... la consigna es la misma que si fuera a acabarse mañana: sexo, sexo, sexo. Para los que quieren esquivar la coartada de la disco delante del dark-room, para los que tienen la ilusión de que existe un círculo ideal de gente que encaja con talla y peso acordes con la belleza, para los que disfrutan del amontonamiento, ahí están las fiestas. Convocadas por Internet, filtrados los asistentes por los recepcionistas, algunas auspiciadas por marcas, otras con límite de edad preciso, este circuito gay se reserva derecho de admisión, aunque adentro casi todo es posible.
› Por Patricio Lennard
Si se la mira bien, la orgía es una forma posible de fiesta. Pensada en abstracto, una fiesta pretende el disfrute en conjunto de un grupo de personas. Por eso, aquello de lo que se disfruta en una fiesta (comer, bailar, beber, etc.) es menos importante que el hecho de estar juntos, allí, disfrutando. Es en la coexistencia donde lo festivo se hace presente. De ahí que un banquete no se organice con el fin de saciar el apetito de los comensales, ni una orgía con el propósito de satisfacer las necesidades sexuales de sus participantes. Es en el marco, acaso efímero, de cierto espíritu de participación en lo común que disfrutamos de lo que se disfruta en una fiesta.
Hace tiempo ya que el hedonismo ha instalado en la cultura, sobre todo entre los jóvenes, el imperativo de “divertirse en grande”. Y esa consigna muchas veces les da a las prácticas sexuales un desprejuiciado cariz recreativo. La necesidad de aventura, los contactos vía Internet, el placer de los encuentros fugaces, y que haya cada vez más parejas abiertas que practican el sexo grupal son algunos de los motivos por los que la moral sexual continúa relativizándose. “Tal como en la imagen de desvergüenza de las antiguas bacanales, actualmente el sexo vuelve a ser errante”, escribía Michel Maffesoli en 1997. Y es acaso esa errancia sexual lo que explica que en el mundillo gay de Buenos Aires se hayan multiplicado, en los últimos años, las fiestas de sexo.
Un fenómeno que comenzó a crecer a la par de la cultura swinger local, y que hace rato ha excedido la domesticidad para tornarse visible y hasta institucionalizarse. Fiestas que poco tienen que ver con aquellas alocadas parties de los años ‘70, en las que se entreveraban locas y chongos al compás de la música en casas en las que se daba rienda suelta a un goce clandestino, y en las que se tejían redes de solidaridad y resistencia ante una situación de opresión que a muchos les valió la cárcel o el exilio. “Más que por la irrupción del sida, creo que en los años ’80 las fiestas empezaron a menguar por la aparición de los lugares de encuentro. En la década del ’70, las fiestas eran un ámbito de socialización a falta de lugares concretos que, si los había, aparecían y desaparecían muy rápidamente”, comenta Alejandro Modarelli, autor junto con Flavio Rapisardi del libro Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura.
De ahí que hoy se pueda hablar de un retorno de las fiestas.
Si hubo algo que contribuyó a hacer que las orgías en Buenos Aires excedieran las módicas dimensiones de una cama, de un cuarto o de una casa, ha sido un grupo llamado Los Fiesteros. Un grupo que comenzó a gestarse, según se lee en su página web (grupolosfiesteros.com), allá por 1999, cuando dos personas que se conocieron chateando “organizaron una primera y muy íntima reunión de apenas seis personas en un departamento del barrio porteño de Villa Crespo”, y que hoy organiza megafiestas a las que concurren entre cien y doscientas personas, y en las que es condición sine qua non para participar de ellas estar como Dios nos trajo al mundo.
