Vie 28.01.2011
soy

iluminando la zona oscura

Estratégicamente, a lo largo del año pasado, las historias de amor entre personas alumbraron la discusión que terminó con la modificación de la ley de matrimonio. Otras historias quedaron a oscuras, silenciadas, tal vez para evitar que inviten al prejuicio. Pero ni la oscuridad ni el silencio evitan que existan relaciones violentas también entre gays y lesbianas, sólo hacen que sea más difícil pedir ayuda.

“Yo me quedaba como para transformar esa violencia en amor, pero creo que para él eran la misma cosa: violencia como demostración de amor. Porque él negaba su violencia. Una vez me partió un termo con agua caliente por la cabeza y fue él mismo quien me quiso curar. Entonces me metí en la bañera para sacarme yo solo los pedazos de vidrio que tenía clavados por todo el cuerpo y él se acercó para decirme: ‘Pobrecito, mirá lo que te hiciste’. Yo era como una prolongación de él.” No es ficción: esta escena tuvo lugar en el seno de una relación entre dos hombres hace algo más de una década, cuando Lucio, que hoy tiene 38 años, promediaba sus 25. Las problemáticas de la comunidad Glttbi apenas —apenísimas— empezaban a cobrar visibilidad en aquellos años, y Lucio sólo atinó a recurrir a sus amigos más cercanos para pedir ayuda: no había instituciones —y si las había, él estaba lejos de enterarse porque no estaban difundidas— capaces de dar respuesta adecuada a modos de violencia tan silenciados como los que se dan dentro de los vínculos no heterosexuales. Eran los híbridos años ’90 y las organizaciones de activistas parecían luchar contra molinos de viento al buscar defender derechos y de-sentrañar los conflictos internos y externos que afectaban, y todavía afectan, a las relaciones de pareja no heterosexuales.

No hay que ser muy sagaces para comprender que las dinámicas amorosas Glttbi aún siguen atravesadas por siglos de represión, autoflagelo, vergüenzas y terrores originados en la conciencia de sentirse “diferentes” dentro un sistema que valora lo homogéneo. Y quizá deban pasar varios años hasta que la preocupación por esta violencia, tristemente internalizada, sea incorporada a la agenda del mundo. O quizá no: la rapidez con que se suceden los cambios en los últimos tiempos comienza a sorprender. Después de todo, el matrimonio igualitario en la Argentina ha dado el paso más trascendente hacia la visibilidad y de aquí en más —toco madera— lo asociado a la vida de la comunidad Glttbi empezará a “existir”, incluso los conflictos y el dolor.

El dolor, físico y psíquico, que incita a la rebelión contra el orden catastrófico que impone el silencio. Contra ese orden, contra ese silencio, no han sido tantas las voces que se alzaron a lo largo de la historia. Porque lo más difícil parece ser pensarse fuera del orden preestablecido y de los opresivos estereotipos de género (sostenidos a fuerza de una constante, incansable coerción) que son sus bastiones. Por otro lado, si el de la violencia en parejas de gays y lesbianas es un asunto que se ha resistido a difundirse se debe, también, a que implica la exposición al prejuicio social que pondría en cuestión la propia elección sexual, convirtiéndola en la causa misma del maltrato (a diferencia, por ejemplo, de la violencia perpetrada contra las mujeres, a las que no se les critica su heterosexualidad por denunciar haber sido golpeadas por sus maridos, aunque de todos modos es usual que se carguen responsabilidades sobre estas víctimas). Por eso, tantas veces, el hecho de acudir a hospitales, instituciones y ciertas ONG en busca de ayuda, en lugar de ofrecerse como posibilidad de contención, puede volverse una temida fuente de revictimización. Sobre llovido, mojado.

