Vie 01.04.2011
soy

De carne somos

Como una perla escondida en su concha, el Bafici trae también su tesoro oculto en los pliegues de su programación: una serie de películas que celebran tanto la sexualidad mutante, que puso en escena Bruce LaBruce, como una corriente del feminismo que cultiva el posporno como género –o desgénero– sensual y revolucionario, apropiándose de la pornografía para jugar con sus obsesiones y ser a la vez sujeto y objeto del deseo, de la tecnología, del género. Estos films que no conforman un ciclo sí fueron reunidos a propósito de un texto que aquí adelantamos y que integra el libro editado por el festival, El cine y los géneros: Conceptos Mutantes.

› Por Diego Trerotola

Pornotopias

Parecía una sincronía planeada con estratégica malicia: justo cuando en 1973 Laura Mulvey desmembraba el lugar en que la mirada cinematográfica ponía a la mujer, apuntando su crítica retrospectivamente al cine clásico, al denunciar el dispositivo falocéntrico y partriarcal de cierta tendencia de la forma narrativa cinematográfica, el porno chic de los primeros setenta irrumpía para terminar de expandir esa sensibilidad que un grupo de feministas trataba de atacar enérgica e inteligentemente. “Se dice que al analizar el placer, o la belleza, se los destruye. Esa es la intención de este artículo”, sostenía Mulvey, para dejar en claro su gesto radical, provocador, que poca gente entendió en su justa medida, y que no sólo era poner en crisis un sistema de representación sexista sino también erigirse como gesto o manifiesto de feminismo insurrecto, no por la destrucción misma sino con la idea de “romper con las normales expectativas de placer para crear un nuevo lenguaje del deseo”. Del cine al VHS, la tecnología audiovisual permitió que la pornografía mainstream multiplicara la idea de la “mujer convertida en objeto como leit motiv del espectáculo erótico”; las formas del propositivo deseo inédito casi no aparecían representadas, o tenían un lugar ínfimo, invisible. Más aún, como señala Roberto Echavarren, si la pornografía, en tanto una “escritura de la puta”, fue un “campo autónomo de placer, fuera de las preocupaciones o miserias de las putas reales”, por lo tanto, la representación pornográfica representaba el colmo de la domesticación miserable de las mujeres para los consumidores.

Una reacción inmediata de cierta veta del feminismo fue un rechazo total al porno, pero pronto también surgieron otras miradas. En el mismo año que Mulvey escribía su ensayo, Annie Sprinkle comenzaba a actuar en la industria del porno para terminar rebelándose para moldear un modernismo que llamó posporno, que defendía la insubordinación de las putas con felicidad y fuerza creadora, y que terminó siendo el punto de partida de un feminismo que veía en el hardcore la posibilidad de una contracultura. “Si no te gusta el porno que ves, creá el tuyo”, era la consigna con la que Sprinkle, directora, actriz y doctora en sexología, expandió una nueva sensibilidad desde la representación del sexo explícito en películas y shows en vivo con los que desafiaba los límites de lo pornográfico con sus utopías eXXXplícitas, o “pornotopías”. “El Posporno, o porno experimental o alternativo se impone poco a poco como un espacio para la subversión de las categorías de género y la redefinición de las sexualidades como algo plural, infinitamente rico. Un espacio de lenguaje y de poder con el que construir discursos altamente radicales sobre todos los y las que quedan fuera del porno tal y como lo conocemos”, escribe Beatriz Preciado, activista queer y, entre otras cosas, pluma responsable del Manifiesto contra-sexual. La mayoría de las veces, el posporno transforma al porno en algo irreconocible, lo versiona hasta que muestre un rostro impensado que, sin embargo, estaba impregnado de una fantasía sexualmente revolucionaria.

“El posporno es la cristalización de las luchas gays y lesbianas de las últimas décadas, del movimiento queer, de la reivindicación de la prostitución dentro del feminismo, del posfeminismo y de todos los feminismos políticos transgresores, de la cultura punk anticapitalista y DIY (hazlo tú misma). Es la apropiación de un género, el de la representación explícita del sexo, que ha sido hasta ahora monopolizado por la industria. El posporno es una reflexión crítica sobre el discurso pornográfico”, escribe en su diario de 2009 María Llopis, una de las representantes del prolífico movimiento pospornográfico de Barcelona. La apropiación crítica de los discursos sobre género y sexualidad que el porno mainstream multiplicaba permite construir los nuevos lenguajes del deseo (con nuevos cuerpos, nuevas prácticas) que reclamaba Mulvey. Y que, gracias a la cultura digital y a Internet, pudieron fortalecerse, circulando libertinos durante la primera década de un milenio más posporno.

