ES MI MUNDO
Se llamaba Manolo y era el mucamo afeminado que asistía a Isabel Sarli en muchas de sus películas. Interpretado por el actor y coreógrafo Adelco Lanza, este personaje fue tan perseguido por la censura como la voluptuosa Isabel. A casi medio siglo de aquellos días, el nostálgico encuentro entre el viejo actor y un niño mariquita de otros tiempos: extrañas coincidencias que los unieron en el beso del final.
Montevideo, 1965. La salita de la vecina estaba apenas iluminada. El aparato de televisión, parecido a un baúl con ruedas, ocupaba un lugar privilegiado en el recinto que servía de living, comedor y dormitorio. Estaban pasando Favela, una de las primeras películas de Isabel Sarli, rodada unos cinco años atrás en Río de Janeiro. Favela contaba la historia de una humilde muchacha, habitante de los morros cariocas, que se transformaba en una estrella del espectáculo. Adelco interpretó al coreógrafo y luego continuó trabajando en una decena de películas del binomio Sarli-Bo, interpretando siempre al mismo mucamo. El sirviente se llamaba Manolo y vestía un uniforme ceñido; sus modales de bailarín y la expresión de su rostro completaban una viñeta encantadora en las bizarras historias de Isabel Sarli. Una jovencita humilde codiciada por los hombres. Una señora rica ninfómana. Una prostituta. Siempre con su mucamo. Adelco aparecía unos minutos en la pantalla para darle algunas réplicas al personaje de Isabel y mover sus ojos en muecas exageradas. Fue una fórmula repetida hasta el hartazgo en la presentación de homosexuales en la pantalla. Bailarines, peluqueros, modistos; imágenes con frecuencia burdas y chabacanas para mostrar al mariquita.
Mi hermana Elizabeth y yo estábamos sentados en los sillones de tapizado plástico. Mi amigo Huguito, el hijo de la vecina, de once años como yo, dormía profundamente en su sofá-cama. El padre no estaba. Era policía y tenía un trabajo nocturno custodiando un supermercado del barrio. Muchas veces, durante la noche, pasaba un momento por su casa para traer bolsas con comestibles que sacaba de su lugar de trabajo. A veces, la mamá de Huguito le regalaba algunos víveres a mamá. Esa misma mujer fue la que exclamó “¡Igualito a Ricardito!”, cuando apareció el personaje afeminado que interpretaba el actor Adelco Lanza, vestido con un traje blanco y contoneándose aparatosamente. Ricardito era yo.
Miré a Elizabeth, sentía las mejillas ardientes. Mi hermana parecía ensimismada en la pantalla, pero no podría asegurar si era verdad o fingía. Huguito seguía durmiendo, cansado tal vez de la jornada en la playa. Ese mismo día, él y yo habíamos practicado en el mar nuestros juegos prohibidos. Al principio de ese verano, sumergidos en el agua hasta los hombros, Huguito me había agarrado una mano y llevado dentro de su pantaloncito de baño, obligándome a tocarle sus genitales porque, según él, yo lo había rozado a propósito con los míos mientras jugábamos un rato antes entre las olas. El se consideraba —supongo que en base al conocimiento adquirido en la escuela y con los demás chicos— el varón de la cuadra y a mí me veía como el maricón del barrio, tal como su madre lo había dado a entender aquella noche a raíz del afeminado mucamo de la película de la Sarli.
Si bien Adelco Lanza ha pasado a la historia como el mucamo de la Sarli, tiene una extensa trayectoria como coreógrafo que no todos conocen. Inició su carrera en el cine como integrante del cuerpo de baile en Vigilantes y ladrones (1952), una de las películas de la saga de Los Cinco Grandes del Buen Humor. A principios de la década del ’60, muy joven, fue contratado por Canal 4 de Montevideo para dirigir un show de televisión, que en esa época iba en vivo como la mayoría de los programas.
Sabía muy poco de Adelco en esa tarde invernal cuando fui hasta su casa para la primera entrevista. Unos días antes había conseguido su teléfono en la Asociación Argentina de Actores. Su voz —esa voz que había escuchado en varias películas de la Sarli— me respondió amablemente del otro lado de la línea. Le conté que estaba escribiendo una tesis de doctorado sobre estereotipos gays en el cine nacional y que necesitaba entrevistarlo. Me citó para una tarde de esa misma semana en su casa de la calle Conesa, en el barrio de Colegiales.