Lo que no se ve, igual existe

Cuando en 2003 —no hace tanto— algunas integrantes de Lesbianas a la Vista comenzaron con su proyecto Desalambrando, hablar de un vínculo de maltrato entre lesbianas era ocuparse de algo menos difundido que el debate sobre la vida en Marte. Pero en principio, por ese entonces, la sociedad se reservaba —y en parte todavía se reserva— para ambas poblaciones, lesbianas y marcianos, una pregunta en común: ¿existen? Con esta duda crucial era —y es— difícil pensar, hasta para las mismas lesbianas, los detalles que hacen a su entramado cotidiano, a los sufrimientos compartidos con el resto de las mujeres y a los que son diferentes. Además, con tamaña duda respecto de la existencia resultaba complicado identificar los profundos efectos de los mandatos culturales sobre las subjetividades lésbicas y sus formas vinculares. Pero estos mandatos operan casi inconscientemente: se trataría de la tristemente célebre “lesbofobia”. La forma en que una persona se percibe a sí misma determina la dirección de un vínculo, algo así como “te trato como yo debiera ser tratada”. Para Fabiana Tron, activista, fundadora y ex integrante de Desalambrando, y también superviviente de maltrato, la lesbofobia “influye tanto en la maltratadora como en la maltratada. Si la maltratadora tiene una ‘dosis’ alta de lesbofobia, va a ver a su compañera como un espejo. Y no le gusta lo que ve. Lo malo que ella tiene internalizado en cuanto a lo que una lesbiana es, lo pone en la otra porque no puede reconocerlo en sí misma, y hacia allí dirige su violencia. Sobre todo a nivel psicológico, aumentan los insultos y las descalificaciones. Lo que estaría operando sería algo así como ‘se merece que la insulte porque es torta’. De la misma manera, y simétricamente, la maltratada es capaz de asimilar tales acusaciones y humillaciones a causa del autorrechazo que en ella genera su propia identidad sexual: “Me lo merezco (por torta)”. “Claro que esto opera profundo —aclara Tron— y uno de los trabajos es hacer que eso se ‘devele’, porque entonces podemos empezar a desmoronar los prejuicios.” Para el licenciado Rubén Marone, integrante de la asociación civil Nexo, que recibe una importante población de gays y lesbianas en busca de atención terapéutica, “la homofobia y lesbofobia nos trasvasa en todos los temas. En el caso de los hombres al no usar preservativos, por ejemplo, ya que si la sexualidad es concebida como pecaminosa no voy a incluir en ese terreno la legalidad del forro, ni el cuidado personal y del otro. Hay muchos actos de violencia en los que uno le está pegando al otro por ser gay”.

Para oponerse a la certeza de ciertos mitos se debe responder con datos de la realidad y afirmar que la violencia no es exclusiva de las parejas heterosexuales; que, aunque la incidencia en los hombres es mucho mayor, dado que el propio mandato cultural los habilita para ejercerla, la violencia no es patrimonio suyo únicamente; que si la violencia es humana, los gays y las lesbianas formamos parte de esa humanidad, pero que para cada género, sector de la comunidad e incluso la vida particular, aquélla tiene un origen y una interpretación distintos. Marone se expresa así sobre la violencia en parejas de gays: “Nosotros, los varones, hemos sido criados desde la independencia y la distancia sentimental, entonces el problema es que es muy fácil separarnos porque así hacemos lo que la sociedad nos manda: ir solos por la vida, bancárnosla solos. Y la violencia aparece cuando nos acercamos demasiado”. Marone arroja un número sorprendente con relación a la visibilización de la violencia y dice: “Las situaciones que registro de violencia física entre hombres en todos estos años de trabajo han sido sólo dos. A diferencia de las mujeres, que sí tuvimos más casos. Pero esto es un círculo cerrado: las mujeres tienen permitido quejarse del dolor, los hombres no, así que en verdad no tenemos data estadística real sobre la violencia en parejas de gays, ya que prácticamente no se hace visible”. Quizá sea lícito aventurar que esta invisibilidad se deba a que los hombres tengan más naturalizada la violencia e incorporada a sus modos de comunicación y a su intimidad, merced al paradigma cultural que los contiene, y que esto, si la violencia no es lo suficientemente obvia, les impida percibirla como un elemento disruptivo en sus historias. “Por otra parte —continúa Marone—, entre hombres detectamos más el maltrato psicológico. El tema del dinero y del status social influye bastante.” El testimonio de Lucio da cuenta de esto último, echa luz sobre el ciclo que en todas las relaciones de maltrato va del amor a los golpes y viceversa, y expresa con lucidez su reflexión sobre esta experiencia: “Su violencia hacia mí empezaba psíquicamente y cuando no lograba su cometido, pasaba a las manos. El tenía bien claro que quería dejar marcas, psíquicas y físicas. Yo creo que la gente como él tiene una gran inseguridad y cuando ve que el otro se les va de las manos, se van a las manos ellos. A mí me psicopateaba, utilizaba recursos como exponer una debilidad suya que me hacía volver para protegerlo. Eran ciclos de mucho amor, celos, ira, y terminaba en una golpiza. El día que me iba, me decía: ‘Vení, quedate’. Como seduciéndome. El objetivo era que yo no hiciera lo que quería. A él lo violentaba que yo empezara a tener más alta mi autoestima: cuando empezaba a estar más seguro de mí, empezaba a violentarse y a pedirme plata si veía que a mí me iba mejor que a él. Hay una represión tan grande en el golpeador que hasta necesita ver el placer del otro al ser golpeado. El se sentía haciendo lo que yo estaba buscando. No soportaba verse como un violento, no lo llevaba con orgullo, por eso decía que yo era quien lo provocaba, que yo era tan violento que él no podía responderme con la misma violencia psíquica, y se iba a las manos. Creo que el golpeador difícilmente se puede alejar y que es el otro el que puede llegar a poner punto final. El golpeado, por lo general, entra en la psicosis del golpeador, pensando: ‘Pobrecito... no puede expresarse de otra manera’”.

