Vie 07.05.2010
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Se vino la noche

Mala noche (recientemente estrenada en DVD) no es sólo una película queer. Gus Van Sant hace un film sobre el poder y las clases sociales donde las víctimas se identifican con las conductas de los victimarios.

› Por Alejandra Varela

La vida de Walt es una larga noche. Su sonrisa juvenil, su aire candoroso pueden prestarse al engaño. Walt expone sin preámbulos su deseo, en ese mundo masculino, poblado de muchachos que hubieran encantado a Pier Paolo Pasolini, y sabe que su homosexualidad desembozada lo vuelve presa fácil. Del otro lado, un grupo de adolescentes mexicanos, que entre un inglés mal aprendido y un español lacerante lo desilusionan una y otra vez.

El deseo de Walt hacia Johnny (versión brutal y latina de Jim Morrison) está poblado de fantasías. Walt reproduce el cliché femenino de la abnegación y la extrema paciencia para conquistar el corazón mientras el joven mexicano sólo quiere sobrevivir. El placer de Johnny es hacerlo entrar en su juego, humillarlo y jamás cumplir.

En ese mundo en blanco y negro en el que Gus Van Sant sumerge a los personajes de Mala noche se deja ver con encanto, con esa elegancia de film noir que se expresa en el andar simpático de Walt por las calles de Portland así como en la huida feroz de sus esquivos amigos, la crueldad de cualquier forma de amor.

Hay algo de la filosofía gay más antigua, del sometimiento que implica el sexo entre hombres de diversas clases, de la ilusión imposible del erotismo a la que Walt se aferra hasta el último segundo del film. Pero no falta el humor, el tono liviano que adquiere el desprecio en un mundo masculino donde no hay lugar ni para la queja ni para el reclamo.

Gus Van Sant ofrece en su primer film, que obtuvo el premio de la Asociación de Críticos de Los Angeles en el año 1987, esa mirada política que lo ha convertido en uno de los directores más interesantes de los últimos años. Todo es mercancía, los cuerpos jóvenes, el sexo, la amistad. El hombre es el lobo del hombre. Walt emprende la cacería de los jóvenes mexicanos, al igual que los agentes de Migraciones, salvo que el dulce joven no los atemoriza, la violencia es un destino que se respira más allá de sus callejeras diversiones. En sus preciados cuerpos está la agonía en forma de pasión o de cinismo.

Sorprende la voz de Violeta Parra, como un homenaje al encanto latino, mientras se escucha su “Gracias a la vida” con una tenue ironía. El monólogo interior que convierte a Walt en el escritor de la historia es uno de los diamantes del film. Ayuda a tener otra dimensión del personaje. Su mirada sobre los hechos construye otro relato con el que el espectador tal vez nunca esté de acuerdo. Aporta el tono etnográfico de la nouvelle autobiográfica en la que se basó el film, escrita a fines de los ’70 por Walt Curtis.

Tanto Johnny como Roberto, el otro muchachito mexicano que accede a los deseos de Walt, más allá de sus actitudes esquivas y ariscas, muestran otro modo de “ser gay”: el que comparte los juegos, la camaradería y las prácticas pero que pone la palabra maricón como insulto hacia el otro.

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