› Por Alicia Plante
Me acerqué a la mesa mirándola, viendo cómo no me miraba pero sabía. Sonreí. Miré la bruma rubia de sus brazos bajo la luz de la lámpara, la curva del cuello asomando por el costado del pelo, los hombros un poco alzados de cuando estaba nerviosa, la herida de su escote, tan explorada por mi boca en sus trayectos. Me gustaba el peligro de nuestro juego, me excitaba, la espada del escándalo asomando sobre nuestras cabezas, la suya sobre todo, me divertía imaginar los gritos, las recriminaciones, y que nada importara. Y aquella complicidad nuestra era como un círculo blindado, con foso de cocodrilos y todo, el resto de las personas sobraba, también él, que quizás la quería, quizás sólo buscaba tenerla cerca, un lugar exquisito donde apoyar el codo mientras miraba colgar su sexo, mientras medía el éxito y contaba las monedas. Algunas veces pensaba que estaría dispuesto a matarla, cualquier cosa mejor que la denigración de que fuera una mujer la que le soplaba la dama, no por dolor ni despecho, de pura rabia.
Y a la vez tenía la sensación de que el amor andaba por todas partes, como un vapor caliente, un olor intenso que ni siquiera era agradable, como a sangre fresca, a leche de madre, no sé, algo verdadero que venía de los cuerpos de la gente que nos pasaba al lado, del deseo palpitando en el fondo de los gestos cotidianos, estaba en los hombros que se rozaban en la calle, en los ojos que se abrían, el mundo infectado junto con nosotras.
La mirada que no me estaba dando empañó los espejos y el secreto ya no se derramaba de sus ojos. Me senté con ella y recién me miró. El deseo me sobresaltó el cuerpo y la respiración recomenzó. Me incliné despacio hacia su boca.
El hombre abrió la puerta y entró en la casa. Lentamente cruzó el hall, atravesó el living y llegando al comedor se detuvo un instante, las llaves en la mano. Desde el ángulo que formaban las dos paredes las vio, no lo habían oído llegar, miró las copas, la cabeza de su mujer de costado, el cuello, la curva de la cintura, el borde de una pierna bajo la silla: la memoria de su piel, de su calor en las manos le aflojó los dedos. Su amiga estaba casi de espaldas, los brazos cruzados sobre la mesa, las cabezas muy cerca una de otra bajo el cono de luz. Se miraban, lo excitó la forma en que se miraban. Algo murmuró la amiga, y de pronto la risa de ella. Durante un momento más las miró mirarse con aquella intensidad que lo paralizó con su evidencia, que a él lo hacía a un lado, al sin sentido de lo prescindible, algo debía hacer para impedir lo que estaba a punto de ocurrir. Extendió un brazo dejando caer las llaves sobre el aparador y el misterio se quebró, apagado de golpe como una luz cualquiera. Los cuerpos de las dos mujeres se enderezaron sin apresurarse mientras él daba media docena de pasos y sonriendo su mejor sonrisa se acercaba al círculo de luz de la mesa. Se sentó con ellas y formaron un triángulo imposible. Al principio la simpatía de él no pareció forzada, su conversación brillante, tan cultivada, fue subiendo de nivel, pero acababa de confirmar un temor terrible y no sabía qué hacer consigo mismo ni con la situación. Buscó en dirección de su dignidad y templó una actitud heroica, viril, pensó intentar un planteo, un duro pedido de explicaciones. Hasta ese momento, hasta ver aquella mirada que las unía como un tiento fresco, él andaba por los bordes, donde la sospecha y el temor podían ser elaborados, conversados con algún amigo, como una teoría casi, pero ahora integraba aquel triángulo maldito, se había convertido en parte de lo mirado. Se produjo un silencio demasiado largo y ella se levantó a buscarle una copa. El sintió que transpiraba, que se le formaba un nudo en la garganta, que no podría sostener lo de una ofensa porque era falsa, supo que se quebraba. Cuando ella llegó con la copa le agarró la mano y apoyó la frente.
–Por favor, no me dejes....
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