A/Z
› Por Mauro Cabral
Muchas personas en el mundo fuimos sometidas poco después de nacer, y a menudo también durante nuestra infancia y adolescencia, a procedimientos médicos no consentidos destinados a “corregir” nuestros genitales. Estas prácticas “normalizadoras” incluyen, por ejemplo, la reducción quirúrgica de un clítoris cuyo tamaño excede el promedio, así como la reasignación habitual al sexo femenino de los niños nacidos con un pene cuyo tamaño es inferior a ese promedio. También comprenden la práctica compulsiva de vaginoplastias, la “corrección” quirúrgica de labios mayores y menores, así como del recorrido de la uretra y la remoción “preventiva” de gónadas. El secreto —tanto médico como familiar— ha formado parte tradicionalmente del mismo tratamiento.
De acuerdo con el saber médico, jurídico y bioético instituido, un cuerpo sexuado que varía respecto de los promedios femenino y masculino podría comprometer no sólo el desarrollo “normal” de la identidad de género y de la orientación sexual sino también la propia integridad individual de quien lo porta. La falta de “normalización” quirúrgica daría lugar a la marginación, la discriminación y la violencia (es decir, nos condenaría a habitar en un entremedio imposible y abyecto entre la masculinidad y la feminidad). Frente a ese peligro, la insensibilidad genital, el trauma post-quirúrgico, las interminables complicaciones y la experiencia del secreto, el ocultamiento y la vergüenza parecieran ser males menores. No lo han sido, no lo son.
El término intersex da cuenta del conjunto de estas experiencias: la carne con la que nacimos y los modos en los que esa carne fue intervenida a fin de poder ser apreciada como un cuerpo femenino o masculino (mutilado, pero “normal”). En muchos casos intersex funciona como un adjetivo (cuando alguien dice, por ejemplo, “soy una mujer intersex”); pero el término opera también como sustantivo (cuando alguien dice “yo soy intersex”). En cualquiera de ambos casos, el término no sólo pone en crisis la clausura de la diferencia sexual sino que también pone en visibilidad una cuenta monstruosa: ¿qué precio hay que pagar para ser hombre o mujer? ¿Quién lo fija, quién lo cobra? ¿Quién lo paga? o
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