“¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos?” Eso se pregunta Patti Smith durante años, luego de la muerte de su amante, su alter ego, su amigo del alma, Robert Mapplethorpe. Ella estaba durmiendo cuando él murió. Había llamado al hospital para desearle las buenas noches como siempre, pero la morfina lo había dejado inconsciente. Conservó muy pocos objetos capaces de sortear las garras de los coleccionistas: un mechón de pelo, un puñado de sus cenizas, una caja con sus cartas, una pandereta de piel de cabra. Pero faltaban las palabras. Desde aquel día de 1993, Patti se prometió públicamente encontrar ese montón de palabras capaces de reconstruir la vida juntos, la figura encantada de su amigo de rulos que adoraba los esclavos de Miguel Angel. El año pasado, el libro apareció en inglés y, la próxima semana, la Editorial Mondadori presentará la versión en español, Eramos unos niños, una biografía de los dos, desde la infancia hasta la llegada de la muerte. En este adelanto aparecen momentos clave de toda la relación: se conocieron justo cuando ella trataba de desembarazarse de un señor pesado, fingieron estar casados durante la presentación formal de la pareja ante la familia católica de Robert, la aparición de la homosexualidad en la vida de los dos impuso una distancia y una reunión diferente, hubo muchos encuentros más, como éste, furtivo, en un hotel de mala muerte.
Me sentía incómoda y no tenía la menor idea de cómo llevar la situación, ni de por qué quería él cenar conmigo. Me parecía que se estaba gastando mucho dinero en mí y empecé a preocuparme por lo que esperaría a cambio.
Después de la cena, fuimos a pie hasta Manhattan.
Yo estaba buscando una vía de escape cuando él sugirió que subiéramos a su piso a tomar una copa. Ahí estaba, pensé. El momento crucial sobre el que me había advertido mi madre. Miraba frenéticamente a mi alrededor, incapaz de responderle, cuando advertí que se acercaba un joven.
Vestía un pantalón de peto y un chaleco de piel de carnero. Llevaba collares de cuentas alrededor del cuello, un pastor hippy. Corrí hacia él y lo agarré por el brazo.
–Hola, ¿te acuerdas de mí?
–Por supuesto –dijo, sonriendo.
–Necesito ayuda –solté–. ¿Te haces pasar por mi novio?
–Claro –respondió, como si mi inesperada aparición no le hubiera sorprendido.
Lo llevé a rastras hasta el escritor de ciencia ficción.
–Este es mi novio –dije, jadeando–. Me ha estado buscando. Está enfadadísimo. Quiere que vuelva a casa ahora mismo.
El hombre nos miró con curiosidad.
–Corre –grité, y el muchacho me cogió de la mano y corrimos hasta el otro extremo del parque.
Sin aliento, nos desplomamos en las escaleras de una casa.
–Gracias, me has salvado la vida –dije. El acogió aquella noticia con una expresión perpleja–. No te he dicho mi nombre, me llamo Patti.
–Y yo, Bob.
–Bob –repetí, mirándolo de verdad por primera vez–. No sé, pero Bob no te pega. ¿Puedo llamarte Robert?
El sol se había puesto en la Avenida B. El me cogió de la mano y paseamos por el East Village. Me invitó a un EggcreamenGem Spa, en la esquina de Saint Mark’s Place y la Segunda Avenida. Casi no habló.
Sólo sonrió y escuchó. Yo le conté historias de mi infancia, las primeras de muchas que vendrían después. Me sorprendió lo cómoda y abierta que me sentía con él. Más adelante, Robert me dijo que se había tomado un ácido.
Yo sólo había leído sobre el LSD en un librito de Anaïs Nin titulado Collages. No era consciente de la cultura psicodélica que estaba floreciendo en aquel verano de 1967. Tenía un concepto romántico de las drogas y las consideraba sagradas, reservadas a los poetas, a los músicos de jazz y a los rituales indios. Robert no parecía alterado, ni extraño, como yo hubiera imaginado. Irradiaba un encanto dulce y pícaro, tímido y protector. Paseamos hasta las dos de la madrugada y, finalmente, casi a la vez, nos confesamos que ninguno de los dos tenía adónde ir. Nos reímos, pero era tarde y estábamos cansados.
“Creo que sé un sitio donde podemos pasar la noche –dijo. Su antiguo compañero de piso estaba de viaje–. Sé dónde esconde la llave; no creo que le importe.”
Cogimos el Metro y salimos de Brooklyn. Su amigo vivía en un pisito de Waverly, cerca de la Universidad de Pratt. Doblamos por una callejuela, donde Robert encontró la llave escondida debajo de un ladrillo suelto, y entramos en el piso.