“Es más visible la violencia física en las parejas de mujeres que en las de hombres —asegura Marone—. En las parejas de mujeres, por un lado, cada cosa que atente contra el mandato de tener que estar juntas podría ser motivo de violencia, porque pone en riesgo la relación. Y por el otro, hay casos en los que, cuando una se siente indiscriminada con la otra, lo único que le queda es la violencia para sacársela de encima.” De esta dinámica da cuenta el testimonio de Agustina (34), sobreviviente de una relación de maltrato de tres años de duración. En su pareja, la violencia se manifestó cuando las propias acciones libres e independientes de la vida cotidiana de Agustina parecieron hacer peligrar para su compañera la pretendida fusión a la que ésta aspiraba: “Pienso en la situación de agresión física como la más gráfica de lo que fue toda una relación de maltrato. La agresión física de mí hacia ella vino a colación de un encierro literal: ella me encerraba, y yo pegué para defenderme y tomar distancia física, porque esta persona me estaba siguiendo cuerpo a cuerpo. Me llevó un tiempo elaborar que mi agresión física tenía que ver con un acto de supervivencia. Fue toda una relación donde se socavó muy de a poco la posibilidad de independizarme”. La inducción de una persona a la dependencia y al asilamiento de otra en función de controlarle todos los movimientos, las descalificaciones, la creencia debilitante, impuesta y autoimpuesta, de que una no puede sola y la perpetuación por parte de este modelo del ideal romántico que convierte a la amada/o en única fuente de nuestra dicha y desdicha, impiden reconocer las posibilidades personales de experimentar el placer y coartan la libertad. Esto, que aspira a confundirse con el exceso de amor, se llama denigración. Y cuando esta denigración ejercida en el plano psíquico no basta, los golpes están a la orden del día. Entonces, con relación a las mujeres, resulta totalmente engañoso intentar convencernos —o que nos convenzan— de que no somos susceptibles de encarnar, incluso, la parte más horrible del patriarcado. Si pensáramos esto y negásemos la realidad, ¿cómo modificar esta situación de opresión que el maltrato perpetúa? ¿Cómo correrse del sufrimiento que el estereotipo de género propone como identificación, si se lo cree un destino, si no se puede siquiera hablar de él? Hace tiempo que el silencio dejó de ser salud. O quizá no lo fue nunca.

No más solxs

En la Argentina existen poquísimos espacios que contemplen y desarrollen la problemática que en esta nota comienza a esbozarse. Es escasa la bibliografía publicada en castellano y contados los profesionales de la salud capacitados para brindar a pacientes gays y lesbianas en esta situación un tratamiento sensible y adecuado. Para el equipo de Desalambrando, “es fundamental que las/os profesionales puedan revisar algunas concepciones y contar con espacios para elaborar la propia lesbofobia, homofobia y transfobia, para poder recepcionar y comprender las inquietudes de quienes consultan. Las políticas públicas parecieran estar planeadas en función de las supuestas mayorías. Nosotras planteamos que resulta al menos complejo hablar de mayorías y minorías cuando parte de la población se encuentra forzada a la invisibilidad. E incluso si se tratara de una minoría, eso no justifica que menor cantidad de personas signifique menos derechos”. A Desalambrando, organización que se dedica a trabajar exclusivamente con lesbianas y bisexuales, se acercan muchas mujeres oprimidas por la violencia de sus parejas, que suelen estar aisladas de su entorno y por lo tanto indefensas, y aquí se les ofrece una ayuda invaluable al escucharlas y comprenderlas: a partir de ese momento empiezan a dejar de sentirse solas. Según la licenciada Patricia Rossi, del equipo de Desalambrando, “es un prejuicio creer que la víctima o la sobreviviente de maltrato tiene la misma responsabilidad que quien ejerce violencia. No hay acuerdo por parte de la víctima. Por el contrario, suele existir la ilusión (reforzada por la cultura) de que su amor va a lograr que la otra cambie. El maltrato psicológico apunta a anular la capacidad de decidir de la otra y en este movimiento arrasa con la subjetividad de la víctima, exista o no violencia ‘física’. Una cultura que nos hace creer que amar es encontrar ‘la otra media naranja’, de la mano del aislamiento que propicia la lesbofobia, contribuye a naturalizar que un vínculo se cierre sobre sí mismo”.