Hijas de ruta

Judy Minx, Wendy Delorme, DJ Metzgerei, Sadie Lune, Mad Kate y Madison Young forman un grupo de artistas de Berlín, París, San Francisco, son trabajadoras sexuales, porno performers, exhibicionistas, académicas. Son muchas cosas, pero algo las une en la aventura: son todas putas. Más específicamente, putas feministas de tour con un espectáculo que saquea el legado de Annie Sprinkle para salpicar a varios países europeos. Y la cineasta Emilie Jouvet se enfiestó con ellas para batir la justa en una road movie que es una declaración de principios posporno: Too Much Pussy! FEMINIST SLUTS, A Queer X Show. Y el documental termina siendo un viaje a la mismísima concha de la lora: y esa concha es demasiado porque es un animal con plumas de cabaret que habla por sí mismo, aunque no repite el discurso de nadie, sino que está libre para volar, exhibirse, gritar, susurrar, mojarse, sangrar, amar y otras tantas prácticas que hace como y cuando se le canta el culo (porque también los culos importan, incluso cuando estén coronados de celulitis, como esas extraordinarias nalgas fofas de Madison Young). Otras voces, otros ámbitos: distintos países, genitales, esfínteres, orgasmos, pornografías. Chicas ruteras, apretadas en una van, cruzan fronteras, tratan de aprender las distintas lenguas en una Europa que a veces las contiene, otras las rechaza, donde se ubican pero también se pierden, se confunden, y a ellas les gusta, porque su erotismo aberrante cuestiona el sexo y el placer como algo estático, yendo a una velocidad que se cruza en vaivén de una violencia inquietante rojo sangre menstrual hasta llegar a la quietud rosa cérvix y viceversa (se retoma ese gran invento de Sprinkle de la performance donde una concha se abre generosa para que otras personas inspeccionen su cérvix, por fuera de marcos institucionales de la medicina, sin que la mujer se vuelva pasiva como objeto del acto voyeur). En contra de la idea de un porno femenino que tipifique a las mujeres, ellas son queer, de género mutante, en cada paso de su tour (o sea en los shows, pero también en medio de la ruta, en las noches de juerga y en la más trivial caminata), dinamitan la idea de una tendencia de conducta o cualquier parámetro para pensar el lugar de la mujer (no hay tal lugar, hay caminos por todas partes, hacia todas partes y por esas rutas se pierden). Esa desviación rutera es lo que trasforman en show erótico en cada acción, arrimándose al Georges Bataille que propone que “el erotismo es para mí el desequilibrio dentro del cual el ser se cuestiona a sí mismo, conscientemente. En cierto sentido, el ser se pierde objetivamente, pero entonces el sujeto se identifica con el objeto que se pierde. E incluso puedo decir: en el erotismo, yo me pierdo”.

En esa fuga autocrítica, donde objeto y sujeto, primera y tercera persona, se conjugan en el remolino del mismo tiempo verbal, allí se configura el más post de los feminismos, uno que incluso no evade (y que no siente culpa) de la violación como fantasía, como sostiene una de ellas mientras charla dentro de la van, que avanza a toda velocidad, agitada por el movimiento, como si estuviese en un gran orgasmo, porque pensar, desear, es una actividad que también deja temblando. En esa reinterpretación, la violencia sexual es juego sadomasoquista, donde control y descontrol casi se funden, donde el impulso propio y el ajeno llegan a confundirse, festivos, en juegos sexuales escénicos y extraescénicos, casi idénticos. En eso se acercan a la Teoría King Kong de Virginie Despentes, pospornógrafa con su película Baise moi (2000), que Llopis cita como “manifiesto del nuevo feminismo”: “Nos obstinamos en hacer como que la violación es un hecho extraordinario y periférico, fuera de la sexualidad, evitable. Como si no concerniera más que a poca gente, agresores y víctimas, como si constituyera una situación excepcional, que no dice nada del resto. Cuando está, bien al contrario, en el centro, en el corazón mismo, en la base de nuestra sexualidad”.