El calzado que se lleve puesto, medias, gorra, lentes, relojes, riñonera, y “cualquier otro elemento de adorno, como cockrings, piercings, collares, aros, colgantes, anillos y pulseras”, son los únicos elementos que se puede tener encima, según lo estipula el “código de vestimenta” (sic). Algo que obliga a todo aquel que asiste a estas reuniones a desnudarse casi de inmediato, de cara al guardarropa que reemplaza el incordio de las perchas por bolsas numeradas en las que se mete la ropa, antes de asomar siquiera la nariz a la semipenumbra que allí todo lo envuelve. Recién entonces uno puede acceder al ambiente principal, que está rodeado por pequeños reservados, separados entre sí por sugestivas cortinas que bostezan cada vez que alguien las corre. Y una vez dentro, es el zarandeo de los cuerpos, desnudos al punto de simular querer ser desnudados, lo que se ofrece al roce, a los besos, al desaire, a la entrega. Idas y vueltas que van dejando, entre colchonetas y sillones, profilácticos usados que se olvidan de los cestos de basura, y sobrecitos de gel mordidos con la urgencia que un poco más allá unta dedos con saliva.
Algo que todos saben, pues lo dicen las “reglas básicas” de la fiesta, es que cada quien puede tener sexo como más le guste, pero sin obligar a nadie a hacer nada que no quiera, sin usar drogas ni excederse con el alcohol, y “respetando los perfiles requeridos”. Sí, porque cuadrar en el “perfil y/o target grupal”, según se lee en los mails que con denodada insistencia llegan cada vez que se avecina una fiesta, es ciertamente el principal requisito. “Las edades para formar parte de nuestro grupo oscilan entre la mayoría de edad y los 35 años (en lo posible reales, sin sotas caídas...) se lee en la página web del grupo. “En cuanto al aspecto físico, no buscamos dioses griegos, ni fisicoculturistas, ni similares. Si lo sos, bienvenido. De hecho, los hay en el grupo. Pero simplemente apuntamos a cuerpos proporcionados en su relación peso/estatura.” Lo que se dice un grupo de pertenencia...
Si bien Los Fiesteros también organizan una “fiesta mixta” mensual, en la que participan hombres y mujeres gays, bisexuales, heterosexuales, travestis, transexuales y crossdressers (y en las que la presencia masculina es mayoritaria siempre), y otra para “varones sin edad máxima, ni condicionamientos de tipo físico ni de ninguna clase” —en la que “los maduritos, los veteranos, los gorditos o los flaquitos” son bienvenidos—, es con las fiestas de varones de 18 a 35 años, que se realizan con una frecuencia quincenal, usualmente en un local del barrio de Almagro, que el grupo Los Fiesteros se institucionaliza. De ello es prueba el negocio que hoy suponen estas fiestas, en las que se cobra una entrada (de 18 pesos) y funciona una barra de bebidas, y en las que siempre se sortean al final de la velada, fruto de canjes publicitarios cuando no de sponsoreos, desde free pass para boliches hasta clases de tango entre varones, lencería erótica y alquileres de películas. No es un dato menor que la Dirección Coordinación Sida del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires colabore con el grupo, y que siempre haya un stand de la Fundación Buenos Aires Sida que provee de preservativos y sobres de gel a los asistentes de manera gratuita. Algo que deja ver que Los Fiesteros es bastante más que un grupo que cada tanto arma juergas.
“La primera vez que tuve sexo con más de una persona fue en una reunión de Los Fiesteros”, cuenta Rodrigo S., 33 años, oficinista. Y fue esa inexperiencia de base lo que le generó el impacto que dice haber sentido la primera vez que vio a tanta gente desnuda teniendo sexo. “Me acuerdo de que era en un lugar en Villa Crespo, en un departamento grande. Llegué, dejé la ropa en una bolsita que me dieron con un número, y ahí nomás me metí en medio del quilombo. Después las fiestas empezaron a alternar los lugares: a veces se hacían en una casa, y otras en un sauna que quedaba en la avenida Pueyrredón, si mal no recuerdo. Al tiempo, directamente pasaron a la modalidad de alquilar lugares, porque la cantidad de gente los estaba desbordando. Yo me hice habitué de las fiestas y me pasó, en general, encontrarme con gente joven y bastante linda.”