Cuando divisé la casona, me pareció natural que un artista viviera en esa antigua mansión inglesa con un jardín lateral. Se la veía oscurecida por el tiempo y con esa pátina de nostalgia con la que el musgo suele pintar los muros, paredes y cornisas de ese tipo de construcciones cubiertas a menudo con enredaderas que trepan a lo alto, y si no con las huellas de manchas verdosas en la pared, aun después de varios años de la desaparición de esas plantas. Todo el conjunto parecía una escenografía de cartón piedra. Mis pasos me llevaron hasta la chapa con el número de la entrada. Entonces descubrí que la edificación había sufrido algunas divisiones a lo largo de su historia, y que el actor habitaba una suerte de departamento en la planta baja. Más adelante supe que Adelco tenía acceso al jardín desde una puerta interna. La puerta de su casa tenía vidrios esmerilados y se parecía bastante a otra puerta: la del departamento montevideano donde había visto por televisión la película Favela.
Recordé aquella noche en Montevideo hace casi cuarenta años. Favela. Huguito. La playa. Mi mano. Su sexo. Su madre. La primera vez que veía a una mujer desnuda. Mi primera humillación en público.
Toqué el timbre. A través del vidrio distinguí una figura difusa que se volvía más concreta a medida que se acercaba a la puerta.
—¿Quién es?
—Ricardo, vengo por la entrevista.
Me hizo pasar, explicándome que en estos tiempos no se podía abrir la puerta a cualquiera.
—¿Cómo me encontrás? —me preguntó con simpática coquetería mientras nos saludábamos con un beso en la mejilla.
—Muy bien, muy bien.
—Y no me he hecho nada —me dijo sonriendo y haciendo el gesto de estirarse las mejillas para referirse a las operaciones de cirugía estética. Un hombre menudo, ágil a pesar de la edad. Supuse que debía pasar los setenta, pero no consideré necesario preguntárselo y seguro que no me hubiera ganado su simpatía. Tenía una piel blanca, muy pálida, y todo su cabello de un tono negro muy oscuro. Sus ojos vivaces me miraban con curiosa cordialidad a través de unos anteojos de lectura. Me hizo pasar al interior de la pequeña casa, una casa que recordaba a la de familiares queridos que hace tiempo que no ves. Sobre una silla dormía una gata gris enroscada como sólo esas maravillosas mascotas pueden enroscarse. Adelco me invitó a tomar café. Estuvo a punto de cortar un pedazo de un bizcochuelo recién horneado, pero se lo pensó mejor y me invitó con unas galletitas dulces. Le daba lástima cortarlo, me explicó. En realidad lo había preparado para tomar el té con una amiga que vendría esa misma tarde. Mencionó a una actriz no muy conocida, hermana de un famoso actor radicado en España recientemente. Como un improvisado periodista, encendí el grabador y comenzamos a conversar. En realidad, Adelco no demostró ningún interés especial por mi investigación, pero creo que disfrutaba el hecho de que hubiera llegado hasta su casa para entrevistarlo. Intenté que me diera respuestas más personales sobre el tema, me hubiera gustado saber cuáles eran sus reflexiones sobre los estereotipos y el modo en que los homosexuales habían sido representados por el cine argentino desde la película Los tres berretines, casi ochenta años atrás. Me contó anécdotas de la filmación de alguna de las películas; cómo Armando Bo le insistía para que hiciera todavía más afeminada a su criatura; las escenas rodadas en la casa de la actriz, y cómo ella misma se encargaba de preparar los paquetitos con sandwiches y comida que sobraban de escenas de fiestas, para repartirlos entre los extras y partiquinas. También les pagaba uno por uno sacando sobrecitos con dinero del interior de su escote. Me contó también algunos chismes deliciosos de famosas figuras de la cinematografía argentina que prometí nunca repetir. Me preguntó acerca de mi vida sentimental y me confió algunos pasajes de la suya. Por momentos me pedía que apagara el grabador para tener la seguridad de que algunas cosas no quedaran registradas. Me prestó varias fotografías donde aparece con Isabel Sarli, en momentos de las filmaciones y en escenas de algunas películas. En una de ellas se observa con nitidez el sello de aprobación de la Municipalidad de Buenos Aires, permitiendo la exhibición. En otra, en colores, se los ve a ambos debajo de un paraguas en un pasaje de El último amor en Tierra del Fuego. Cuando me despidió en la puerta de su casa, nos fundimos en un abrazo fraternal. Me hubiera gustado decirle que no podía imaginarse lo importante que había sido conocerlo, más allá del interés académico de una tesis que él nunca leería. Al abrazarlo, sentí que abrazaba a aquel niño montevideano.
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