PRIMER AMOR
› Por Pedro Lemebel
Yo era muy chico para que me gustara el bello Elvis, su pelvis tiritona y esa música de los coléricos norteamericanos que hacía zumbar los oídos en los años ‘60. Aquellos ritmos, más el cursi bolero y el viejo tanguear, los recibí de las mujeres de mi familia que hacían los quehaceres domésticos ensayando pasos de baile con la radio prendida. A esa edad, mi relación con la música era indiferente, sólo ambiental. Y no había ninguna melodía que hiciera vibrar la rata infante de mi emoción. En la primavera poblacional llegaban los circos con su algarabía piñufla. Ocupando siempre el baldío de la cancha con sus carpas desteñidas, carteles payaseros y jaulas con un puma desnutrido. Apenas amarilleaban los aromos de septiembre, la banda del circo tronaba por los altoparlantes su tarrero sonar. Pero también por esas fechas aparecían los juegos de entretenimientos, los mismos que ahora sólo se encuentran en el verano playero. Entonces instalaban armazones de fierro para la silla voladora, el carrusel de caballitos, el tiro al blanco con patos de lata, más unos cuantos taca tacas y quioscos de maní confitado. Pero al centro se ubicaba el radio control en una caseta donde se dedicaban discos. Y en el segundo piso de este encatrado había un escenario, donde los artistas hacían doblajes o concursos para los pobladores aburridos, cuando aún los aparatos de televisión eran muy caros. Las chicas, sonrojadas, solicitaban un disco por una moneda. Dedicado a Patricio, de parte de una admiradora, “La vi parada allí”, por The Beatles, susurraba por el micrófono el locutor. Y las nenas de la pobla se secreteaban mirando al Patricio, rojo de vergüenza, aplaudido por la patota juvenil. Entonces, por primera vez en mi vida, me electrizó ese remezón beatlemaníaco. Esa música era una inquieta euforia melancólica apretándome el pecho, un guitarreo sólo para mí. Un coro de voces yeah yeah despeinando mis años jazmines. Me temblaba el esqueleto y la boca se me hizo agua al escuchar por primera vez a los chascones ingleses. No lo podía creer, estaba pálido, todo me temblaba, como si me fuera a desmayar, me vinieron unas ganas de llorar, reír, bailar, cantar... no sé. Las chicas gritaban yeah yeah. Los chicos daban pasos de rock en el tierral y el Patricio, con las mejillas encendidas y alisándose la chasquilla, me pidió que le llevara saludos a la chica del disco. “Si me compras una entrada para la silla voladora”, le dije, mirándolo inocente. El Pato tendría diecisiete y yo once años. Pero él se vestía con pulóver beatle, pantalones tubo, botas cortas y peinaba una chasquilla que le cubría sus lindas cejas. “¿Te gusta esta música?”, me preguntó mascando chicle. “¿Sabes quiénes son?”, agregó metiéndose la mano al bolsillo. “Los Beatles”, exclamé bajito. “Acércate —me dijo–, mete la mano, aquí están las monedas para la silla voladora.” Pero el bolsillo estaba roto. Y toqué un dedo tieso y caliente. “La vi parada allí” seguía sonando cuando saqué la mano mojada. Y corrí a subirme a la rueda que giraba peligrosa sobre los techos de la población. Nunca le di sus saludos a la chica; en cambio, nos juntábamos con el Pato detrás de los juegos cada vez que sonaba “La vi parada allí” por The Beatles; era nuestra contraseña.
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