Nada más hacerlo, nos entró vergüenza, no tanto por estar solos como porque nos halláramos en una casa ajena. Robert se esmeró porque me sintiera cómoda y luego, pese a lo tarde que era, me preguntó si quería ver su obra, que estaba guardada en un cuarto interior.
La esparció por el suelo para que la viera. Había dibujos y aguafuertes, y desenrolló algunas pinturas que me recordaron a Richard Poussette-Dart y a Henri Michaux. Múltiples energías vertidas sobre palabras entrecruzadas y dibujos de trazo caligráfico. Campos energéticos construidos con estratos de palabras. Pinturas y dibujos que parecían surgir del subconsciente.
Había una serie de discos que entrelazaban las palabras EGOAMOR, DIOS y las fusionaban con su propio nombre; parecían alejarse y expandirse sobre las superficies planas de sus pinturas. Mientras los miraba, no pude evitar hablarle de las noches en que, cuando era niña, veía dibujos circulares girando en el techo. Abrió un libro de arte tántrico.
–¿Como esto? –preguntó.
–Sí.
Reconocí con asombro los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.
El dibujo que Robert había hecho el Día de los Caídos me conmovió especialmente. Jamás había visto nada igual. Lo que también me sorprendió fue la fecha: el Día de Juana de Arco. El mismo día que yo había prometido hacer algo con mi vida delante de su estatua.
Se lo conté y él respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, contraído ese mismo día. Me lo regaló sin vacilar y comprendí que, en aquel breve lapso, los dos habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos sustituido por confianza. Miramos libros sobre dadaísmo y surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Angel. Sin palabras, absorbimos los pensamientos del otro y, justo cuando rompía el alba, nos dormimos abrazados. Cuando nos despertamos, él me saludó con su sonrisa torcida y yo supe que era mi caballero.
Como si fuera la cosa más natural del mundo, permanecimos juntos; nos separábamos salvo para ir al trabajo. No hizo falta decirlo; se sobreentendía. (...)
Esa primavera, sólo unos días antes del Domingo de Ramos, Martin Luther King fue abatido a tiros en el hotel Lorraine de Memphis.
Había una fotografía en la prensa de Coretta Scott King consolando a su hija menor, con el rostro bañado en lágrimas tras su velo de viuda. Me angustié muchísimo, como había hecho en mi adolescencia cuando vi a Jacqueline Kennedy con su vaporoso velo negro junto a sus hijos, esperando a que el cadáver de su marido pasara en un armón de artillería tirado por caballos. Intenté plasmar mis sentimientos en un dibujo o un poema, pero no pude. Tenía la impresión de que cuando intentaba expresar la injusticia, no daba con los versos adecuados.
Robert me había comprado un vestido blanco para Semana Santa, pero me lo regaló el Domingo de Ramos para mitigar mi tristeza. Era un raído vestido victoriano de lino. Me encantó, me lo puse y me paseé por el piso, una frágil armadura frente a los malos augurios de 1968.
Mi vestido de Semana Santa no era apropiado para llevarlo a una cena en casa de los Mapplethorpe, tampoco lo era nada de lo que teníamos en nuestro reducido vestuario.
Yo era bastante independiente de mis padres. Los quería, pero no me preocupaba cómo les había sentado que Robert y yo viviéramos juntos. Pero él no era tan libre. Continuaba siendo su hijo católico, y era incapaz de decirles que vivíamos juntos sin estar casados. Mis padres lo habían recibido con los brazos abiertos, pero le preocupaba que los suyos no me aceptaran.
Al principio pensó que lo mejor sería hablarles de mí poco a poco en sus conversaciones telefónicas. Luego decidió decirles que nos habíamos fugado a Aruba para casarnos. Un amigo suyo estaba viajando por el Caribe y Robert escribió una carta a su madre que su amigo mandó desde Aruba.
Yo creía que aquel engaño tan rebuscado era innecesario. Pensaba que debería contarles simplemente la verdad, convencida de que terminarían aceptándonos tal como éramos. “No –decía él, frenético–. Son católicos estrictos.”
No comprendí su preocupación hasta que visitamos a sus padres. Su padre nos recibió con un silencio gélido. Yo no concebía que un hombre no abrazara a su hijo.
La familia en pleno estaba sentada a la mesa del comedor: su hermana y su hermano mayores con sus respectivos cónyuges y sus cuatro hermanos menores. La mesa estaba puesta, todo listo para una cena perfecta. Su padre apenas me miró y no dijo nada a Robert, salvo: “Deberías cortarte el pelo. Pareces una chica”.
