El fallo del juez Miguel Güiraldes –que no sólo desconoció la identidad de género de Maiamar Abrodós, sino que asegura haberlo hecho para protegerla de sí misma, de su “delirio autodestructivo”– es una pieza asentada en una larga y rancia tradición jurídica paternalista y autoritaria que pretende erigirse como policía del deseo y del orden moral. ¿Qué dicen esos textos? ¿Quiénes producen ese material? ¿Por qué siguen gozando de prestigio?
› Por Mauro Cabral
“El ‘transexualismo’ ofrece al psicoanalista una irrefutable prueba de su extravío en la psicopatología.”
Jean Allouch
Las buenas noticias son como todo lo bueno en esta vida: un* se acostumbra. Y en la Argentina ya nos estábamos acostumbrando a las buenas noticias sobre reconocimiento legal de la identidad de género. El 30 de marzo pasado, un fallo judicial golpeó las esperanzas de la actriz Maiamar Abrodos, negándole tanto aquel reconocimiento como la autorización judicial que precisa para operarse. Y sacudió la buena nueva de la costumbre.
No sólo nos habíamos habituado a la celebración de cada amparo exitoso. Los propios términos del debate se habían convertido en habituales: reconocimiento, despatologización, pleno acceso a tratamientos hormonales e intervenciones quirúrgicas. Dignidad: desde el principio y hasta el final de todo el proceso judicial. El fallo firmado por el juez Miguel Güiraldes desmiente cada uno de esos términos, inscribiéndose explícitamente en una deleznable tradición jurídico-normativa argentina. Se trata de una tradición que combina un derecho natural que bien podría adjetivarse canónico, un psicoanálisis lacaniano devenido policía del deseo y una bioética humanista que combina por igual moralina y paternalismo, una tradición que ha degradado y degrada a las personas trans y sus demandas, como dice Geoffroy Haurd de la Marre, “en nombre del interés general, el orden simbólico de la sociedad y, sobre todo, de la sacrosanta diferencia de los sexos”.
Durante los últimos años hemos aprendido a reconocer y combatir una manera particular de definir la transexualidad en términos patológicos, es decir, como trastorno de la identidad de género, tal y como la reglamenta la cuarta versión revisada del Manual de Diagnóstico y Estadística de los Trastornos Mentales (conocido también como DSM-IVR). Y hemos emprendido la tarea de construir colectivamente los argumentos que hagan posible acceder a modificaciones hormonales y quirúrgicas del cuerpo sin el paso obligado por aquel diagnóstico.
A diferencia de muchas otras sentencias contemporáneas, el fallo de Güiraldes se posiciona decididamente a favor de una definición de la transexualidad como patología (en su vocabulario, como transexualismo). Sin embargo, esa definición tiene un fundamento distinto, e incluso fuertemente crítico respecto del DSM-IVR y de la cosmovisión que lo produjo. Ese fundamento es el psicoanálisis lacaniano francés identificado por lo general con los nombres de Catherine Millot (autora de Exsexo), Patricia Mercader (autora de La ilusión transexual), Henry Frignet (autor de El transexualismo) y otr*s vari*s (como la tristemente célebre Colette Chiland, de cuya transfobia psicoanalítica parece habernos salvado, por ahora, de la falta de traducción de sus libros al castellano). La recepción vernácula de ese psicoanálisis ha estado a cargo de autor*s explícitamente convocad*s a sostener argumentativamente el fallo de Güiraldes (tales como Marina Camps Merlo, autora del libro Identidad sexual y Derecho. Estudio interdisciplinario del transexualismo, y Mauricio Mizrahi, autor del libro Homosexualismo y Transexualismo, entre otr*s genuinos exponentes del psico-jurismo de derecha en la Argentina).