“En Lesbianas a la Vista teníamos un grupo de reflexión sobre maltrato que a mí me salvó la vida”, cuenta Delfina (34), quien a fines de los años ’90 tuvo que huir de la ciudad donde vivía a consecuencia de la violencia que su novia ejercía sobre ella. Una vez en Buenos Aires, pasó a formar parte de Lesbianas a la Vista. Dice: “Yo tenía un quilombo terrible en la cabeza; la persona que me amaba, me golpeaba. No podía distinguir el afecto de la violencia. Yo tuve una alarma al comienzo de mi relación, pero no reaccioné. Al haber sido víctima de abuso sexual infantil, mi nivel de tolerancia era muy alto: violencia era lo que estaba acostumbrada a recibir y cuando ella me basureaba, yo me sentía capaz de soportarlo porque después venía su amor, su arrepentimiento. Era la repetición de un círculo. Ella era muy hábil para manipularme. Y si yo hacía uso de mi libertad, terminaba siendo lo peor del Universo. Pero mi libertad fue lo que elegí finalmente, pese a haberme ligado varias palizas”.

Pero, ¿qué cantidad de violencia hace al maltrato? Esta podría ser la pregunta que no se llegan a responder personas como Juan Pablo (41), quien tuvo durante dos años una relación en la que la violencia física apareció de modo excepcional: “No sé si identificarla como una relación de maltrato, porque me pegó una sola vez. Sí es cierto que, de distintas formas, él siempre ha intentado establecer un dominio sobre mí y, de hecho, los golpes vinieron al comprobar una infidelidad de mi parte. No reaccioné en ese momento, pensé que no me había portado bien, que me lo merecía”. Según Rubén Marone, las escenas de violencia no surgen por lo general de forma aislada sino que hay una historia previa de la cual emergen: “La violencia se va construyendo, se va retroalimentando, si bien puede haber un caso de locura momentánea o una crisis de nervios, no es lo usual. En general se van pasando como fases de agravamiento hasta llegar a su punto más evidente”. Por su parte, el equipo de Desalambrando acuña la definición que elaboró Bárbara Hart del maltrato en las relaciones lésbicas: “Un patrón de conductas violentas y coercitivas por las cuales se busca controlar los pensamientos, las creencias o las conductas de su compañera, o castigarla por resistirse al control que se quiere ejercer sobre ella”. Palabras que nos invitan a revisar en qué puntos el poder circula en las relaciones, y en cuáles se torna asimétrico.

Con las parejas heterosexuales en situación de violencia se comparte el marco de ambigüedad y desconcierto, ya que en todos estos vínculos el amor y el maltrato se confunden, y las personas no saben hasta qué punto son o no merecedoras de un castigo; pero en el caso de las relaciones amorosas de gays y de lesbianas, la problemática se ha visto agravada por la ausencia de soportes institucionales que orienten a las víctimas y legitimen su sufrimiento. Por eso, para Rubén Marone, el matrimonio igualitario hace potencialmente a una diferencia fundamental. Su visión resulta esperanzadora: “El status legal que da el matrimonio igualitario hace que empiece a aparecer la interacción social. Antes éramos parejas de segunda para la sociedad y hasta para nosotros mismos. El matrimonio nos obliga a repensar lo que tenemos internalizado como concepción de nuestras relaciones, el valor vincular que tienen para nosotros. Quizás esto nos permita vínculos mucho más claros en los que no sea necesaria la violencia”. ¿Será o no será así? Por lo pronto, el cambio parece estar más cerca.

Desalambrando:
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