Una parte fundamental de los talleres o shows de esta banda posporno está puesto en apuntar contra el discurso médico, la ciencia como moral de la salud de los cuerpos, encontrando una veta lúdica –a veces frívolamente paródica, otras con seria perversidad–, donde un examen mamario, la relación entre una paciente y un/a médica/o, o cualquier gesto del discurso médico como mirada disciplinaria o invasión del cuerpo es remixada teatralmente como viñetas de erotomanía quirúrgica. Así elaboran grotescas performances, extremistas piruetas escénicas que incluyen como utilería fetichista estetoscopios, agujas y cuchillos como bisturíes que amenazan o que profanan la carne. Ahí, justamente, es que el grupo se acerca a otras hacedoras de posporno, Majo Pulido y Elena Pérez, actuales integrantes del Post_op, que toma su nombre del “término que utiliza la institución médica para designar a las personas transexuales después de pasar por la o las intervenciones quirúrgicas de reasignación de sexo. Nosotrxs lo utilizamos para designarnxs, pues creemos que todas las personas estamos constituidas (operadas) por tecnologías sociales muy precisas que nos definen en términos de género, clase social, raza”. Llopis define a Post_Op como un grupo que “no subvierten el género, lo aniquilan. Crean y diseñan seres mutantes, donde lo femenino y lo masculino ya no existe, qué alivio, y toda representación es un planteamiento de la sexualidad degeneradas y desgenerada de ciencia ficción pospornográfica”.

Entre tanta socio-tecno-logía degeneradora, la película guarda un momento sentimentaloide, de exceso cursi, cuando Madison Young tiene que abandonar el tour para volver a lo suyo: tras un show, todas la abrazan, carne sobre carne desnuda, en una suerte de triste fusión física y masiva de despedida, abrazos donde se amalgaman los cuerpos de todas lubricados por lágrimas, el after care del sadomaso, la caricia poscoito en plan emoción shockeante. Es que, si el sexo es la utopía donde todo tiene lugar para desestabilizarnos, entre tanta tecnología del cuerpo, emerge también el emoporno, un subgénero post que para Llopis es el futuro del porno. Un futuro de emociones punk explícitas.