La madre de Robert, Joan, hizo todo lo posible por crear un clima acogedor. Después de cenar, dio disimuladamente a Robert dinero que llevaba en el bolsillo del delantal y me llevó a su habitación, donde abrió su joyero. Me miró la mano y sacó un anillo de oro.
–No teníamos suficiente dinero para las alianzas –mentí.
–Deberías llevar una en el dedo anular de la mano izquierda –me dijo, poniéndomelo en la mano.
Robert era muy cariñoso con Joan en ausencia de Harry. Joan era una mujer con brío. Tenía la risa fácil, fumaba sin parar y limpiaba la casa de forma obsesiva. Advertí que Robert no sólo había adquirido su sentido del orden de la Iglesia Católica. Joan prefería a Robert y, en su fuero interno, parecía enorgullecerse del camino que había elegido.
Harry quería que se dedicara a la publicidad, pero él se había negado. Estaba decidido a demostrar que su padre se equivocaba. La familia nos abrazó y felicitó al marcharnos. Harry se hizo a un lado. “No me creo que estén casados”, dijo. (...)
A principios de junio, Valerie Solanas disparó a Andy Warhol. Aunque Robert no tendía a ser romántico con los artistas, se disgustó mucho. Adoraba a Andy Warhol y lo consideraba uno de los artistas vivos más importantes. Fue lo más próximo a la idolatría que estuvo nunca. Respetaba a artistas como Cocteau y Pasolini, que fundían vida y arte, pero, para Robert, el más interesante de todos era Andy Warhol, quien documentaba la puesta de escena humana en la Factoría, su estudio forrado de papel de plata.
Yo no sentía por Warhol lo mismo que Robert. Su obra reflejaba una cultura que yo quería evitar. Detestaba la sopa y la lata no me decía apenas nada. Prefería un artista que transformara su época, no que la reflejara.
Afectado aún por el intento de asesinato de Warhol, Robert se quedó en casa para rendirle homenaje en un dibujo. Yo fui a visitar a mi padre. Era un hombre sabio y justo, y quería conocer su opinión sobre Robert Kennedy. Estuvimos sentados juntos en el sofá, viendo los resultados de las primarias. Yo no cabía en mí de gozo cuando Robert Kennedy pronunció el discurso tras la victoria. Lo vimos bajarse del estrado y mi padre me guiñó el ojo, encantado con nuestro prometedor joven candidato y mi entusiasmo. Por unos breves momentos fui tan inocente como para creer que todo iría bien. Lo vimos desfilar entre el público exultante, estrechando manos e irradiando esperanza con la típica sonrisa Kennedy. Entonces se cayó. Vimos que su mujer se arrodillaba junto a él. El senador Kennedy estaba muerto.
“Papá, papá”, dije, sollozando, ocultando la cara en su hombro. Mi padre me rodeó con el brazo. No dijo nada. Supongo que él ya lo había visto todo. Pero a mí me pareció que, afuera, el mundo se estaba disgregando y que, cada vez más, también lo estaba haciendo el mío.
Regresé a casa y había recortables de estatuas, torsos y nalgas de los griegos, los Esclavos de Miguel Angel, imágenes de marineros, tatuajes y estrellas. Para sintonizarme con él, le leí pasajes de Milagro de la rosa, pero Robert siempre iba un paso por delante. Mientras le leía a Genet, era como si se estuviera convirtiendo en Genet.
Tiró su chaleco de piel de carnero y sus collares de cuentas y encontró un uniforme de marinero. No era aficionado al mar. Con el traje y la gorra de marinero me recordaba un dibujo de Cocteau o el mundo de Robert Querelle, de Genet. No tenía interés en la guerra, pero le atraían sus reliquias y rituales. Admiraba la estoica belleza de los pilotos kamikaze japoneses, que se preparaban la ropa –una camisa meticulosamente doblada, un pañuelo blanco de seda– para ponérsela antes de la batalla.
Me gustaba ser partícipe de sus fascinaciones. Le encontré una chaqueta y un pañuelo de aviador, aunque, en lo que a mí atañía, mi percepción de la Segunda Guerra Mundial estaba influida por la bomba atómica y El diario de Anna Frank. Yo reconocía su mundo porque él entraba con gusto en el mío. No obstante, a veces una transformación inesperada me desconcertaba e incluso me molestaba. Cuando recubrió las paredes y el trabajado techo de nuestro dormitorio con láminas de Mylar me sentí excluida, porque parecía que lo hubiera hecho por él más que por mí. Robert tenía la esperanza de que yo lo encontrara estimulante pero, a mis ojos, tenía el efecto distorsionado de un espejo de feria. Lloré por el desmantelamiento de la capilla romántica donde dormíamos. A él le decepcionó que no me gustara.
