde la autora revela sus recuerdos de infancia.

› Por Laura Ramos

A los once años, mi dieta básica consistía en pizza como desayuno, almuerzo y cena, y cigarrillos de postre. El álbum de fotografías de mi infancia muestra a una niña delgada que cocina salchichas y huevos fritos para sus padres. El, un marxista romántico. Ella, una feminista a la antigua usanza. Reuniones hasta la madrugada, terapia de grupo, renuncia política al uso del corpiño, amigas-bombero. Mis lecciones de feminidad se condensan en un libro soviético de 1926: Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada, de Alexandra Kolontai. Y en unas muñecas de pelo corto con aspecto de lesbianas, vestidas con pantalones de miliciano, que mi padre me compraba en una juguetería de la calle Corrientes ubicada junto al bar La Giralda.

Mi padre está en otra parte, haciendo la revolución. Me levanto para ir a la escuela y tropiezo con las amigas de mi madre. Duermen en el piso sobre colchonetas, rodeadas de discos de Maria Bethânia y libros de Simone de Beauvoir. Comparten mi pizza, arreglan los dobladillos de mis polleras con ganchos de abrochadora, me convidan cigarrillos negros. Sobre la pared hay un afiche que muestra a dos púberes andando en bicicleta. Las envuelve una suave niebla. El efecto bruma, producido por una lente untada en vaselina, es un invento de David Hamilton, el Humbert-Humbert de la fotografía. Mi padre me trae una Barbie. Pero no es una muñeca. Aunque lo parece. Es mi nueva madrastra, un souvenir rubio y pérfido que se empecina en atormentarme. Mi mentora de entonces, Louise May Alcott, me insta a llevar un diario. Obedezco. Encuentro en mi diario un capullo húmedo y aterciopelado que me brinda refugio.

Tarde de ocio y calor de verano en Montevideo. Un auto estaciona frente a la puerta del departamento donde acabamos de mudarnos (como esquimales en el deshielo, vivimos en estado de mudanza permanente). Del auto baja una amiga de mi madre a quien no conozco. Viene de Cuba, está en tránsito hacia Punta del Este con sus hijos y me invita a ir con ellos en calidad de compañera de juegos de la hija menor, una chica de mi edad. Mi madre acepta de inmediato y achaca a un espíritu pequeñoburgués mis desesperadas negativas. En una alocada carrera –mis nuevos amigos esperan en la puerta–, mientras deplora mi escaso sentido de la aventura, improvisa un bolso al que le falta todo y me zambulle en el automóvil. Mi madre pertenecía a la generación del vivir peligrosamente y se vanagloriaba de haber recorrido Roma en una Vespa durante seis meses con sólo una bombacha en el bolsillo.

Durante el largo viaje en auto, un pensamiento me sume en el más profundo espanto: el intempestivo arribo de la menstruación. La pubertad como laboratorio de todas las vergüenzas. En la Europa bonapartista llamaban a la menarca “los soldados ingleses”, en alusión al color rojo de las chaquetas de las tropas del Duque de Wellington. Una niña de once años sola entre desconocidos teme, teme el primer desembarco de las tropas británicas, que en mi caso, por fortuna, no se produjo en esa temporada.

Pasé quince días con estas personas, a las que se sumó una camarada uruguaya. El bolso contenía elementos totalmente inadecuados y nada de lo que una niña podía necesitar para una estancia en el mar: un camisón de seda largo hasta el piso que alguien había olvidado en mi casa, un secador de pelo sin usar, un poncho salteño negro y con una franja punzó, dos o tres prendas de ropa interior, una “tricota”, una pollera demasiado corta y un par de patines a los que les fallaba una rueda. Ni asomo de malla u otra ropa marítima. El único objeto de utilidad que llevé fue mi diario íntimo.

La dueña de casa resultó ser una mujer muy bondadosa y parecía simpatizar con la chica tímida que prefería quedarse escribiendo antes que ir a la playa. Pertenecía a la cúpula del gobierno cubano. El 19 de agosto de 1961 había emigrado a La Habana en el avión que llevaba al Che Guevara y a su comitiva de regreso de la Conferencia de Punta del Este.

Ahora estábamos a fines de los años ’60 y yo luchaba mi propia guerra de guerrillas. Resolví ignorar a mi enemiga número uno, la niña extraña que me miraba con hosquedad, y tomar el único antídoto posible contra todos los miedos: la escritura. Mi épica consistía en escribir, esconder mis manuscritos y esperar.