Jean-Pierre Lebrun, en sus “Palabras preliminares” al libro de Frignet, declara: “Desde la noche de los tiempos, el ser humano está obligado a aceptar su sexo y admitir que pertenece sea al bando femenino, sea al bando masculino. Aunque esta situación le disguste, no tiene otra elección: nace hombre o nace mujer y debe adaptarse a ello”. Esta es la posición de Güiraldes. Y es también la posición de Camps Merlo, Mizrahi y de tod*s los psicoanalistas a l*s que invocan. Desde esa posición, las personas trans no haríamos más que (intentar) rehuir esa obligación, negándonos a admitir la verdad sexual de nuestro ser y afirmando que, ante el disgusto, hay otras elecciones. Cambiar de sexo, por ejemplo. Esa vendría a ser, precisamente, la “ilusión” transexual que denuncian Millot & Cía. Nuestra imposibilidad, claramente patológica, de asumir la “diferenciación sexual”; nuestra urgencia por escapar de lo humano, escapando primero de la “bipartición sexual humana” (Mizrahi). Porque hay que decirlo: lo nuestro es la psicosis (más o menos compensada). La así llamada “Forclusión del Nombre del Padre”. Nuestra palabra con D no es “demanda”, ni tampoco “Derecho”: es “delirio”. Definido por Marina Camps Merlo, “el transexualismo es una alteración sociopsicológica del desarrollo de la identidad sexual”.
A pesar de su incongruencia manifiesta, nuestr*s juristas les dan espacio en sus textos a las versiones más disímiles del transexualismo psicoanalizado. Es posible entonces acusarnos, al mismo tiempo, de ignorar la naturaleza significante del sexo y de reducirlo a lo meramente anatómico. Y somos culpables tanto de pretender convertirnos en seres del sexo opuesto como en miembros de un tercer sexo y, en el fondo (cito a Mizrahi, quien cita a Millot), de encarnar el deseo de “pertenecer al sexo de los ángeles”. Para el juez Güiraldes, la demanda transexual por el reconocimiento de la identidad de género y el acceso a modificaciones corporales no es más que un intento condenable de “enajenación de sí mismo” y, por lo tanto, jurídicamente inviable.
(Si acabás de suspirar con alivio porque no sos transexual, la Dra. Camps Merlo te recuerda que el transexualismo “se asimila al exhibicionismo parafílico, ya que le interesa cómo es visto por los otros”. Ahora seguí leyendo.)
La fobia psico-jurídica hacia el transexualismo como enajenación no se detiene en el sí-mismo individual, puesto que el cambio de sexo es uno de los tantos síntomas que pondrían en evidencia una profunda patología social occidental.
¿De qué está enfermo Occidente? Está enfermo de cientificismo (y, quién lo diría, la sumisión del inconsciente a una nomenclatura de diagnósticos psiquiátricos en el Manual vendría a ser otro de sus síntomas, fogoneado por la industria farmacéutica norteamericana). El fallo de Güiraldes lo dice claramente: “Tan acostumbrados estamos a que las cosas funcionen con sólo oprimir botones y mover palancas, que creemos que podemos descansar en el avance tecnológico para solucionar nuestros problemas existenciales”. Y desde el atavismo de esta posición, las intervenciones hormonales y quirúrgicas destinadas a encarnar la identidad de género se le aparecen como “arte de magia”.
Las objeciones psico-jurídicas a la “magia” biotecnológica son, otra vez, paradójicas. Una y otra vez se desmiente la capacidad de la tecnología para producir cambios de sexo exitosos, o bien porque los desarrollos de la técnica son insuficientes (para crear, por ejemplo, genitales masculinos), o bien porque hay rasgos esencialmente inmodificables (como los cromosomas). Y sin embargo, esa incapacidad parece necesitar del constante reaseguro de una advertencia tan antigua como la Divinidad y su Ley: “No crearás”. Citando una vez más la prosa inspirada de Güiraldes, “ese espíritu de autosuficiencia, que incluso se considera capaz de modificar lo inmodificable, se sustenta en un claro voluntarismo que prescinde de los datos que nos aporta la realidad dada, realidad que nosotros podemos percibir, pero no crear”. La paradoja empeora cuando se trata de la relación histórica –y actual– entre medicina y transexualismo.