–¿En qué estabas pensando? –le pregunté.
–Yo no pienso –insistió–. Siento.
Robert se portaba bien conmigo, pero lo notaba ausente. Estaba habituada a que no hablara, pero no a que estuviera tan pensativo. Algo le inquietaba, algo que no guardaba relación con el dinero. Nunca dejó de ser cariñoso conmigo, pero parecía preocupado.
Dormía de día y trabajaba de noche. Cuando me despertaba, lo encontraba mirando los cuerpos cincelados por Miguel Angel, clavados en fila en la pared. Yo habría preferido una discusión al silencio, pero él no era así. Ya no sabía descifrar sus estados de ánimo.
Advertí que de noche no había música. Robert se encerró en sí mismo y comenzó a pasearse arriba y abajo, desconcentrado, sin completar ninguna de sus obras. El suelo estaba sembrado de montajes inconclusos de fenómenos de feria, santos y marineros. No era propio de él dejar sus obras en aquel estado. Era algo por lo que siempre me había reprendido a mí. Me sentía impotente, incapaz de penetrar la estoica oscuridad que lo envolvía.
Fue poniéndose más inquieto conforme crecía su insatisfacción con su obra. “Mi vocabulario visual ya no me funciona”, decía. Un domingo por la tarde, desfiguró la entrepierna de una Virgen con un soldador. Cuando hubo terminado, se limitó a encogerse de hombros. “Ha sido un momento de locura”, dijo.
Mirando atrás, el verano de 1968 señaló una época de despertar físico tanto para Robert como para mí. Yo no había comprendido aún que su torturada conducta guardaba relación con su sexualidad. Sabía que me quería mucho, pero pensaba que se había cansado de mí físicamente.
En ciertos aspectos, me sentía traicionada; pero, en realidad, fui yo quien lo traicionó.
Huí de nuestro pisito de Hall Street. Robert se quedó destrozado pero, aun así, fue incapaz de darme una explicación sobre el silencio que nos envolvía. (...)
Dijo que quería hablar conmigo. Salimos y nos quedamos en la esquina de la calle Cuarenta y ocho y la Quinta Avenida.
–Por favor, vuelve –dijo–. O me voy a San Francisco.
Yo no me podía imaginar por qué quería ir allí. Su explicación fue poco concreta. Liberty Street, había alguien que sabía del tema, un piso en el Castro.
Me agarró la mano.
–Ven conmigo. Allí hay libertad. Tengo que descubrir quién soy.
Lo único que yo conocía de San Francisco era el gran terremoto y Haight–Ashbury.
–Yo ya soy libre –dije.
El me miró con desesperada intensidad.
–Si no vienes, estaré con un tío. Me volveré homosexual –amenazó.
Yo sólo lo miré, sin comprender. No había nada en nuestra relación que me hubiera preparado para semejante revelación. Todas las señales que él había transmitido de forma indirecta, yo las había interpretado como la evolución de su arte. No de su personalidad.
No estuve nada compasiva, un hecho que terminé lamentando. Por sus ojos, parecía que hubiera estado trabajando toda la noche colocado de speed. Sin mediar palabra, me entregó un sobre.
Vi cómo se alejaba y se perdía entre la multitud.
Lo primero que me sorprendió fue que hubiera escrito su carta en papel de Scribner’s. Su letra, por lo general tan cuidada, estaba plagada de contradicciones: pasaba de ser pulcra y precisa a meros garabatos infantiles. Pero incluso antes de leer las palabras, lo que me conmovió profundamente fue el sencillo encabezamiento: “Patti - Lo que pienso - Robert”. Le había pedido, incluso suplicado, tantas veces antes de marcharme que me dijera qué estaba pensando, qué tenía en la cabeza.
El no había tenido palabras para mí.
Mientras miraba aquellas hojas, me di cuenta de que había ahondado en sus sentimientos por mí y había intentado expresar lo inexpresable. Imaginar la angustia que lo había impulsado a escribir aquella carta me hizo llorar.
“Abro puertas, cierro puertas”, escribía. No amaba a nadie, amaba a todos. Adoraba el sexo, odiaba el sexo. La vida es una mentira, la verdad es una mentira. Sus pensamientos concluían con una herida curativa. “Estoy desnudo cuando dibujo. Dios me tiene de la mano y cantamos juntos.” Su manifiesto como artista.