Tal vez fue un dislocado sentido de lo trágico, o de lo cómico. ¿O el hastío que me producían los detalles de mi propia vida insignificante? Con el correr de los días, la invitada inofensiva cobijada en su diario se fue convirtiendo en una voraz sanguijuela que se alojó en la médula de los huesos de la anfitriona y su camarada. En la entrada del segundo domingo escribí, con mi letra pulcra y florida, que las dos mujeres me obligaron a lavar el piso de la galería con un cepillo, de rodillas; al día siguiente desapareció Jane Eyre, uno de mis libros fetiche; el martes sufrí la humillación de colocarle los ruleros a la dueña de casa; el miércoles recibí una reprimenda; el jueves fui conminada a servirles el desayuno sobre su cama matrimonial. Esa misma noche descubrieron mi cuaderno. Fue una suerte, porque día a día las mentiras iban creciendo como flores carnívoras. Mi imaginación torva e ingrata no estaba lejos de convertir a la subsecretaria del Ministerio de Leyes Revolucionarias en una dominatrix sadomasoquista.

Mi caída se produjo cuando confundí el lugar del escondite. Faltaban sólo tres noches para volver a Montevideo. Los chicos dormíamos en colchones en el living, junto al tocadiscos. Mi diario se ocultaba al final de una pila de discos que jamás escuchábamos. Pero esa vez, un día de sol después de varios de lluvia, al no poder evitar la excursión al mar, lo escondí con apresuramiento en el cajón de manzanas al que llamaban “la biblioteca”. El hermano de la niña, que estaba enfermo, se distrajo ordenando los libros. Al sentarnos a cenar me percaté, presa de un temblor febril, de que algo inquietante había sucedido. La madre:

–Nos decepcionaste, muchacha.

¿Sus ojos brillaban?

Las mujeres me miraban con estupor. ¡Sus ojos! Sí, habían leído mi diario. Paradojas de la termodinámica. Ardían mis mejillas, pero una ráfaga azul helaba mi piel. ¿Cómo escapar de ese silencio atroz? En ese momento, un sonido fuera de lugar, una nota a destiempo, rompió el aire seco: una risa contenida atrajo la atención de todos. Era la niña, que se sacudía tratando de ocultar su cara con los brazos. Fue invitada a levantarse de la mesa; muerta de miedo, yo salí tras ella. Nos encontramos en el pasillo y con un gesto me invitó a la playa. Corrimos como locas. Había florescencia, estelas plateadas en el mar, en nuestros dedos.

Los últimos fueron días enrarecidos. Ninguno de los adultos me hablaba; yo también había enmudecido, pero bajo el moho conservé la flor: mi prodigiosa amiga hizo que nada más importara. A la hora de dormir acercábamos nuestros colchones hasta convertirlos en uno solo y hablábamos hasta el amanecer, tomadas de la mano. Me enseñó una palabra en ruso, tovarich, y la última noche me regaló su talismán amado: un collar tejido con la cara de Fidel Castro bordada en macramé.

Unos años después. Bar Bolivia. Una de esas fiestas cuya urdimbre mística convoca a los espectros de la música y del amor. Una chica me toma de la mano. Tiene pelo corto, color trigo, me lleva al baño. Estamos muy apretadas, el baño huele mal. Nos apoyamos en una pared. Escuchamos una música narcotizante, su cuerpo apenas se mueve mientras roza las yemas de mis dedos a velocidad letárgica. Algún simpatizante del grupo Kadáveres de Niños pintó las paredes y la pintura sigue húmeda. Lisa se parece a mis muñecas. Volvemos al bar. No sé en qué galaxia estará alojada mi infancia, pero hasta allí me llevó el gesto de Lisa al tomar mi mano. Esa noche volví a mi madre y al sabor del tabaco negro, a la playa.

Al final, mi padre no hizo la revolución. Mi madre continuó discutiendo en sus grupos de concientización el referente falocéntrico de la teoría psicoanalítica, la subordinación de las reivindicaciones feministas a la lucha del proletariado y la dimensión ideológica del orgasmo clitoridiano y el orgasmo vaginal. Por fortuna, nunca supo de mis mentiras en Punta del Este. Mientras tanto, yo hice mis propios experimentos utópicos, superé mi fase monja de clausura y otras fases, y, principalmente, conservé una fascinación por las chicas extrañas. Después de investigar sobre la vida de la Komando, hice decenas de entrevistas a mujeres lesbianas y bisexuales de todo el mundo, preguntándoles por sus uniformes escolares, por sus muñecas. Tras esa obsesión latía el orden del coleccionista que acopia sus piezas; mis piezas, en este caso, resultaron ser los fragmentos de mi imaginería infantil, que es lo mismo que decir los de mi propia vida. De modo que este libro que quiso ser en sus comienzos, una austera investigación periodística, terminó escribiendo mi propia historia personal. Quizá no sea más que la reescritura –y su probable clave alegórica, y reparadora, reside en su absoluta veracidad– de mi cuaderno mentiroso de los once años, y a la vez sólo un álbum de niñas, mi álbum.

Beatriz Gimeno, activista española y escritora, autora de La construcción de la lesbiana perversa, publicado este año en Argentina. (A su lado, la jueza chilena Karen Atala.)

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