De acuerdo con el juez de la causa, a sus juristas y a l*s psicoanalistas que un* y otr*s leen, la “ilusión” transexual se ha configurado en una demanda cuya fuerza se sostiene no sólo en el “proselitismo” transexual sino, también, en la “fascinación” mediática por el cambio de sexo. Esta demanda ha terminado por reducir a la medicina a un estado de franca impotencia: l*s profesionales hacen lo que l*s transexuales piden. Ya lo dice Lebrun: debemos interrogarnos “sobre una práctica médica que para responder a la demanda acepta ni más ni menos que mutilar a hombres y mujeres de manera irreversible”. Esta lectura –coincidente, sin saberlo, con la que proponía Bernice Hausman en su Changing Sex– concuerda, no obstante, con otra bien diferente. L*s transexuales, a la sazón enferm*s mentales graves, están a merced de la omnipotencia médica y sus ansias irrefrenables de experimentación. Lo dice el propio Güiraldes: “Los médicos que realizan esas operaciones hacen una manipulación del organismo humano indigna de su profesión (...). Pareciera que quien propugna tales prácticas, se encuentra imbuido del espíritu cientificista de omnipotencia que considera que nada es imposible para el saber de la ciencia y que, en consecuencia, tales operaciones constituyen un desafío que los incita a seguir experimentando con seres humanos como si fueran animales carentes de dignidad”.
Por suerte los animales, dignos y sujetos del derecho a no ser sometidos a experimentación, se vengan poblando sus pesadillas. “La pregunta ineludible (dirá Mizrahi) es, entonces, si la ciencia no se ha convertido en una amenaza para el hombre, si no ha dado a luz una ‘serpiente’.” Y, hablando de serpientes, ya es hora de reconocer que la culpa de la ilusión transexual no sólo la tiene la ciencia sino también, por supuesto, el feminismo.
Sí, el feminismo. L*s psico-juristas de derecha le tienen horror al feminismo en general y al género en particular. Un horror nada original, hay que reconocerlo, puesto que se parece, como dos gotas (o la misma gota) de agua al horror que le tiene el Vaticano. Para Frignet, por ejemplo, el transexualismo se produce en “la borradura de la noción de sexo, progresivamente reemplazada, bajo la influencia de teorías socioantropológicas recientes, por la noción de género” (la cual, como es sabido, es claramente sintomática del “rechazo social de la diferencia de los sexos”). La perspectiva de género, según Marina Camps Merlo, “es una visión meramente subjetivista e individualista de la propia sexualidad, así como de la persona humana”. La única capaz de sostener “una concepción de la libertad personal entendida como radical autonomía”. A lo que hemos llegado.
Con razón que al bueno de Güiraldes todo esto le da “escalofríos”.
Dado que el transexualismo es una patología, se encuentra, como dice Mizrahi, “fuera de la órbita del libre accionar”, puesto que “el derecho fundamental que asiste a quien sufre una patología no es el ejercicio de una libertad, de una autonomía para dar rienda suelta a su enfermedad, sino básicamente un derecho a la salud”. (Otra vez la venganza animal. Esta vez, la del caballo desbocado.) A partir de esta caracterización es sencillo comprender por qué para este psico-derecho es fundamental tutelarnos: nuestro cuerpo es suyo.
Volvamos al principio, porque no todas son malas noticias. El transexualismo es ciertamente curable, y lo es a través de la Palabra (es decir, de la psicoterapia concebida como lugar de restitución de la Ley). Eso sí, en ningún caso, a través de cirugías y hormonas (ni siquiera en aquellos casos en los que la Palabra pudiera no obrar milagros). Dirá así Mauricio Mizrahi: “Las operaciones mutiladoras no deben permanecer como latentes, ni constituir una opción viable ante el eventual fracaso de los tratamientos psicoterapéuticos. Ello es así porque la posibilidad de ejecutar aquéllas pronostica el probable fracaso de éstos. El transexual debe saber que en ningún caso podrá acudir a las cirugías de transformación”. Cualquier parecido con argumentos anti-divorcio y anti–aborto es, por supuesto, intencional.
