SOY POSITIVO
› Por Pablo Pérez
L. sospechaba que era portador de VIH. “Garché a lo loco, sin cuidarme, quería contagiármelo, quería morirme.” De pronto sintió que todo había sido una estupidez: uno no muere de un día para otro por infectarse con el virus, puede ser asintomático por años o puede tener una enfermedad que lo agobie por mucho tiempo. Ahora que quería vivir, L. no se animaba a hacerse el test por temor al resultado; le sugerí que cuanto antes lo hiciera, más pronto se liberaría de las dudas que lo atemorizaban: si daba negativo, su miedo ya no tendría razón de ser; y si daba positivo, cuanto antes lo supiera, mejor: en ese caso, lo importante es empezar con el tratamiento cuanto antes. L. juntó coraje y fue al hospital.
Ya nadie respeta el misterio del sobre cerrado. Nos tentamos con abrirlo antes y ver si podemos adivinar algo: por lo general, los resultados de los análisis de sangre vienen con los parámetros normales, y si los propios guarismos están en ese rango, respiramos porque todo salió bien; en cambio, si sospechamos que algo está mal y tenemos que esperar varios días hasta que llegue el turno con el médico, podemos comenzar una búsqueda frenética en Google tratando de encontrar un alivio. Por suerte, con el test de detección del VIH no es así. A L., como a todos los que alguna vez pasamos por ese trance, el resultado le fue entregado en un consultorio por un médico: cuando el resultado es positivo, es necesario que haya alguien ahí para explicarnos qué tenemos que hacer. L. no se sorprendió, había hecho todo lo posible por contagiarse con el virus; en cambio sí le hubiera resultado extraño que el test diera negativo. El médico le explicó todos los pasos a seguir: análisis de carga viral y CD4; y a partir de los resultados evaluar cuál será el tratamiento adecuado. Es importante seguir estas instrucciones al pie de la letra. Uno puede dudar de la eficacia de los tratamientos propuestos, temer por los efectos secundarios... Puedo asegurar que no es para tanto. Sin embargo es importante que cada uno se informe bien, que lea todo lo que encuentre a su alcance acerca de los progresos en la investigación sobre SIDA y despeje las dudas con su médico, que tome parte activa de su proceso de sanación.
Tal vez no todos tengan la suerte de L., que se encontró con un buen médico que le dio un trato cálido y amoroso. Puede tocarnos uno que no nos guste. Es importante en ese caso, buscar uno con el que podamos sentirnos cómodos y en quien podamos confiar.
Es gracioso, porque al referirnos a nuestra condición de portador del VIH decimos “soy positivo” y, a mi entender, después de 20 años de convivir con el virus, puedo decir que fue ésa la actitud que me salvó. Es importante poder hablar con alguien de lo que nos pasa. L. no quería contarles a sus familiares ni a sus amigos lo que le estaba pasando, por temor a perderlos. “¿Qué clase de amigo sería aquel que ante una situación así se borrara?” “No es sólo por el HIV. Ninguno de mis amigos sabe que soy homosexual”, me contestó L. Decir la verdad sería un gran alivio, ocultar lo que somos también nos enferma. Sé que muchas veces no es fácil. En ese caso, sería bueno unirse a un grupo de reflexión en alguna de las asociaciones de lucha contra el sida, donde nos encontraremos con gente que nos podrá escuchar y comprender.
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