Cine en pedazos

“Con Bruce LaBruce éramos amigos comunes con Adam Block, escritor de San Francisco, y creo que él le dio No Skin Off my Ass a Kurt Cobain. Esa fue la conexión inicial y luego vino la declaración célebre de Cobain de que Bruce LaBruce era su cineasta favorito. Yo también conocía a LaBruce por su fanzine J.D.s y algunas de las primeros zines queer punks que él hacía en Toronto. Cuando fui a rodar Todo por un sueño (To Die For, 1995) a Toronto, fui presentado por Adam. Cuando Bruce LaBruce vino a mi hotel, le dije: ‘Vamos a ver la cultura queer punk retratada en J.D.s’. Y él me respondió: ‘Pero no existe, la inventamos nosotros’”, cuenta Gus Van Sant en The Advocate of Fagdom (2011), el documental de Angelique Bosio sobre LaBruce, que justamente toma su título de una carta de Cobain que se refiere al cineasta canadiense como el defensor de la mariconería. En los zines J.D.s, nombre que abrevia Delincuente Juvenil, LaBruce y su compañera de ruta rocker G. B. Jones, inventaron el homocore o queercore, una corriente de pospunk marica, que no existía en la realidad, como bien afirma Van Sant, devolviendo al under un movimiento que en ese momento, mediados de los ’80, ya rozaba al mainstream. A fuerza de subvertir las imágenes de jóvenes punks se creaba un homoerotismo sucio, callejero, rebelde, que luego fue la punta de lanza de la estética de ambos (G. B. Jones formó y soportó varias bandas de Riot Grrrl y la última película que dirigió, con profunda impronta zine, fue The Lollipop Generation, 2008). Y eso que empezó como un juego de fotocopias de ficción luego se volvió real: se sabe, la naturaleza perversa imita al arte malo. Subversión fanzine-rosa, cortando y pegando, collages explícitos en fotocopias de gris rasposo, sexualidad Xerox, donde cristalizó un deseo inspirado en estética Sex Pistols, esa tapa célebre con letras pegadas como la carta anónima de un secuestrador. Apropiarse, secuestrar un impulso, crear su propio sistema erótico saboteando otros universos, el delincuente como pornógrafo DIY en estrategia de demiurgo frankensteniano: hacer que el punk (que ya venía quebrado, hecho harapos) explote en más pedazos para crear con los desechos una corpus queer, o sea más abierto, más negativo, más dinámico. Y es coherente que desde ese lugar, desde esa estrategia germinal de mixtura pospunk como rompecabezas deforme, LaBruce se precipitase como pionero del zine-cine posporno. Como género cinematográfico el hardcore tradicional vive y muere en los fragmentos –técnicamente hablando, su razón de ser está plastificada en esos planos quirúrgicos de los genitales en acción–, suturados a partir de un realismo documental estilizado de registro directo de microscopia ilusionista, hipnótica. Entonces, la torsión pospornográfica y pospunk de los vicios del género debería exponer esa fractura con placer y sin disimulo, como técnica antiilusionista para tajear esa ficción-real, para violentar más el carácter de fenómeno freak en que se convierte a cada performer, a cada momentum sexual. Es que el y la porno star donan sus órganos para ayudar a las fantasías mutiladas, porque es siempre víctima fatal de un desmembramiento, deconstrucción de partes corporales, collage físico por cada corte del montaje. Y en la mayoría de sus películas, las técnicas de sobredestrucción de LaBruce son múltiples, funcionan a modo de desmontaje superpuesto. En primer lugar, casi todas sus historias se referencian en otros relatos, para presentarse como remakes depravadas, plagios superlativos, fotocopias arrugadas y torcidas, covers punks desafinados, que nunca corrigen algo anterior, sino que profundizan líneas deformes preexistentes, subrayan subversiones del ojo ajeno, clavándole la paja del propio voyeur: No Skin Off My Ass (1993) invita a una orgía sobre un drama romántico de Robert Altman; Super 81/2 (1994) se calienta desnudando la parodia del mundo de Andy Warhol; Hustler White (1996) le toca el culo bronceado al Los Angeles del homoerotismo chongo de Kenneth Anger; The Raspberry Reich (2004) le chupa la pija muerta al R. W. Fassbinder nudista de Alemania en otoño. Y sus dos últimas películas, Otto or Up with Dead People (2008) y L. A. Zombie (2010), pensadas como una saga de terror, profanan las vísceras del cine de muertos vivos, tal vez el subgénero más manoseado de la actualidad, mezclando gore y homoerotismo como crisis de la representación de la belleza hardcore. A todo relato matriz se le adosa el sexo explícito, pero nunca frente al reclamo de que el cine porno necesita argumento, sino al revés: al cine mainstream le falta sexo (eso que está sublimado en el glamour hollywoodense, como denunciaba en los ‘40 el ensayista protoqueer Parker Tyler), y también para extender más los pliegues de esas historias originales, para profundizar más en los artificios, la tecnología de la narración que hace visible las heridas, los parches, para transformar al mundo en cuentos hardcore con cara de monstruos. A no confundir, el cine de LaBruce tiene un alto valor teratológico, pero su catálogo freak a veces confunde, porque si bien hay evidentes cuerpos sensuales alejados de las estéticas apolíneas y tradicionales –siameses, mutilados, escuálidos, cadáveres–, las recurrencias corporales son el patovica y el joven efebo, típicos del mondo porno, pero a ambos se insiste con mostrarlos actuando de manera aparatosa, afectada, fuera de registro, mala, revelando como eje estético performático de esos cuerpos su inadaptabilidad, su desobediencia a la ficción cinematográfica, su defectuosidad. Otra táctica para lograr el quiebre, que repitió en sus dos mejores películas, Super 81/2 y Otto or Up with Dead People, es incluir historias de cineastas hardcore, retratando el cine porno dentro del cine porno, puesta en abismo que inventa el metaporno queer, una tautología genial. La opulencia culturosa, su derivativo universo que fagocita al mundo para avanzar igual que los muertos vivos de sus últimas películas, es estrategia caníbal que descompone todo a su paso, pero inyectando al mismo tiempo una nueva vida deforme, afectada, a cada víctima.

La cultura es el relato tecno que nos victimiza, sí, pero podemos hacerlo trizas para trazar con sus restos nuestra propia post identidad porno como obra en construcción permanente. En The Advocate of Fagdom, ya lo pone en palabras Glenn Belverio, cómplice y director de LaBruce en un programa televisivo “posqueer” que el cineasta conducía dragueado de Judy Garland: “En este punto de la historia ninguna sexualidad es normal, todo está pervertido por la cultura... Y no tiene sentido tratar de normalizar algún tipo de sexualidad”. Lo dicho: posporno es cultura.

Too Much Pussy! de Emilie Jouvet se proyecta el viernes 8 de abril a las 22 en el Cine Teatro 25 de Mayo, y los domingos 10 a la 1 y 17 a las 1.15 en el Hoyts.
L.A. Zombie de Bruce LaBruce se proyecta el jueves 7 abril a las 23.30 en el Arteplex Belgrano, y el viernes 8 a las 22.15 y el domingo 10 a las 12.45 en el Hoyts.
The Advocate for Fagdomde Angélique Bosio se proyecta el jueves 7 de abril a las 21.30 en el Arteplex Belgrano, y el viernes 15 a las 13 y el sábado 16 a las
23 en el Hoyts.
Más información: www.bafici.gov.ar

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