Pero para Rodrigo algo cambió a medida que los encuentros se fueron haciendo cada vez más masivos. “Las últimas veces que fui no me convenció tanto la gente que había y el clima general de la reunión. Me pareció todo demasiado fast food. Porque si bien el clima es el de una reunión de sexo grupal, ya no es muy distinto a la experiencia de ir a un sauna. Vas, te encontrás con quien querés, hacés lo que tenés que hacer, tomás algo en la barra y te vas. Así de simple. No hay mucho margen para la socialización. Y esto creo que empezó a ocurrir cuando la cosa se fue institucionalizando. Al institucionalizarse, la fiesta perdió su carácter personal. Lo que no me parece ni malo ni bueno, sino lógico, en la medida en que el grupo Los Fiesteros se ha ido convirtiendo en una suerte de compañía que brinda servicios. Un servicio de sexo.”
Si hoy “la cultura gay es apenas un mercado orientado a organizar los consumos de un sector de la población (y, por lo tanto, a capturar y normalizar su imaginario)”, como afirma Daniel Link, está claro que el sexo juega en ello un papel preponderante. La expansión de un mercado sexual (que en los últimos años ha motivado que en Buenos Aires se abrieran nuevos saunas y dos complejos que cuentan con dark-rooms y gabinetes con glory-holes, sin contar el dark-room que funciona en la disco Amérika y los numerosos cines porno que siguen funcionando) es parte de un proceso que se inició con la democratización masiva en los países latinoamericanos a comienzos de la década del ’80. Una coyuntura que permitió el desembarco del modelo de la “cultura gay” en estas costas, y coincidió con la privatización del circuito del sexo y el declive del baño público como espacio erótico y lugar de resistencia.
“Aún cargando con la indignidad, en la época de la dictadura la clandestinidad obedecía a una lógica que nada tenía que ver con los etiquetamientos preventivos y admonitorios (del tipo ‘activo o pasivo’, ‘con foto o sin foto’, ‘cuerpo de gym o no’, ‘afeminados abstenerse’, ‘de tal rango de edad’) que hoy en día tantas veces abren o cierran la posibilidad de mantener relaciones sexuales”, opina Ernesto Meccia, autor de La cuestión gay. Un enfoque sociológico. Una lógica de targets que para él tiene como función demostrar cuán diferentes pueden ser los mismos gays entre ellos. “Los saunas y los cines porno son instituciones de puertas abiertas en las que nadie es inhibido de entrar, de recorrer libremente, mirar e intentar mantener una relación sexual con alguien. Las fiestas que se organizan a través de Internet, por el contrario, son instituciones de puertas cerradas en las que unos quedan afuera y los que ‘califican’, adentro. Pareciera que se intenta así proteger a un segmento de gays de otros segmentos de gays (por ejemplo, a los jóvenes de los maduros, a los esbeltos de los gordos). El sauna y el cine porno, en este sentido, me parecen instituciones extraordinariamente mundanas que no prometen un ‘ideal de ser homosexual’; son espacios en los que prima la diversidad. En cambio, las fiestas privadas sí llevan implícita una promesa de ser ideal, por lo que meterse en ese circuito obliga a las personas a demostrar que están en posesión de algo que les permita obtener su membresía. Una lógica que conlleva una sutil forma de discriminación, amparada en la representación legítima de la homosexualidad: cada vez más joven, musculosa y masculinizada.”
No es difícil convenir que la orgía ideal es aquella en la que nadie se niega a nadie. Y con eso Andrés está sin dudas de acuerdo. Y no es para menos, teniendo en cuenta que hace dos años y medio organiza junto con Roberto, dueño de un coqueto departamento del barrio de la Recoleta, unas fiestas grupales de sexo que reúnen una vez por mes a alrededor de cincuenta personas, y que se han ido haciendo más o menos conocidas en el ambiente gay de Buenos Aires por su exclusividad y lo selecto de sus concurrentes. “Quizá suene un tanto discriminatorio decir ‘yo no voy a tal fiesta porque entra cualquiera’. Pero en este tipo de reuniones lo que uno pretende es que haya cierto clima, que el grupo esté integrado, y que haya una base de amigos o conocidos. Esa es la modalidad con la que nos movemos nosotros. Nos gusta que las nuestras sean como reuniones de amigos en las que el ingrediente es el sexo.”