Prescindí de los aspectos confesionales y acepté aquellas palabras como una hostia consagrada. El había trazado una línea que me seduciría y terminaría uniéndonos. Doblé la carta y volví a meterla en el sobre, sin saber qué sucedería a continuación. (...)
La habitación hedía a orines y a líquido fumigador, y el papel pintado se desprendía de la pared como la piel muerta en verano. No había agua corriente en el lavabo corroído, sólo alguna que otra gota que caía durante la noche.
Pese a su enfermedad, Robert quiso hacer el amor y nuestra unión quizá lo reconfortó, porque dejó de sudar. Por la mañana, salió al pasillo para ir al baño y regresó visiblemente alterado. Había manifestado signos de gonorrea. Su sentimiento de culpa y su temor a haberme contagiado lo angustiaron todavía más.
Por suerte, se pasó la tarde durmiendo mientras yo deambulaba por los pasillos. El hotel estaba lleno de indigentes y yonquis. Los hoteles baratos no me eran ajenos. En Pigalle, mi hermana y yo nos habíamos alojado en un sexto piso sin ascensor, pero nuestra habitación estaba limpia y hasta era acogedora, con una romántica vista de los tejados de París. Aquel sitio no tenía nada de romántico, atestado de hombres medio desnudos que intentaban encontrarse una vena en extremidades infestadas de llagas. Todo el mundo tenía la puerta abierta porque hacía muchísimo calor y me veía obligada a apartar la mirada mientras iba y venía del baño para mojar paños que ponía a Robert en la frente. Me sentía como una niña en un cine que cierra los ojos para no ver la escena de la ducha de Psicosis. Era la única imagen que hacía reír a Robert.
Su almohada estaba plagada de piojos que se mezclaban con sus enredados rizos oscuros. Yo había visto muchos piojos en París y pude al menos relacionarlos con el mundo de Rimbaud. Aquella almohada, manchada y llena de bultos, era más lamentable todavía.
Fui a buscar agua para Robert y una voz me llamó desde la puerta de enfrente. Costaba saber si era de hombre o mujer. Al mirar, vi a un travestido un poco decrépito con un andrajoso vestido de gasa sentado al borde de la cama. Me sentí segura con él mientras me contaba su historia. Había sido bailarín clásico, pero ahora era un adicto a la morfina, una mezcla de Nureyev y Artaud. Seguía teniendo las piernas musculosas, pero le faltaban casi todos los dientes. Cuán magnífico debió de ser con sus cabellos dorados, hombros anchos y pómulos altos. Me senté junto a la puerta, la única espectadora de su onírica representación, donde bailó etéreamente por el pasillo como Isadora Duncan con su vaporoso vestido de gasa mientras cantaba una versión atonal de “Wild is the Wind”. Me contó las historias de algunos de sus vecinos, habitación por habitación, y qué habían sacrificado por el alcohol y las drogas. Yo no había visto jamás tanto sufrimiento colectivo, ni tantas esperanzas rotas, tantas almas melancólicas que se habían destrozado la vida. El parecía regir sobre todas ellas mientras lamentaba dulcemente su propia carrera fallida y bailaba por los pasillos con el pálido vestido de gasa.
Sentada junto a Robert, examinando nuestro destino, casi lamenté nuestro afán de ser artistas. Los voluminosos portafolios apoyados en la sucia pared, el mío rojo con cintas grises, el suyo negro con cintas negras, parecían una pesada carga material. A veces, incluso en París, deseaba abandonarlo todo en una callejuela y ser libre. Pero, cuando desataba las cintas y contemplaba nuestra obra, sabía que íbamos por buen camino. Sólo necesitábamos un poco de suerte.
Por la noche, Robert, por lo general tan estoico, gritó. Le habían salido flemones, estaba muy congestionado y empapado en sudor. Fui en busca del ángel morfinómano. “¿Tienes algo para él? –le supliqué–. ¿Algo para aliviarle el dolor?” Intenté romper su velo narcótico.
El me regaló un momento de lucidez y vino a nuestra habitación. Robert estaba delirando debido a la fiebre. Creí que iba a morir.
“Tienes que llevarlo a un médico –dijo el ángel morfinómano–. Tenéis que iros de aquí. Este sitio no es para vosotros.” Lo miré a la cara. Todo lo que había experimentado estaba en aquellos apagados ojos azules. Por un momento, se encendieron. No por él sino por nosotros.
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