En este sentido, el fallo de Güiraldes es ejemplar. No se conforma solamente con proteger a la demandante contra los engaños de su propio deseo y contra el canto de sirenas de la profesión médica. Tampoco con proteger el bien común, amenazado por la puesta en circulación de quimeras sexuales legalmente reconocidas como mujeres u hombres. Tampoco con pronunciarse a favor de desandar el camino tortuoso y traumático que viven los transexuales, volviendo cuidadosamente sobre nuestros pasos, ya que pretender enderezar la dirección de la propia vida mediante un atajo puede conducir a un abismo sin retorno (sí, eso dice). Güiraldes se transforma de operador jurídico en operador ecológico, protegiendo el equilibrio de la naturaleza en “nuestro propio cuerpo y alma”, así como en el mundo. Coincide ahí mismo con Camps Merlo, para quien el transexualismo pone en jaque el propio ecosistema natural humano: “Conlleva una traición al ser más íntimo de la persona, su ser familiar”.
Uno de los aspectos más llamativos de esta peculiar intersección nosológica y normativa entre psicoanálisis y Derecho es la preocupación (sí, la preocupación) del psicoanálisis por el Derecho. A Henry Frignet, por ejemplo, le preocupan “las sorprendentes contorsiones que el transexualismo impone al Derecho” (al obligarlo, por ejemplo, a reconocer que es posible una verdad distinta a la partida de nacimiento médicamente certificada). En este clima epocal de declive del Nombre del Padre, las leyes se constituyen en oportunidades abiertas para la puesta en crisis de la Ley. Y es allí donde este psicoanálisis revela su orientación policíaca, argumentando cada una y todas las veces a favor de la restitución de la diferencia sexual perdida entre tanta proliferación de sexos. La Ley y el Orden, París-Buenos Aires. Y es que, para Marina Camps Merlo, “la identidad sexual personal ha ido perdiendo la trascendencia jurídica que le es innata”. Y lo que es peor: “La orientación sexual ha ido ocupando progresivamente el lugar que poseía la identidad sexual”. Así no hay Derecho que aguante, ni derecha que resista.
Escribiendo acerca del psico-jurismo francés y su activismo público en contra de los derechos de las parejas del mismo sexo en Francia, Judith Butler señalaba, en su texto sobre el parentesco, la ironía cruel de esa posición: su despliegue habla de las fronteras existentes y de quienes están dispuest*s a todo por defenderlas. Y habla también, y sobre todo, de las mil y una maneras en las que esas fronteras están dejando de existir. El fallo de Güiraldes es una injusticia y una tristeza más en la vida de Maiamar, y en la de tod*s nosotr*s; y un día muy próximo será un documento de tiempos pasados en su vida y en la nuestra.
Todo esto me recuerda a una mala, malísima, película norteamericana, con perdón del Bafici. Se llama Constantine. Su protagonista, encarnado por Keanu Reeves, encara cotidianamente la difícil tarea de impedir que seres del Cielo y del Infierno entren a este, nuestro mundo. Es decir: la Tierra, su mundo. Y a pesar de que los límites existen, y están bien marcados, ángeles y demonios no cesan en su empeño. Peor aún: ángeles y demonios no cesan de bajar o subir al espacio terreno, de contaminar ese territorio tan bien custodiado con su ambigüedad insoportable (ambigüedad corporal, genérica, sexual). En suma, ambigüedad moral. Llegan, siguen llegando. Es precisamente por eso que Constantine y sus amigos tienen trabajo. Mucho trabajo. Un trabajo de esos que no se acaban nunca. Tal es así que hacia el final de la película –y de su vida–, el protagonista obtiene una prórroga. Ha muerto, pero puede seguir viviendo. Y trabajando. Trabajando en lo mismo, contra toda evidencia: el mundo ya no es el mismo y el tiempo de su Reino ha durado, francamente, demasiado.
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