A lo largo de la charla, Andrés subrayará una y otra vez que lo que más le interesa es que se logre un “buen clima”. Y para ello es esencial, asegura, que se respete y se mantenga el perfil de gente. “En general, lo primero que nos motiva a invitar a alguien es que sea lindo. Y también saber que tiene buena actitud a la hora del sexo. No necesariamente chicos con cuerpos esculturales, pero sí gente que esté bien y a la que le guste cuidarse.” De ahí que tanto las invitaciones que se cursan —que muchas veces siguen la lógica de ser “recomendado”— como ciertos contactos que Andrés realiza a través de Internet —y en los que la condición que pone es que el otro le envíe fotos de rostro y de cuerpo entero— conformen la cocina de estas fiestas en las que el rol de Roberto, el anfitrión, un hombre de más de 40 años (“¡si te digo la edad, me asesina!”), es por cierto importante.
“Roberto tiene un leitmotiv que dice: ‘Yo participo como el gordito del barrio que pone la pelota para que los demás jueguen’. Lo que no quiere decir que en el amontonamiento de gente él no haga también sus cositas”, dice Andrés con gesto risueño. “El se preocupa mucho por mantener la cohesión del grupo, porque te sientas cómodo, y para eso tiene intervenciones que hacen más décontracté el clima de la fiesta. Si sos nuevo, lo más probable es que te haga el típico chiste: ‘Al que viene por primera vez le rompen el culo todos’. O que por ahí salte gritando: ‘¡Pero no sean negras! ¡No tiren los forros arriba de la alfombra!’. Una forma jocosa que tiene de poner orden, que de paso contribuye a que la situación se distienda. Porque algo que puede pasar en este tipo de reuniones es que todos se queden como fríos, en un rincón, sin saber bien quién empieza, quién hace el primer pete.”
Para evitar que esto ocurra, a los participantes se les pide que lleven algo para tomar para amenizar la charla que antecede a la sesión de sexo. “Cuando vas a las fiestas de Los Fiesteros, llegás, pagás la entrada, pasás por el guardarropa y te sacás todo. Nosotros no hacemos eso. Salvo que alguien llegue con la fiesta ya empezada. Si querés pasar desapercibido, tal vez sí te convenga llegar tarde y meterte en el quilombo de una. Pero si querés socializar un rato, es mejor llegar temprano y conocer vestida a la gente que después vas a ver en bolas.”
Algo muy importante a la hora del sexo, según Andrés, es mantener un clima de penumbra, con una música de fondo que no deja escuchar lo que uno habla, y que también atempera los jadeos. “Por ahí tenés un amontonamiento de gente arriba de la cama, cuatro o cinco apretando en un rincón, y dos sentados tomando una gaseosa y charlando de la vida. Es una imagen muy loca.”
Por más que parezca obvio, él insiste en que lo fundamental de una fiesta de sexo grupal es el grupo. Y para ilustrar su teoría cuenta que más de una vez se ha dado la situación de que chicos que en otros ámbitos (una página de contactos en Internet, un boliche) no les habían dado bola a otros, en la fiesta terminaron juntos. “En el amontonamiento de gente el morbo pasa por otro lado. Porque lo que te calienta es ver a tanta gente teniendo sexo al mismo tiempo, y eso te lleva a no ponerte en exquisito. Lo que calienta es el grupo.” Algo que para Andrés implica aprender a integrar lo sexual a lo lúdico, al tiempo que romper prejuicios como que el sexo está reservado para la intimidad, o que la amistad y el sexo no se complementan. “En los últimos tiempos, siento que se han roto ciertos prejuicios con respecto al sexo grupal, y la gente se anima más a decir que le calienta la idea de juntarse con otros a tener sexo. Hoy es bastante común, de hecho, que grupitos de chicos se vayan de after a algún departamento a seguir bailando, después del boliche, y que pinte partuza. Y si esto está ocurriendo en el ambiente gay de Buenos Aires en gran medida se debe al grupo Los Fiesteros. Si algo demuestra que exista un grupo que ha institucionalizado las reuniones de este tipo es que hay mucha gente a la que le gusta esta forma de tener sexo. Y ya es hora de entender que es una forma tan válida como cualquiera.”
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